John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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Louis regaló una vez a Ángel una preciosa chaqueta de Brioni, y la prenda había languidecido en el armario durante años. Cuando Louis por fin se lo planteó abiertamente, Ángel explicó que era demasiado cara para ponérsela, y él no era de los que vestían ropa cara. En ese momento Louis no entendió la respuesta, y no estaba muy seguro de entenderla ahora mucho mejor, pero desde entonces había aprendido a morderse la lengua cuando Ángel le mostraba sus últimas adquisiciones para su aprobación, a menos que se tratara de una provocación más allá de los límites de la tolerancia de un mortal. Ángel, por su parte, había empezado a aprender que una ganga no era una ganga si nadie era capaz de mirarla sin gafas de sol o un antiemético. Por lo tanto, habían llegado a una especie de acuerdo.

Ahora, mientras Ángel estaba en su taller, con la mirada perdida, ante los componentes electrónicos esparcidos sobre la mesa, Louis se hallaba en un despacho anónimo a diez manzanas de allí, frente a la pantalla de un ordenador, preguntándose si no sería mejor ocuparse él solo de Leehagen, dejando al margen a Ángel. La idea duró tanto como un insecto en un horno. Ángel no lo aceptaría. Sin embargo, a diferencia de Ángel, Louis tenía un único propósito: cazar, proporcionar la solución final a cualquier problema. Disfrutaba con eso. Desde la aparición de la amenaza de Leehagen se había sentido más vivo que en cualquier otro momento del último año. Viejos músculos volvieron a la vida, viejos instintos se pusieron otra vez en primer plano. Él y las cosas y las personas que le importaban estaban en peligro, pero se sentía capaz de atajar y neutralizar la amenaza. Ángel permanecería a su lado, pero no compartiría el placer de Louis en lo que estaba por venir, y Louis procuraría ocultar el suyo lo mejor posible. No era el placer de matar, se dijo, sino el placer de un artesano en el ejercicio de sus habilidades. Sin esa oportunidad era un simple mortal, y a Louis no le gustaba ser un «simple» nada.

Encendió el ordenador y empezó a seguir el rastro de Arthur Leehagen.

Gabriel estaba sentado en la sala de observaci ó n de Wooster. El chico era alto, aunque quiz á demasiado delgado, pero eso ya cambiar í a. Ya era apuesto, y lo ser í a a ú n m á s. Pose í a una serenidad que era buena se ñ al. Pese a las horas de interrogatorio, manten í a la cabeza en alto. Ten í a en los ojos una expresi ó n despierta y vigilante. Parpadeaba poco.

Transcurridos un par de minutos, cambi ó ligeramente de postura. Se puso tenso y lade ó la cabeza, como un animal que presiente la proximidad de otro pero no ha decidido a ú n si representa una amenaza. Sab í a que alguien lo observaba y que ya no era Wooster.

Gabriel se inclin ó en el asiento, toc ó el cristal y fue delineando con los dedos la cabeza, los p ó mulos y el ment ó n del chico, como un criador al verificar las cualidades de un purasangre. S í , pens ó , tienes el potencial para convertirte en lo que necesito.

Hay un Hombre de la Guadaña en ti.

Gabriel sab í a que la gran mayor í a de los hombres no eran asesinos natos. Si bien es verdad que muchos se cre í an capaces de matar, y era posible condicionar a hombres para ser asesinos, pocos nac í an con esa capacidad innata para quitar la vida a otro. Se sabe, de hecho, que a lo largo de la historia muchos hombres en combate han demostrado un claro rechazo a matar, y algunos incluso se han negado a hacerlo cuando peligraba su propia vida, o la vida de sus compa ñ eros. Se calcula que durante la segunda guerra mundial no m á s del quince por ciento de todos los fusileros norteamericanos en combate dispararon realmente sus armas contra el enemigo. Algunas disparaban a un lado o hacia arriba, si es que disparaban. Otros asum í an tareas auxiliares tales como llevar mensajes, transportar munici ó n e incluso rescatar a otros soldados heridos bajo el fuego, a veces corriendo un riesgo mucho mayor que el que habr í a representado quedarse en sus puestos y utilizar las armas. Dicho de otro modo, no era una cuesti ó n de cobard í a, sino consecuencia de una oposici ó n innata en los humanos a matar a los de su propia especie.

Todo eso cambiar í a, claro est á , con las mejoras en el condicionamiento de los soldados para matar. Pero una cosa era el condicionamiento y otra encontrar al hombre para el que no hac í a falta un condicionamiento. En momentos de miedo o ira, los seres humanos dejan de pensar con el prosenc é falo, que es, de hecho, el primer filtro intelectual contra el asesinato, y empiezan a pensar con el mesenc é falo, su faceta animal, que act ú a como un segundo filtro. Si bien, seg ú n algunos, en esta etapa interven í a el mecanismo de « lucha o huida » , el espectro de respuestas era en realidad mucho m á s complejo: luchar o huir era la ú ltima alternativa, una vez descartados el fingimiento o la sumisi ó n.

La superaci ó n de ese segundo filtro era uno de los objetivos del condicionamiento, pero algunas personas carec í an del filtro del mesenc é falo. Era el caso de los soci ó patas, y la finalidad del condicionamiento era, en cierto sentido, crear un seudosoci ó pata, uno al que pudiera controlarse, uno que obedeciera la orden de luchar y matar. El soci ó pata no obedec í a ó rdenes y por tanto escapaba a todo control. Un soldado instruido de forma debida y condicionado era un arma en s í mismo. En ese proceso, l ó gicamente, se perd í a algo bueno, quiz á s incluso la mejor parte del ser humano en cuesti ó n: era la comprensi ó n de que no existimos s ó lo como entidades independientes, sino que somos parte de un todo colectivo y cada muerte es una merma para ese todo y, por extensi ó n, para nosotros mismos. En la instrucci ó n militar, esa comprensi ó n deb í a anularse, esa conciencia deb í a cauterizarse. El problema era que, como los primeros procedimientos quir ú rgicos de la antig ü edad, este proceso de cauterizaci ó n se basaba en un conocimiento insuficiente de la mec á nica del ser humano.

El miedo a la muerte o al da ñ o f í sico no era la principal causa del colapso mental en combate: se hab í a descubierto que é ste, de hecho, se contaba entre los factores menos importantes. Tampoco lo era el agotamiento, aunque pod í a contribuir. M á s bien era la carga de matar, y de matar de cerca y saber que era tu bala o tu bayoneta la que hab í a puesto fin a una vida. En la marina no se daban bajas psiqui á tricas en igual medida ni mucho menos. Tampoco entre los pilotos de bombardero que descargaban a gran altura sobre ciudades que quiz á s estuvieran, desde su lejana posici ó n, totalmente deshabitadas. La diferencia estribaba en la proximidad, en la, a falta de una palabra mejor, intimidad. Hablamos de la muerte o í da y olida y saboreada y palpada. Hablamos de enfrentarse a la agresividad y la hostilidad de otro dirigidas por entero contra uno mismo, y de reconocer a la vez la propia agresividad y el propio odio.

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