Enfundó la pistola y, sin poner especial atención, los registró con la varita. Después los acompañó de nuevo al salón con vistas a la piscina. Esta vez las ondas creaban en la pared un dibujo distorsionado e irregular, y Ángel oyó que alguien nadaba. Se acercó al cristal y vio a Hoyle surcar el agua en estilo mariposa.
– ¿Nada mucho? -preguntó a Simeon.
– Por la mañana y por la noche -contestó Simeon.
– ¿Alguna vez permite que alguien utilice la piscina?
– No.
– Imagino que no es de los que comparten.
– Comparte información -dijo Simeon-. La comparte con ustedes.
– Sí, es todo un pozo de conocimientos.
Ángel se volvió y se reunió con Louis junto a la misma mesa en torno a la que se habían sentado con Hoyle días antes esa misma semana. Simeon permaneció de pie no muy lejos, desde donde podía verlos y dejarse ver.
– ¿Cómo es que trabaja para ese hombre? -preguntó Louis por fin. El chapoteo en la piscina había cesado-. Para el talento que usted tiene, no puede ser un gran desafío estar aquí encerrado todo el día con alguien que rara vez sale a la calle.
– Paga bien.
– ¿Eso es todo?
– ¿Ha estado en el ejército?
– No.
– Entonces no lo entendería. Pagar bien compensa muchos pecados.
– ¿Tiene su jefe muchos pecados que compensar?
– Tal vez. A fin de cuentas, todos somos pecadores.
– Supongo. Aun así, con o sin pecados, esas aptitudes adquiridas en la infantería de marina se oxidarán.
– Me ejercito.
– No es lo mismo.
Ángel advirtió un ligero respingo en Simeon.
– ¿Insinúa que quizá tenga que usarlas pronto?
– No. Sólo digo que es fácil dar por sentadas esas cosas. Si uno no se mantiene en plena forma, puede no encontrarlas a mano cuando las necesita.
– No lo sabremos hasta que llegue el día.
– No, no lo sabremos.
Ángel cerró los ojos y suspiró. Había en el salón testosterona suficiente como para dejar calva una peluca. Estaban a un paso de echarse un pulso. En ese momento entró Hoyle. En albornoz blanco y zapatillas de andar por casa, se secaba el pelo con una toalla, aunque lo hacía con los ubicuos guantes blancos.
– Me alegro de que hayan vuelto -dijo-. Aunque habría preferido que fuese en circunstancias más propicias. ¿Cómo está su… -buscó la palabra para referirse a Gabriel y por fin eligió-: «amigo»?
– Herido de bala -contestó Louis sin más.
– Eso tengo entendido -dijo Hoyle-. No obstante, agradezco que me lo confirme.
Tomó asiento frente a ellos y entregó la toalla húmeda a Simeon, que se esforzó por disimular su irritación al verse reducido al rango de mozo de piscina delante de Louis.
– Supongo que el motivo por el que están aquí es el atentado contra Gabriel. Leehagen está provocándolo a usted, además de castigar a quienes responsabiliza de la muerte de su hijo.
– Se lo ve muy seguro de que fue Leehagen quien dio la orden -observó Louis.
– ¿Quién iba a ser si no? Nadie sería tan tonto de atentar contra un hombre en la posición de Gabriel. Conozco sus contactos. Actuar contra él sería poco prudente, a menos que uno no tuviese nada que perder.
Louis no pudo por menos de coincidir. En los círculos en los que se movía Gabriel existía el tácito acuerdo de que el proveedor de los recursos humanos no era responsable de lo que sucedía al emplearse esos recursos. Louis recordó la descripción que hizo Gabriel de Leehagen: un moribundo deseoso de vengarse antes de que la vida lo abandonara por completo.
– Bien -dijo Hoyle-. Hablemos sin rodeos. Tal vez se pregunte si hay micrófonos en este apartamento, o si algo de lo que diga aquí puede llegar a alguna sección de las fuerzas del orden. Le aseguro que el apartamento está limpio, y que no tengo el menor interés en involucrar a la policía en este asunto. Quiero que mate a Arthur Leehagen. Le proporcionaré toda la información a mi alcance para facilitarle el trabajo, y le pagaré generosamente por el trabajo.
Hoyle hizo una señal con la cabeza a Simeon. Éste sacó una carpeta de un cajón y se la entregó. Hoyle la dejó en la mesa ante ellos.
– Aquí está todo lo que tengo sobre Leehagen -señaló Hoyle-, o todo lo que creo que podría serles de utilidad.
Louis abrió la carpeta. Al hojear el material vio que repetía parte de lo que él ya había descubierto por su cuenta, pero también incluía muchos datos nuevos. Había informes impresos con las líneas muy apretadas detallando los antecedentes familiares, los intereses comerciales y otras actividades, algunas de ellas, a juzgar por las fotocopias de expedientes policiales y las cartas de la fiscalía, de carácter delictivo. A continuación, aparecían las fotografías de una casa imponente, imágenes vía satélite de bosques y carreteras, mapas de la zona y, por último, un retrato de un hombre corpulento, más bien calvo, con una amplia papada que le caía en múltiples pliegues hasta el pecho robusto. Llevaba un traje negro y una camisa sin cuello. El poco pelo que le quedaba lo tenía largo y despeinado. Unos ojos oscuros y porcinos se perdían en la carne de su cara.
– Ése es Leehagen -dijo Hoyle-. La foto fue tomada hace cinco años. Tengo entendido que el cáncer ha hecho mella en él desde entonces.
Hoyle alargó el brazo para tomar una de las imágenes vía satélite y señaló un recuadro blanco en el centro.
– Ésta es la casa principal. Ahí viven Leehagen y su hijo. Tiene una enfermera particular, instalada en un pequeño apartamento contiguo. A eso de medio kilómetro al oeste, quizás un poco más -alcanzó otra fotografía y la colocó junto a la primera-…, hay vaquerizas. Antes Leehagen tenía un rebaño de vacas de Ayrshire.
– Ésa no es tierra de vacas -comentó Louis.
– A Leehagen aquello le traía sin cuidado. Le gustaban. Se las daba de criador. Taló el bosque para que pudieran pastar, y utilizó también áreas que habían quedado arrasadas por efecto de las tormentas. Sospecho que así se creía un aristócrata rural.
– ¿Y qué fue de ellas? -preguntó Ángel.
– Las mandó al matadero hace un mes. Eran sus vacas: no iba a dejar que vivieran más que él.
– ¿Esto qué es? -quiso saber Louis. Señaló varias fotografías de una pequeña construcción industrial junto a lo que parecía un pueblo. Una fina línea recta recorría de un lado a otro la parte inferior de algunas de las fotografías: una vía de ferrocarril.
– Eso es Winslow -contestó Hoyle. Extendió dos mapas convencionales, uno al lado del otro, delante de Louis y Ángel-. Mírenlos. ¿Ven alguna diferencia entre los dos?
Ángel los examinó. En uno, la localidad de Winslow aparecía marcada con toda claridad; en el otro, no se veía la menor señal del pueblo.
– El primer mapa es de la década de los setenta. El segundo es de hace sólo un año o dos. Winslow ya no existe como pueblo. Allí no vive nadie. Antes había cerca una mina de talco…, es lo que se ve al este en algunas de las fotos. Era propiedad de la familia Leehagen, pero cerró en los años ochenta. La gente empezó a marcharse y Leehagen fue comprando las casas desocupadas. Los que no quisieron irse fueron obligados a hacerlo. Les pagó, desde luego, y en ese sentido fue todo limpio, pero les dejaron muy claro qué les pasaría si no se iban. Ahora es todo una única propiedad particular, situada al nordeste de la casa de Leehagen. ¿Sabe usted algo sobre la extracción del talco?
– No -respondió Louis.
– Tiene su lado desagradable. Los mineros trabajan expuestos al polvo del amianto tremolita. Muchas de las compañías implicadas sabían que el talco contenía amianto, las de Leehagen incluidas, pero optaron por no informar a sus empleados de su presencia ni de la incidencia de enfermedades relacionadas con el amianto en sus minas. Me refiero sobre todo a cicatrices en los pulmones, silicosis y casos de mesotelioma, que es un cáncer poco común relacionado con él amianto. Incluso aquellos que no trabajaban directamente en la extracción empezaron a desarrollar problemas pulmonares. Los Leehagen se defendieron negando que el talco industrial contuviera amianto o implicará un riesgo de cáncer, cosa que, según creo, es mentira. Esa sustancia acababa en los lápices de cera de los niños, y ya saben ustedes lo que hacen los niños con los lápices, ¿no? Se los meten en la boca.
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