John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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Llegaron al primer desvío cuando el indicador del salpicadero marcaba veinticinco kilómetros: un rótulo advertía propiedad privada. Esa carretera conducía al primer puente del Roubaud. Louis aminoró la marcha. A su derecha, una linterna destelló una vez entre los árboles: Lynott y Marsh, dando a conocer su presencia. Louis y Ángel siguieron por la carretera otros cinco kilómetros hasta llegar al segundo puente. Otra vez vieron una señal desde algún lugar en la espesura: Blake y Weis.

Mientras tanto, los Endall habían entrado en la propiedad de Leehagen al amparo de la oscuridad poco después de las doce de la noche e ido a pie hasta las ruinas de las antiguas vaquerizas, desde donde debían vigilar la casa de Leehagen y aguardar la llegada de Ángel y Louis. Al igual que con las tres parejas principales, era imposible comunicarse con ellos una vez iniciada la operación. No importaba. Todos sabían lo que tenían que hacer. Los teléfonos habrían sido útiles, pero no eran una opción, allí no.

Los únicos que aún no habían ocupado su puesto eran Hara y Harada. Seguían en Massena, y sólo se pondrían en marcha a la hora acordada previamente, tan pronto como Ángel y Louis hubiesen penetrado en la propiedad de Leehagen, a fin de evitar que el pequeño convoy de coches llamara la atención y alertara sobre lo que estaba a punto de ocurrir.

Una vez confirmada la presencia de los equipos en los puentes, Louis accedió a las tierras de Leehagen por el del sur. No vieron luces, no se cruzaron con ningún otro coche ni detectaron señal alguna de vida en la carretera. Alrededor, el paisaje era predominantemente boscoso, con árboles a ambos lados, pero en un par de ocasiones vieron claros abiertos por el hombre de cien metros de ancho como mínimo: eran los pastos de Leehagen. Al cabo de tres kilómetros se desviaron otra vez en dirección norte por un camino de tierra donde el bosque se hacía menos espeso hasta llegar a un viejo granero, marcado en uno de los mapas junto a una granja abandonada, y allí dejaron el coche. Estaban a menos de un kilómetro de la casa de Leehagen, y si seguían adelante en coche, se arriesgaban a poner sobre aviso a sus ocupantes, ya que reinaba un silencio absoluto.

Se armaron de Glocks y un par de metralletas Steyr TMP de 9 milímetros provistas de silenciadores y correas para llevar al hombro, y dejaron el resto de su arsenal móvil en el maletero. Aquello iba a ser una incursión asesina, rápida y brutal, y no preveían la necesidad de armas de más largo alcance. Las Steyr eran sencillas y eficaces: fáciles de manejar pese a su alcance real de no más de veinticinco metros; ligeras, con un peso sin carga de menos de un kilo doscientos; un retroceso limitado, y un índice cíclico de novecientas balas por minuto. Los dos se habían pertrechado de sendos cargadores de recambio de treinta balas para las Steyr, y también para las Glock.

Frente a ellos se hallaban las vaquerizas, unas estructuras de madera de una sola planta idénticas, pintadas de blanco. Cerca de allí, un moderno montacargas azul se elevaba por encima de los edificios más bajos. Ángel percibió en el aire el olor residual de los excrementos y la orina de las vacas, y cuando miró dentro de la primera vaqueriza, advirtió que no se había limpiado desde el sacrificio de los animales. Louis comprobó la vaqueriza de la derecha, y en cuanto se cercioraron de que las dos estaban vacías, siguieron adelante, utilizando los edificios para ocultarse hasta llegar al pie de una pequeña colina frente a la casa de Leehagen, a unos cuatrocientos metros al oeste.

Louis no se había planteado siquiera liquidar a Leehagen con un rifle de largo alcance, y tampoco lo habría hecho aun en el caso de que el viejo hubiese tenido más movilidad. No era una de sus especialidades, y menos aun desde la lesión que sufrió en la mano izquierda cuando estaban en Louisiana con Parker unos años atrás. Pero, incluso de tener la opción, le habría sido imposible saber si Leehagen estaría en condiciones de salir a tomar el aire esa mañana en particular, y además se habría visto obligado a prever las condiciones meteorológicas. Al fin y al cabo, a un hombre enfermo difícilmente iban a pasearlo en silla de ruedas por sus tierras si hacía frío, y el pronóstico del tiempo anunciaba lluvias torrenciales. Pero además debía ocuparse del hijo. Louis quería acabar también con él. Si mataba al padre y dejaba vivo al hijo, la vendetta continuaría. Había que eliminar a los dos al mismo tiempo. Eso implicaba matarlos en la casa, que entrasen Louis y Ángel mientras los Endall los cubrían. Lo harían con el mayor sigilo posible, usando silenciadores para reducir el riesgo de que los disparos atrajeran una atención no deseada, pero Louis sabía que quizá pecaba de optimista al concebir tales esperanzas. Dudaba mucho de que pudieran llegar y marcharse pasando totalmente inadvertidos y no descartaba ni mucho menos la posibilidad de salir a tiros de las tierras de Leehagen. Al menos no tendrían que hacerlo solos, y los hombres de Leehagen no estarían a la altura de sus diez armas.

– ¿Dónde se han metido? -susurró Ángel.

Louis volvió a mirar hacia las vaquerizas vacías. Era allí donde debían reunirse, pero aún no había señales de los Endall.

– Mierda -dijo Louis entre dientes. Consideró las opciones-. Vamos a echar un vistazo a la casa, para ver si hay movimiento.

– ¿Cómo? -preguntó Ángel-. ¿No irás a seguir adelante sin ellos?

– No voy a hacer nada todavía. Sólo quiero ver la casa.

Esta vez fue Ángel quien maldijo, pero subió a lo alto de la colina tras los pasos de Louis. Ante ellos apareció la casa, rodeada de una cerca de estacas blancas. Una lámpara iluminaba tenuemente una de las ventanas del piso superior, pero por lo demás todo estaba en calma. Detrás de la casa, el lago era una mancha más oscura que se extendía hacia montes invisibles. Louis se llevó unos prismáticos a los ojos y recorrió la propiedad con la vista. Ángel, a su lado, hizo lo mismo, si bien dedicó más atención a los edificios vacíos detrás de él que a la casa, de manera que incluso mientras miraba hacia el norte, permanecía alerta a los sonidos procedentes del sur.

Observaron durante cinco minutos, y los Endall seguían sin aparecer. Ángel empezaba a ponerse nervioso.

– Tenemos que… -empezó a decir Ángel, pero Louis lo obligó a callar levantando una mano.

– Esa ventana iluminada -dijo.

Ángel se acercó de nuevo los prismáticos a los ojos y apenas alcanzó a ver lo que había despertado el interés de Louis antes de que volvieran a correrse las cortinas blancas: una mujer junto a la ventana, y a continuación un hombre que la apartaba. Era rubia, y Ángel le había visto el rostro con toda claridad, aunque no más de un segundo.

Era Loretta Hoyle, la difunta hija de Nicholas Hoyle, al parecer regresada de entre los muertos.

– La última vez que la vimos estaban comiéndosela los cerdos, ¿no? -dijo Ángel.

– Exacto.

– Parece que le ha sentado bien.

Pero Louis ya se había puesto en pie.

– Nos han tendido una trampa -dijo-. Salgamos de aquí ahora mismo.

Lynott y Marsh estaban sentados en su Tahoe. Resultó que compartían ciertos gustos musicales, entre otras cosas. Marsh había llevado su iPod, y el equipo de música tenía una salida de MP3, así que ahora oían Voices de Stan Getz. Era un poco demasiado estándar para Lynott y no representaba, en su opinión, lo mejor de Getz, pero era una música relajada y se acomodaba a su estado de ánimo. Desde su posición, junto a un camino maderero, se veía cualquier coche que pasara ante ellos y parte del puente al otro lado de la carretera, pero permanecían invisibles entre los árboles. Sólo alguien que viniera a pie desde el oeste tendría ocasión de verlos, y sólo si se acercaba mucho. En caso de que eso ocurriese, la persona en cuestión tendría motivos para lamentar su proximidad.

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