– En ese sobre hay mil d ó lares -dijo Gabriel-. Tambi é n hay una tarjeta con un n ú mero de tel é fono. Estoy localizable en ese n ú mero a cualquier hora del d í a o la noche. Piensa en mi ofrecimiento, pero recuerda lo que te he dicho: no puedes volver a casa. Tienes que irte de aqu í , tienes que irte muy, muy lejos, y luego tienes que decidir qu é har á s cuando esos hombres te encuentren. Porque no te quepa duda de que dar á n contigo.
Louis cerr ó el sobre y abandon ó la sala. Gabriel no lo sigui ó . No era necesario. Sab í a que el chico se marchar í a de aquel pueblo. En caso contrario, Gabriel se habr í a equivocado con é l y de todos modos no le servir í a. El dinero daba igual. Gabriel confiaba en su propio criterio. Recuperar í a ese dinero con creces.
Tras salir en libertad, Louis regres ó con su abuela a la caba ñ a del bosque. No hablaron, pese a que era una caminata de casi cuatro kil ó metros. Cuando llegaron, Louis llen ó una bolsa con ropa y alg ú n que otro recuerdo de su madre -fotos, una o dos joyas que le hab í a dejado-, y luego sac ó doscientos d ó lares del sobre y escondi ó los billetes en distintos bolsillos, en una raja en la cinturilla del pantal ó n, y en uno de los zapatos. El resto lo dividi ó en dos montones, se meti ó el m á s peque ñ o en el bolsillo anterior derecho del vaquero y el otro volvi ó a guardarlo en el sobre. A continuaci ó n dio un beso de despedida a las mujeres que lo hab í an criado, entreg ó el sobre con los quinientos d ó lares a su abuela y recurri ó al se ñ or Otis para que lo llevara en su furgoneta a la estaci ó n de autobuses. Por el camino le pidi ó que hiciera s ó lo un alto. Aunque reacio a complacerlo, el se ñ or Otis vio en el chico lo mismo que hab í a visto Wooster, y tambi é n Gabriel, y comprendi ó que no deb í a contrariarlo, ni con aquello ni con ninguna otra cosa. As í que el se ñ or Otis se detuvo nada m á s pasar el bar de Little Tom, ocult ó la furgoneta entre los arbustos que flanqueaban la carretera y observ ó al chico encaminarse hacia el aparcamiento de tierra y perderse de vista.
El se ñ or Otis empez ó a sudar.
Little Tom alz ó la vista del peri ó dico abierto sobre la barra. No hab í a clientes que lo distrajesen, todav í a no, y por la radio daban un partido de f ú tbol. Le gustaban aquellos momentos de calma. Durante el resto de la noche servir í a bebidas y charlar í a de banalidades con sus clientes. Hablar í an de deportes, del tiempo, de las relaciones de los hombres con sus mujeres (ya que en el bar de Little Tom las mujeres no importunaban, no m á s que los negros, y por eso el local era refugio de cierta clase de hombres). Little Tom entend í a el papel que desempe ñ aba su bar: all í no se tomaban decisiones de gran trascendencia, ni se desarrollaban conversaciones de la menor importancia. No hab í a altercados, porque Little Tom no los tolerar í a, ni borracheras, porque Little Tom tampoco las aprobaba. Cuando un hombre hab í a consumido lo que Little Tom consideraba « suficiente » , lo obligaba a seguir su camino aconsej á ndole que condujera con prudencia y evitara las discusiones al llegar a casa. Rara vez era necesaria la presencia de la polic í a en el local de Little Tom. Manten í a buenas relaciones con los patriarcas del pueblo.
Esto no obstaba para que, como muchos hombres que practicaban una versi ó n p ú blica y superficial de lo que consideraban una forma de vida razonable, Little Tom fuese un pedazo de animal, una criatura de apetitos violentos y soeces, sexualmente incontinente y rebosante de desprecio por todos aquellos distintos de é l: las mujeres, en particular las que se negaban a tocarlo a menos que hubiese dinero por medio; los jud í os, aunque no conoc í a a ninguno; los creyentes de cualquier tendencia o credo liberal; los polacos, los irlandeses, los alemanes y los de cualquier nacionalidad que hablaran el ingl é s con acento o tuvieran apellidos que Little Tom no pod í a pronunciar f á cilmente, y toda la gente de color sin excepci ó n.
Y ahora, desde el umbral del bar, un joven negro miraba a Little Tom mientras é l le í a el peri ó dico. Little Tom no sab í a cu á nto tiempo llevaba all í de pie aquel muchacho, pero fuera el tiempo que fuese, era demasiado.
– Sigue tu camino, chico -dijo Little Tom-. Este no es lugar para ti.
El chico no se movi ó . Little Tom se irgui ó y se dirigi ó hacia la trampilla de la barra, que estaba levantada. De paso, agarr ó el bate que guardaba debajo de la barra. All í Little Tom ten í a tambi é n una escopeta, pero supuso que al negro le bastar í a con ver el bate.
– ¿ No me has o í do? Largo de aqu í .
El chico habl ó .
– S é lo que hiciste -dijo.
Little Tom se detuvo. La serenidad del chico lo puso nervioso. Manten í a un tono ecu á nime, y no hab í a parpadeado desde el momento en que Little Tom advirti ó su presencia, ni una sola vez. Su mirada parec í a traspasar el cr á neo de Little Tom y pasearse como una ara ñ a por la superficie de su cerebro.
– ¿ A qu é demonios te refieres?
– S é lo que le hiciste a Errol Rich.
Little Tom sonri ó . La sonrisa se ensanch ó despacio, extendi é ndose como una mancha de aceite. As í que se trataba de eso: un chico de color, un negro de mierda, dej á ndose arrastrar por la ira. Pues bien, Little Tom sab í a c ó mo tratar con negros incapaces de medir sus palabras cuando estaban delante de un blanco.
– Recibi ó su merecido -afirm ó Little Tom-. Y t ú est á s a punto de recibirlo tambi é n.
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