Ahora habían intervenido las circunstancias y, en cierto modo, Louis estaba una vez más al servicio de Gabriel, pero esta vez como vengador suyo. El problema era que su deseo de actuar, de golpear, de liberar parte de esa energía contenida, lo había vuelto imprudente. Se estaban precipitando en la operación contra Leehagen. Su información sobre él presentaba demasiadas lagunas y, debido a eso, los factores de riesgo eran muchos.
Por lo tanto, Ángel rompió una regla cardinal. Confió en otro. No lo contó todo, pero sí lo suficiente como para que, si las cosas se ponían feas, alguien supiera adónde ir a buscarlos y a quién castigar.
Esa noche cenaron en la esquina de River con Amsterdam. Fue una cena tranquila, incluso para ellos. Después tomaron una cerveza en Pete's, cuando en el local no quedaban ya oficinistas ni se servían aperitivos gratis, y vieron sin mucho interés cómo los Celtics ganaban a los Knicks en un partido de rutina. Para distraerse, Ángel contó el número de personas que usaban desinfectante de manos, y se detuvo cuando amenazaba ya con alcanzar las dos cifras. Desinfectante de manos: adónde iba a parar esa ciudad, se preguntó. Entendía la lógica del fenómeno. No todo el mundo que utilizaba el metro era de una limpieza irreprochable, y él más de una vez, después de coger un taxi, había tenido que llevar la ropa a la tintorería sólo para eliminar el hedor. Pero, francamente, no le quedaba muy claro que una botellita de un ligero desinfectante de manos fuera la solución.
En la ciudad se criaban cosas capaces de sobrevivir a un ataque nuclear, y no sólo cucarachas. Según había leído Ángel, habían detectado el virus de la gonorrea en el canal Gowanus. En cierto sentido, no era de extrañar: lo único que no se podía encontrar en el canal Gowanus eran peces, o al menos peces que uno pudiese comerse y sobrevivir más de un día o dos, pero ¿qué grado de suciedad debía alcanzar un cauce de agua para contraer una enfermedad venérea?
Normalmente habría compartido estos pensamientos con su compañero, pero Louis estaba en otra parte, siguiendo la marcha del partido con la mirada pero con la mente centrada en estrategias muy distintas. Ángel apuró la cerveza. A Louis aún le quedaba medio vaso, pero había más vida en el Gowanus que en él.
– ¿Nos vamos? -preguntó Ángel.
– Bueno -dijo Louis.
– Podemos ver el final del partido si quieres.
Louis desvió la mirada con pereza hacia él.
– ¿Hay un partido?
– Supongo que sí, en algún sitio.
– Ya, en algún sitio.
Recorrieron las calles vivamente iluminadas, uno al lado del otro, juntos pero alejados. Frente a un bar en la esquina de la Setenta y Cinco, unos chicos de la marina piropeaban a las jóvenes que pasaban por allí, arrancando sonrisas y miradas asesinas en igual medida. Uno de los marineros, de pie en la puerta del bar, tenía un cigarrillo apagado entre los labios. Se palpó los bolsillos en busca de un encendedor o de cerillas, y luego, alzando la vista, vio acercarse a Ángel y Louis.
– Amigo, ¿tienes fuego? -preguntó.
Louis se metió la mano en el bolsillo y sacó un Zippo metálico. Un hombre, opinaba, nunca debía ir sin encendedor y sin arma. Lo abrió y lo encendió, y el marinero protegió instintivamente la llama con la mano izquierda.
– Gracias -dijo.
– De nada -contestó Louis.
– ¿De dónde eres? -preguntó Ángel.
– De Iowa.
– ¿Y qué demonios hace un hombre de Iowa en la marina?
El marinero se encogió de hombros.
– Pensé que me vendría bien ver un poco de mar.
– Ya, en Iowa mucho mar no hay -comentó Ángel-. ¿Y aún no has visto suficiente mar?
El marinero pareció sucumbir al desaliento.
– Amigo, he visto mar de sobra para toda la vida. -Dio una larga calada al cigarrillo y taconeó en el suelo con el lustroso zapato negro.
– Mejor Terra firma que terror firme, ¿eh? -dijo Ángel.
– Y que lo digas. Gracias por el fuego.
– No hay de qué -dijo Louis.
Ángel y él siguieron adelante.
– ¿Qué induce a alguien a alistarse en la marina? -preguntó Ángel.
– Y yo qué sé. Iowa. De pronto un hombre sólo ha visto el mar en foto y decide que es lo suyo. Soñadores, chico. Olvidan que algún día hay que despertar.
Y en ese momento su silencio casi se volvió más amigable, y Ángel se resignó a lo que estaban haciendo, porque también él era un soñador.
La mies es mucha y los obreros pocos.
Mateo 9, 37
La reunión se celebró en uno de los comedores privados de un club entre las avenidas Park y Madison, a un paso del Guggenheim y su última exposición. En la entrada, ningún cartel indicaba el carácter del establecimiento, quizá porque no hacía falta. Quienes necesitaban conocer su ubicación ya sabían dónde encontrarlo, e incluso un observador circunstancial se habría dado cuenta de que aquél era un lugar caracterizado por su exclusividad: si uno debía preguntar qué era, significaba que no tenía nada que hacer allí, ya que la respuesta, si la recibía, sería del todo ajena a sus circunstancias.
El carácter preciso de la exclusividad del club era difícil de definir. Se había inaugurado hacía menos que otras instituciones similares de los alrededores, aunque no por eso carecía de historia ni mucho menos. Debido a su relativa juventud, nunca había rechazado a un posible miembro por su raza, sexo o credo. Tampoco una gran riqueza era prerrequisito para ser aceptado, y de hecho algunos de sus miembros habrían pasado apuros para pagar una ronda en una institución menos tolerante con los ocasionales problemas de insolvencia de sus socios. El club aplicaba más bien una política que podría describirse sin faltar a la verdad como un proteccionismo razonablemente benévolo, basado en la idea de que era un club que existía para aquellos a quienes no les gustaban los clubes, ya fuera por una inclinación inherentemente antisocial, o bien porque preferían que los demás supiesen lo menos posible sobre sus actividades. En las zonas comunes estaban prohibidos los teléfonos de cualquier clase. La conversación se toleraba si se mantenía en un nivel de susurro audible sólo para murciélagos y perros. El comedor principal era uno de los lugares de la ciudad donde reinaba mayor silencio a las horas de las comidas, en parte porque estaba casi prohibida toda forma de comunicación verbal, pero más que nada porque los miembros, en su mayoría, preferían comer en los salones privados, donde tenían la certeza de que ningún asunto tratado allí saldría de aquellas cuatro paredes, ya que el club se enorgullecía de su discreción, incluso hasta la muerte. Los camareros eran casi sordos, mudos y ciegos. No había cámaras de seguridad; y no se llamaba a nadie por su nombre, a menos que alguien indicase su preferencia por tal familiaridad. En el carnet de miembro sólo constaba un número. Las dos plantas superiores contenían doce habitaciones decoradas con buen gusto, aunque sin lujos, para quienes decidían pasar la noche en la ciudad y no deseaban complicarse la vida con hoteles. Las únicas preguntas que se hacía a los huéspedes eran variaciones sobre determinados temas, como, por ejemplo, si les apetecía más vino o no, o si necesitaban ayuda para subir por la escalera hasta la cama.
Aquella noche en particular había ocho hombres, contando a Ángel y Louis, reunidos en lo que se conocía oficiosamente como «Salón presidencial», alusión a una famosa velada en que el ocupante del más alto cargo del país utilizó el salón para satisfacer diversas necesidades, entre las que comer era sólo una más.
Los ocho hombres cenaron en torno a una mesa circular, un menú a base de carne -venado y solomillo- acompañada de shiraz Dark Horse de Sudáfrica. Una vez recogida la mesa y servidos los cafés y los licores a quienes los pidieron, Louis echó el cerrojo y extendió los mapas y diagramas ante ellos. Explicó el plan una vez sin interrupciones. Mientras los seis invitados escuchaban con atención, Ángel escrutó sus rostros en busca de algún parpadeo o cualquier reacción que pudiese indicar que los demás compartían sus mismas dudas. No vio nada. Incluso cuando empezaron a hacer preguntas, eran meramente sobre cuestiones de detalle. Las razones de lo que iba a suceder no les importaban. Tampoco los riesgos, no más de lo necesario. Les pagaban bien por su tiempo y experiencia, y confiaban en Louis. Eran hombres acostumbrados a la lucha y entendían que su remuneración era generosa justo debido al peligro.
Читать дальше