El arma de Louis habl ó , y de un orificio en el pecho de Griggs empez ó a manar sangre oscura. Louis dio un paso al frente a la vez que apretaba otra vez el gatillo, y el segundo disparo alcanz ó a Griggs en un lado del cuello mientras ca í a de espaldas, casi llev á ndose a Alderman Rector consigo. Alderman descerraj ó un tiro con la peque ñ a calibre 22, pero la bala se desvi ó y rompi ó el cristal de la ventana a la derecha de Louis. El arma ya no temblaba en su mano, y los siguientes tres disparos impactaron en un estrecho c í rculo no mayor que el pu ñ o cerrado de un hombre en el centro del torso de Alderman. Este dej ó caer la pistola y, con la mano derecha en las heridas, se volvi ó en un intento de buscar apoyo en la pared. Consigui ó dar un par de pasos antes de que le fallaran las piernas y cayera de bruces. Gimi ó al sentir la presi ó n sobre las heridas. A continuaci ó n comenz ó a arrastrarse por el suelo, ayud á ndose con las manos y usando el cad á ver de Griggs para empujarse con los pies. Oy ó unos pasos tr a s de s í . Louis dispar ó la ú ltima bala en la espalda de Alderman, y é ste dej ó de moverse.
Louis mir ó el arma que sosten í a en la mano. Ten í a la respiraci ó n acelerada y el coraz ó n le lat í a con tal fuerza que le dol í a. Regres ó a su habitaci ó n, se visti ó e hizo la maleta. No tard ó mucho, pues en realidad nunca la hab í a deshecho, consciente de que llegar í a la hora en que, si sobreviv í a, tendr í a que marcharse otra vez. Volvi ó a cargar el rev ó lver por si acaso aquellos hombres no iban solos; luego pas ó por encima de los dos cad á veres y recorri ó el pasillo. Abri ó la puerta y aguz ó el o í do, despu é s ech ó una ojeada al patio. No se mov í a nada. Abajo, en el aparcamiento, vio un Ford destartalado, con las dos puertas delanteras abiertas, pero no hab í a nadie dentro.
Louis corri ó escalera abajo y, nada m á s doblar la esquina, recibi ó un pu ñ etazo en plena sien izquierda. Se desplom ó , cegado por el dolor. Mientras ca í a, intent ó levantar el rev ó lver, pero ya en el suelo not ó en la mano el peso de una bota que se la inmoviliz ó y le pis ó los dedos hasta que solt ó el arma. Unas manos lo agarraron de la pechera de la camisa y lo pusieron en pie de un tir ó n; luego, a empujones, lo obligaron a doblar de nuevo la esquina y retroceder hasta que not ó el primer pelda ñ o de la escalera en las pantorrillas. Se sent ó y vio claramente, por primera vez, al hombre que lo hab í a atacado. Era blanco, de metro ochenta, con el pelo al cepillo igual que un polic í a o un soldado. Vest í a traje oscuro, corbata negra y camisa blanca. Ten í a la tela salpicada de alguna que otra gota de sangre de Louis.
Detr á s de é l estaba Gabriel.
A Louis se le empa ñ aron los ojos, pero no quer í a que esos hombres pensaran que lloraba.
– Est á n muertos -dijo.
– S í -confirm ó Gabriel-. Claro que s í .
– Usted los ha seguido hasta aqu í .
– Me enter é de que ven í an de camino.
– Y no los detuvo.
– Ten í a fe en ti. Y no me equivocaba. No necesitabas a nadie m á s, pod í as ocuparte de ellos t ú solo.
Louis oy ó unas sirenas a lo lejos que se acercaban.
– ¿ Cu á nto tiempo crees que conseguir á s eludir a la polic í a? -pregunt ó Ga briel-. ¿ Un d í a? ¿ Dos?
Louis no contest ó .
– Mi oferta sigue en pie -continu ó Gabriel-. De hecho, a ú n m á s que antes, despu é s de la peque ñ a demostraci ó n de tus aptitudes que hemos visto esta noche. ¿ Qu é me dices? ¿ La c á mara de gas en San Quint í n o yo? Deprisa. Se acaba el tiempo.
Louis observ ó con atenci ó n a Gabriel, pregunt á ndose c ó mo se las hab í a arreglado para estar all í en el momento justo, y consciente de que esa noche hab í a sido una prueba pero sin saber muy bien hasta qu é punto la hab í a urdido Gabriel. Alguien ten í a que haber dicho a esos hombres d ó nde encontrarlo. Alguien lo hab í a delatado. Aunque, claro, pod í a ser una coincidencia.
Pero Gabriel estaba all í . El sab í a que esos hombres iban por é l, y esper ó a ver qu é ocurr í a. Ahora le ofrec í a ayuda, y Louis no ten í a muy claro si era de fiar.
Y Gabriel le devolvi ó la mirada, y le ley ó el pensamiento.
Louis se puso en pie. Dirigi ó un gesto de asentimiento a Gabriel, recogi ó su bolsa de viaje y lo sigui ó al coche. El conductor se qued ó con el rev ó lver y Louis no volvi ó a verlo jam á s. Cuando lleg ó la polic í a, ya iban rumbo al norte, y el chico que hab í a trabajado en la casa de comidas, el que hab í a dejado dos muertos en el suelo del edificio del se ñ or Vasich, ya no exist í a, salvo en un rinc ó n diminuto y oculto de su propia alma.
Partieron hacia el norte después de desayunar. Nadie los siguió. Al abandonar la ciudad, Louis empleó todas las tácticas de evasión que había aprendido -paradas repentinas, cambios de sentido, el uso de calles sin salida y carreteras tortuosas en zonas residenciales-, pero ni Ángel ni él detectaron una sola pauta en los vehículos detrás de ellos. Al final, los dos se convencieron de que habían salido de la ciudad sin ser objeto de atención no deseada.
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