John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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Se llenó los pulmones de aire preparándose para un sprint que podía proporcionarle un poco más de tiempo vital, y de pronto su cara chocó contra un objeto duro y se le rompieron la nariz y los dientes. Por un momento quedó de nuevo cegado, y esta vez no por sangre sino por una luz blanca. Cayó de espaldas, pero aun mientras caía conservó alerta el instinto de supervivencia, ya que mantuvo empuñada el arma al tocar el suelo y disparó en dirección al encontronazo. Oyó un gruñido, y un cuerpo se desplomó sobre él y lo inmovilizó. La luz blanca se desvanecía, y un nuevo dolor la sustituyó. Un hombre se sacudía en espasmos sobre él, echando sangre por la boca. Blake lo apartó de un empujón y, contorsionando la mitad inferior del cuerpo, empleó tanto su propio peso como el del moribundo para liberarse de la carga. Todavía aturdido por la fuerza del golpe se levantó tambaleándose, y la primera bala lo alcanzó en la parte alta de la espalda y lo obligó a girar y a abatirse de nuevo. De rodillas, intentó levantar el arma, pero el brazo no aguantaba el peso, y sólo pudo alzarla unos centímetros. De algún modo reunió fuerzas para disparar, pero al sentir el retroceso lanzó un grito de dolor y, sin querer, soltó la pistola. Intentó agacharse y alcanzarla con la mano izquierda, pero recibió otro balazo, que le perforó el brazo izquierdo y le penetró en el pecho. Cayó de espaldas sobre las hojas y fijó la mirada en los árboles y el cielo oscuro.

La cabeza de un hombre apareció ante él, su rostro oculto tras un pasamontañas negro. Dos ojos azules lo observaron con un parpadeo de curiosidad. Luego apareció un tercer ojo, negro y exento de emoción, y éste no parpadeó, ni siquiera cuando su pupila se convirtió en una bala y puso fin al dolor de Blake.

Habían metido dos cadáveres en el maletero del coche de Louis. Las últimas moscas de la temporada ya los habían encontrado. Abigail Endall había recibido una descarga de escopeta en el pecho. Los daños habían sido considerables; el salpicón de puntos negros en los contornos de la herida y la camisa hecha jirones indicaban que le habían disparado a cierta distancia, la suficiente para permitir que los balines se dispersasen pero no tanta como para disipar la fuerza de la descarga. Al marido lo habían matado a quemarropa de un solo disparo de pistola en la cabeza, acercando tanto el arma a su frente que se veían ampollas y quemaduras de pólvora alrededor de la herida. Abigail tenía los ojos medio cerrados, como si estuviese atrapada entre la vigilia y el sueño.

– Ayúdame a sacarlos -dijo Louis.

Se inclinó hacia el interior del maletero, pero Ángel alzó la palma de la mano para detenerlo.

– Mierda -maldijo Louis.

Ángel volvió a coger la linterna y el palo para examinar lo mejor que pudo el espacio debajo de los cuerpos. Cuando consideró que los cadáveres no estaban conectados a una bomba en modo alguno, sacaron primero a Abigail, que yacía sobre su marido, y luego a Philip. Las alfombrillas bajo los cuerpos habían sido retiradas y habían activado una serie de resortes ocultos en el fondo del maletero para desprender los paneles en la base y los laterales. Habían desaparecido las armas allí almacenadas, junto con toda la munición. Para mayor precaución, también habían rajado la rueda de repuesto.

Ángel miró a Louis, y dijo:

– ¿Y ahora qué?

Hara y Harada no llegaron mucho más allá de Massena, y en eso residió su desgracia y su suerte: desgracia porque ya no pudieron participar en la operación de Louis y, mayor desgracia aún, porque en un registro de rutina del vehículo se descubrió su alijo de armas. Los agentes de policía se negaron a concederles el beneficio de la duda, y los asiáticos acabaron en una celda en la comisaría de la calle mayor de Massena mientras el jefe de la policía decidía qué hacer con ellos, y les salvaba así la vida.

Lentamente, Ángel y Louis se acercaron a las puertas del granero. -Treinta metros -dijo Louis. -¿Qué?

– La distancia entre aquí y el bosque situado al este. -Si están esperándonos, nos liquidarán en cuanto salgamos. -¿Prefieres que nos liquiden aquí? Ángel movió la cabeza en un gesto de negación. -Tú ve por la izquierda; yo iré por la derecha -indicó Louis-. Corre y no pares por nada. ¿Queda claro? -Sí, clarísimo. Louis asintió.

– Nos veremos al otro lado -dijo. Y echaron a correr.

Tercera parte

Las candelas de la noche se han extinguido ya,

y el día bullicioso asoma de puntillas en la

brumosa cima de las montañas… ¡Es preciso

que parta y viva, o que me quede y muera!

William Shakespeare,

Romeo y Julieta, III, V

16

Gabriel abrió los ojos. Por unos instantes no supo dónde estaba. Le llegaban sonidos extraños, y un exceso de blancura lo rodeaba. Aquello no era su casa: en su casa todo eran rojos, morados y negros, como el interior de un cuerpo, un capullo de sangre y músculos y tendones. Ahora se había visto despojado de esa protección, y su conciencia había quedado vulnerable y aislada en ese entorno estéril desconocido.

Sus reacciones eran tan lentas que tardó en darse cuenta de que sentía dolor. Era un dolor sordo, y no parecía situado en ningún punto concreto, pero allí estaba. Tenía la boca muy seca. Intentó mover la lengua, pero se le había pegado al paladar. Poco a poco, formó saliva para despegarla y a continuación se humedeció los labios. Al principio no podía mover la cabeza más de un par de centímetros a la derecha o a la izquierda, y además al hacerlo le dolía. Entonces probó con los brazos, las manos y los dedos de manos y pies. Entretanto, intentó rememorar cómo había llegado hasta allí. Apenas conservaba recuerdo alguno de lo sucedido después de despedirse de Louis en el bar.

Pero sí recordaba algo: un tambaleo, el miedo a caer de un viejo, luego una sensación de quemazón, como si hubiesen insertado brasas en el centro de su ser. Y sonidos, tenues pero audibles, como los reventones de globos lejanos: las detonaciones de un arma.

Tenía una sensación de escozor en el dorso de la mano izquierda y la sangría del brazo derecho. Vio la aguja del gotero inserta en la piel suave, y luego reparó en el catéter verde de plástico en el extremo de la segunda aguja clavada en una vena en el dorso de su mano. Creía recordar vagamente haberse despertado ya antes y visto intensas luces, enfermeras y médicos trajinar alrededor. En el ínterin había soñado, o quizá todo había sido un sueño.

Como tanta gente, Gabriel había oído el mito de que la vida entera desfilaba ante los ojos en los instantes anteriores a la muerte. En realidad, cuando sintió el roce gélido de la guadaña de la muerte al cortar el aire cerca de su cara, su frialdad en marcado contraste con la quemazón posterior al impacto de las balas, no había experimentado esa clase de visiones. Ahora, mientras unía las piezas de lo ocurrido, recordó sólo una imprecisa sensación de sorpresa, como si se hubiese tropezado con alguien en una calle y, al mirarlo a la cara para disculparse, hubiese identificado a un viejo conocido cuya llegada esperaba desde hacía tiempo.

No, los acontecimientos de su vida habían acudido a su memoria más tarde, cuando yacía en un estupor inducido por los fármacos en el lecho del hospital, confundiéndose y entretejiéndose lo real y lo imaginado a causa de los estupefacientes, y vio entonces a su difunta esposa rodeada de los niños que nunca habían tenido, una existencia imaginaria cuya ausencia no le producía el menor pesar. Vio a hombres y mujeres jóvenes enviados a poner fin a las vidas de otros, pero en sus sueños sólo regresaban los muertos, y no lo responsabilizaban de nada, ya que él no sentía la menor culpabilidad por lo que había hecho. A la mayoría los había rescatado de vidas que acaso de otro modo habrían terminado en cárceles o en bares de pobres. Algunos habían padecido finales violentos por la intervención de Gabriel, pero ese destino ya estaba escrito para ellos mucho antes de conocerlo a él. Gabriel simplemente había alterado el lugar de su fin, así como la duración y el desarrollo de la vida que lo había precedido. Eran sus Hombres de la Guadaña, sus jornaleros en el campo, y los había equipado de la mejor manera posible conforme a sus aptitudes para llevar a cabo las tareas que tenían ante sí.

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