– ¿Y Ventura? -preguntó Louis.
– No sé nada.
– Billy Boy conducía el coche el día que liquidamos al hijo de Leehagen.
– Soy consciente de ello.
– Ahora está muerto, y Ballantine ha desaparecido. Según Hoyle, ha muerto. Si esos asesinatos guardan relación con Leehagen, sólo quedamos tú y yo.
– Pues en ese caso, cuanto antes aclaremos todo esto, mejor para nosotros. -Gabriel se levantó-. Me pondré en contacto cuando tenga algo más -dijo-. Entonces podrás tomar una decisión definitiva.
Se marchó por donde había entrado. Louis permaneció en el asiento, reflexionando sobre lo que acababa de oír. Era más de lo que sabía antes de llegar, y sin embargo aún no bastaba.
Desde su posición en el tejado del garaje, Ángel siguió a Gabriel con la mirada. Vio al siniestro anciano cuando recorrió despacio el callejón; vio cuando llegó a la calle y miró a izquierda y derecha, como si no supiera qué camino lo atraía más; vio cómo un viejo Bronco con matrícula de otro estado pasó lentamente; vio los fogonazos en la oscuridad dentro del automóvil; vio cuando el anciano saltó hacia atrás y un salpicón de sangre brotó de su espalda al traspasarlo las balas; vio cuando se desplomó en el suelo y se formó un charco de sangre alrededor mientras la vida escapaba de él a cada débil latido de su corazón…
Lo vio, conmocionado, pero sin pesar.
– Vivirá. Por ahora.
Louis y Ángel habían vuelto a su apartamento. Era última hora de la tarde. La llamada había sido para Louis. Ángel no sabía quién era, y tampoco lo preguntó. Se limitó a escuchar cuando su amante repitió lo que le habían dicho.
– Es duro de pelar, ese viejo cabrón -comentó Ángel.
Su tono no transmitió el menor afecto. Louis lo advirtió.
– Él te habría dejado morir a ti si le hubiese convenido. No se lo habría pensado ni un momento.
– No, eso no es verdad -repuso Louis-. Un momento sí me lo habría dedicado.
Se detuvo ante la ventana, su cara reflejándose en el cristal. Ángel, hombre también herido, se preguntó cuánto más herido debía de estar Louis para conservar ese afecto por un ser como Gabriel. Quizá fuera verdad que todos los hombres amaban a sus padres, por horrendas que fueran las cosas que hacían a sus hijos: una parte de nosotros permanece siempre en deuda con los responsables de nuestra existencia. Al fin y al cabo, Ángel había llorado al conocer la muerte de su padre, y su padre lo había vendido a pederastas y depredadores sexuales por dinero para la bebida. A veces Ángel pensaba que precisamente por eso había llorado aún más, llorado por todo lo que su padre no había sido tanto como por lo que era.
– Si es verdad lo que dice Hoyle, Leehagen encontró a Ballantine -reflexionó Louis-. A lo mejor Ballantine delató a Gabriel.
– Creía que sabía protegerse -dijo Ángel.
– Y así era, pero ellos se conocían, y probablemente sólo había una capa, un parachoques, entre Ballantine y Gabriel, si es que había algo. Por lo visto, Leehagen lo encontró, y a partir de ahí estableció la última conexión.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Ángel.
– Iremos a ver a Hoyle otra vez, y luego mataré a Leehagen. De lo contrario esto no acabará nunca.
– ¿Lo haces por ti o por Gabriel?
– ¿Eso importa? -contestó Louis.
Y si en ese momento Gabriel hubiera estado allí presente, habría visto algo del antiguo Louis, aquel a quien él había dado vida a fuerza de atención y paciencia, algo que emitía un siniestro resplandor.
Benton llamó desde una cabina de Roosevelt Avenue.
– Ya está -anunció.
Le dolían la muñeca y el hombro, y estaba seguro de que éste le sangraba otra vez. Se lo notaba húmedo y caliente. No debería haberse prestado a disparar contra el viejo, no después de las heridas recibidas en el taller, pero estaba furioso y deseaba compensar su fracaso anterior.
– Bien -dijo Michael Leehagen-. Ya puedes volver a casa.
Colgó el teléfono y recorrió el pasillo hasta la habitación donde dormía su padre. Michael lo contempló por unos minutos, pero respetó su sueño. Le comunicaría lo sucedido cuando despertara.
Michael ignoraba quién era en realidad el anciano. Ballantine había hablado de él de una manera muy vaga. Bastaba con saber que había intervenido en el asesinato de su hermano y que acababa de reunirse con Louis, el responsable directo de la muerte de su hermano. El atentado contra su vida sería un incentivo más para que Louis devolviera el golpe, una razón más para que viajara al norte. Por fin, Michael había empezado a entender el razonamiento de su padre: la sangre pedía sangre, y debía derramarse allí donde yacía su hermano, que aún no descansaba en paz. Seguía pensando que su padre sobre-valoraba la amenaza potencial que representarían Louis y su compañero una vez atraídos al norte, y que no había necesidad de involucrar al tercero, el cazador, el tal Ventura, pero fue imposible disuadir a su padre, y Michael había abandonado la discusión incluso antes de empezar. Daba igual. Era el dinero de su padre y, en último extremo, la venganza de su padre. Michael se avendría a los deseos del anciano, porque lo quería mucho, y cuando muriera, todo lo que en su día fue de él pasaría a manos de su hijo.
Por más que Michael Leehagen fuese un rey en ciernes, era leal al viejo soberano.
Ángel y Louis se presentaron en el edificio de Hoyle sin previo aviso. Simplemente entraron en el vestíbulo al final del día y pidieron a un miembro del servicio de seguridad que informase a Simeon de que el señor Hoyle tenía visita. El vigilante no pareció alarmarse por la solicitud. Ángel supuso que como Hoyle residía en el edificio, y además era reacio a enfrentarse con el mundo en las condiciones impuestas por éste, los vigilantes se habían habituado al tráfico humano a horas intempestivas.
– ¿Qué nombre doy? -preguntó el vigilante.
Sin contestar, Louis se colocó bajo la lente de la cámara más cercana, y mostró claramente el rostro.
– Creo que ya sabrá quiénes somos -dijo Ángel.
El vigilante avisó por el intercomunicador. Pasaron tres minutos. Una mujer atractiva con una ajustada falda negra y blusa blanca cruzó el vestíbulo y echó a Louis una mirada ponderativa. Casi de manera imperceptible, excepto para Ángel, Louis cambió de postura.
– Te has pavoneado -afirmó Ángel.
– No creo.
– Sí, te has erguido. Te las has dado de hetero. Te has deshomose-xualizado.
La puerta del ascensor privado se abrió en el vestíbulo y el vigilante les indicó que entraran. Se dirigieron hacia allí.
Louis se encogió de hombros.
– A un hombre le gusta que lo valoren.
– Creo que estás confuso sobre tu sexualidad.
– Tengo buen ojo para la belleza -dijo Louis. Tras un breve silencio, añadió-: Y ella también.
– Ya -convino Ángel-. Pero nunca te querrá tanto como te quieres tú.
– Es una cruz -respondió Louis mientras se cerraban las puertas. -A mí me lo vas a contar.
Cuando llegaron al ático de Hoyle, en el recibidor sólo los esperaba Simeon. Vestía pantalón negro y camisa negra de manga larga. Esta vez llevaba el arma bien visible: una Smith & Wesson 5906, enfundada en una pistolera Horseshoe.
– ¿Hecha a medida? -preguntó Louis.
– Maryland -contestó Simeon-. Hice limar los salientes.
Extrajo la pistola con suavidad y rapidez y la sostuvo en alto para que vieran los contornos rebajados de las miras delantera y trasera, la palanca del cargador, la guarda del gatillo y el percutor. La exhibición supuso un sorprendente gesto de vanidad por parte de Simeon -hasta el punto de que Ángel jamás habría esperado algo así de un hombre como él-, y una advertencia: habían llegado sin cita previa, y a altas horas. Simeon los trataba con cautela.
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