John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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– Con el debido respeto, ¿eso qué tiene que ver con el asunto que nos atañe? -preguntó Louis.

– Verá, fue así como Leehagen consiguió vaciar Winslow. Ofreció acuerdos económicos a las familias, que en su mayoría tenían parientes que habían trabajado en las minas. Según esos acuerdos, Leehagen y sus descendientes quedaban libres de toda responsabilidad futura. Ató de manos a esa gente. Las cantidades que recibieron eran muy inferiores a las que posiblemente les habrían concedido si hubiesen estado dispuestos a llevar los casos a juicio, pero eran los años ochenta. Dudo que supiesen siquiera el origen de sus enfermedades, y la mayoría de ellos ya estaban muertos cuando, al cabo de una década o más, comenzaron a llegar a los tribunales los primeros casos de otros sitios. Esa clase de hombre es Leehagen. Aun así, resulta irónico que quizá su propio cáncer haya sido causado por las minas que lo enriquecieron. Mataron a su mujer -cuando Hoyle pronunció la palabra «mujer», una ligera mueca asomó a su rostro-… y ahora están matándolo a él. -Hoyle buscó otro mapa, éste del cauce de un río-. Después de vaciar el pueblo obtuvo permiso para cambiar el curso de un río de la zona, el Roubaud, por algún falso motivo medioambiental. En realidad, el cambio de curso le permitió aislarse. Hace las veces de foso. Sólo dos carreteras acceden a sus tierras cruzando el río. Más allá de la casa de Leehagen está el lago Fallen Elk, de modo que también tiene agua por detrás. Llenó el lecho del lago de rocas y alambradas para impedir el acceso a la casa desde allí, por lo que la única manera de llegar a sus tierras es atravesando uno de los dos puentes sobre el río.

Hoyle señaló los puentes en el mapa y luego recorrió con el dedo las carreteras que partían de ellos. Formaban un embudo invertido, cortadas en cuatro puntos por dos carreteras interiores que cruzaban la finca en línea paralela a la orilla oriental del lago.

– ¿Están vigilados? -preguntó Ángel.

– No de manera sistemática, pero todavía hay casas cerca. Leehagen tiene algunas alquiladas a las familias de los hombres que antes cuidaban de su ganado, o que trabajan en sus tierras. Un par de ellas son propiedad de personas que han llegado a un acuerdo con él. Se mantienen al margen de sus asuntos, y él les permite vivir donde siempre han vivido. Están básicamente en la carretera del norte. La carretera del sur es más tranquila. Por cualquiera de ellas es posible acercarse bastante a la casa de Leehagen, aunque la del sur sería una opción más segura. No obstante, si alguien diera la alarma, los dos puentes quedarían cerrados antes de que el intruso tuviese la oportunidad de escapar.

– ¿De cuántos hombres dispone?

– Cerca de él hay una docena o más, calculo. Se comunican dentro de la finca por medio de una red de alta frecuencia segura e independiente. Algunos son ex presidiarios, pero el resto son poco más que matones de pueblo.

– ¿Calcula? -preguntó Ángel.

– Leehagen es un recluso, igual que yo. A eso lo ha reducido la enfermedad. Lo que sé de sus actuales circunstancias lo he conseguido a un precio muy alto. -Pasó al siguiente punto-. Por otro lado está su hijo y heredero, Michael. -Hoyle buscó otra fotografía, ésta de un hombre de poco más de cuarenta años, que si bien se parecía vagamente a Leehagen padre en los ojos, pesaba mucho menos. Llevaba vaqueros y camisa de cuadros y sostenía una escopeta de caza en los brazos. A sus pies yacía un ciervo con cornamenta de ocho puntas, la cabeza apoyada en un tronco para que mirase hacia la cámara. Louis recordó al hombre a quien había matado en San Antonio, Jonny Lee. Si la memoria no lo engañaba, se parecía más a su padre-. Ésta es muy reciente -dijo-. Michael se ocupa de casi todos los aspectos del negocio, legales y no legales. Es el lazo de la familia con el mundo exterior. En comparación con su padre, es todo un bon vivant, pero a ojos de una persona normal vive casi tan recluido como él. Se aventura a salir un par de veces al año, pero por lo general es la gente la que va a él.

– Incluida su hija -señaló Louis.

– Sí -corroboró Hoyle-. También quiero que muera Michael. Por él le pagaré un suplemento.

Louis se reclinó en el asiento. Junto a él, Ángel callaba.

– Nunca he dicho que esto vaya a ser fácil -prosiguió Hoyle-. Si hubiese podido resolver el asunto sin involucrar a nadie ajeno a mi círculo, lo habría hecho. Pero me pareció que usted y yo teñíamos un interés común en acabar con Leehagen, y que usted podría salir airoso en lo que otros fracasaron.

– ¿Y aquí está todo lo que tiene? -preguntó Louis.

– Todo lo que puede serle útil, sí.

– Todavía no nos ha contado cómo empezó su conflicto con Leehagen -dijo Ángel.

– Me robó a mi esposa -contestó Hoyle-. O mejor dicho, a la mujer que podría haber sido mi esposa. Me la robó, y ella murió por eso. Trabajó en la mina colaborando en la administración. Leehagen consideró que sería bueno para ella ganarse la vida.

– ¿Todo esto es sólo por una mujer? -preguntó Ángel.

– Leehagen y yo somos rivales en muchos terrenos. Yo le llevé la delantera en reiteradas ocasiones. Al mismo tiempo, la mujer que yo amaba se distanció de mí. Se fue con Leehagen por despecho. Él no ha tenido siempre un aspecto tan repulsivo, debo añadir. Llevaba muchos años enfermo, incluso antes de apoderarse de él el cáncer. Con la medicación aumentó de peso.

– De modo que su mujer se fue con Leehagen…

– Y murió -concluyó Hoyle-. Para resarcirme, redoblé mis esfuerzos por arruinarlo. Di información sobre él a empresas de la competencia, a delincuentes. Él se vengó. Yo volví al ataque. Ahora estamos donde estamos, aislados ambos en nuestras respectivas fortalezas, alimentando ambos un profundo odio mutuo. Quiero que esto termine. Incluso débil y enfermo, me molesta su existencia. Así que ésta es mi oferta: si lo mata, le pagaré quinientos mil dólares, con una gratificación de doscientos cincuenta mil si su hijo muere con él. En un gesto de buena fe, le pagaré doscientos cincuenta mil dólares del total por el padre en anticipo, y cien mil de la cantidad correspondiente al hijo. El resto quedará en depósito, pagadero una vez concluido el trabajo.

Volvió a guardar las fotografías y mapas en la carpeta, la cerró y la empujó suavemente hacia Louis. Después de una breve vacilación, Louis la aceptó.

La llamada arrancó a Michael Leehagen de su estupor. En bata, con los ojos legañosos y la voz ronca, se dirigió a trompicones hacia el teléfono:

– ¿Sí?

– ¿Qué ha hecho?

Michael reconoció la voz de inmediato. Al oírla se disiparon en él los últimos vestigios de sueño igual que si se hubiese plantado ante un huracán gélido y furioso.

– ¿A qué se refiere?

– El viejo. ¿Quién lo autorizó a ordenar su eliminación? -Michael percibió tal calma en la voz de Ventura que se le tensó la vejiga.

– ¿Autorizarme? Me autoricé yo mismo. Conseguimos su nombre a través de Ballantine. Él preparó lo de mi hermano y acababa de reunirse con Louis. Seguro que ahora ata cabos y viene aquí.

– Sí -coincidió Ventura-. Seguro que sí. Pero estas cosas no se hacen así. -Se lo notaba alterado, como si ésa no fuera una circunstancia prevista o deseada por él. Michael no lo entendía-. Antes debería haber hablado conmigo.

– Con el debido respeto, no es usted un hombre fácil de contactar.

– ¡En ese caso debería haber esperado a que yo lo llamase! -Esta vez la ira era evidente en la voz de Ventura.

– Lo siento -se disculpó Michael-. No vi ningún problema.

– No. -contestó Ventura. Michael lo oyó respirar hondo para serenarse-. Usted no podía saberlo. Puede que le convenga prepararse para alguna represalia si relacionan el atentado con usted. A cierta gente no va a gustarle.

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