John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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Ventura ni siquiera se plante ó disparar, pese a que ya ten í a el dedo tenso sobre el gatillo. En lugar de eso renunci ó . Era una trampa. Alguien hab í a informado. Hab í a escapado del edificio por los pelos, dejando all í el rifle. Gabriel lo hab í a entendido, y se hab í a detectado y reparado la filtraci ó n.

– Recuerda -hab í a dicho Ventura-. S ó lo tienes una vida. Tu obligaci ó n es hacerla durar. El truco est á en saber cu á ndo debes quedarte y cu á ndo renunciar.

Eran m á s de las dos de la madrugada. Los Lowein dorm í an arriba, los adultos juntos en una habitaci ó n del primer piso, los ni ñ os en la de al lado. El segundo piso estaba vac í o. Dos veces cada hora, Louis y Ventura hac í an una ronda de comprobaci ó n. Abajo, se o í a a Connie Francis por la radio: una grabaci ó n de un programa antiguo. Lo hab í a elegido Ventura, no Louis. Este lo toler ó por deferencia al hombre de m á s edad.

Ventura lo hab í a dejado sentado en un sill ó n mientras iba arriba a cerciorarse de que los Lowein estaban bien. Despu é s de cinco minutos, al ver que Ventura a ú n no hab í a vuelto, Louis abandon ó su asiento y sali ó al pasillo.

¿ Ventura? -llam ó -. ¿ Est á s bien?

No recibi ó respuesta. Prob ó con el walkie-talkie, pero s ó lo le llegaron interferencias.

Desenfund ó la pistola y empez ó a subir por la escalera. Vio la puerta de la habitaci ó n de los ni ñ os abierta, y a los dos hermanos acurrucados en sus camas. La lamparilla nocturna de la pared estaba apagada. En la ú ltima ronda que hab í a hecho Louis, la luz segu í a encendida. Se arrodill ó y puls ó el interruptor.

Hab í a sangre en las s á banas y una almohada ca í da en el suelo, con dos orificios de bala por los que sal í an las plumas. Se acerc ó a la primera cama y retir ó la s á bana de David Lowein. El ni ñ o estaba muerto, la sangre empapaba la almohada bajo su cabeza. Comprob ó la otra cama. La hermana de David hab í a recibido un solo disparo en la espalda.

Louis estuvo a punto de pedir ayuda, pero se contuvo. Percibi ó movimiento en la habitaci ó n de los padres. Oy ó pisadas. Apag ó la lamparilla y se dirigi ó hacia la puerta que comunicaba ambos dormitorios. Estaba entornada. Lentamente, la abri ó y esper ó .

Nada.

Entr ó en la habitaci ó n, y una figura p á lida avanz ó , tambaleante, hacia é l. Celice Lowein ten í a una herida en el pecho y el camis ó n de color crema manchado de sangre. Louis crey ó que la mujer tend í a los brazos hacia é l, con la mano izquierda abierta, roja de su propia sangre y la sangre de su marido, que yac í a muerto en la cama a sus espaldas, pero enseguida cay ó en la cuenta de que ella ten í a la mirada fija detr á s de é l, y usaba sus ú ltimas fuerzas para ir en busca de sus hijos.

Louis alarg ó la mano para detenerla, y ella, al entrar en contacto con su palma, se meci ó sobre las puntas de los pies. Lo mir ó y abri ó la boca. En sus ojos se advert í a desolaci ó n, y de pronto toda expresi ó n desapareci ó de ellos al abandonarla la vida, y su cuerpo se desplom ó en el suelo.

Ya demasiado tarde, Louis oy ó pasos a sus espaldas. Cuando se dispon í a a volverse, la pistola le toc ó la nuca y se qued ó inm ó vil.

– No lo hagas -dijo Ventura.

¿ Por qu é ? -pregunt ó Louis.

– Por dinero. ¿ Por qu é si no?

– Te encontrar á n.

– No, no me encontrar á n. Arrod í llate.

Louis supo que iba a morir, pero no estaba dispuesto a morir de rodillas. Se revolvi ó , su propia arma era como una borrosa mancha oscura en la mano, y en ese instante la pistola de Ventura habl ó y se impuso la negrura.

17

Willie Brew y Arno habían decidido, previa consulta con Louis, que el taller mecánico volvería a abrir. Louis, temiendo por su seguridad, se había opuesto, pero Willie y Arno, temiendo por su cordura, se habían mantenido firmes en su decisión de volver a enfundarse el mono y regresar a su pequeño refugio de automóviles y piezas de motor. Tenían coches que reparar, adujeron, y promesas que cumplir. (De hecho, Arno había acompañado estas palabras de un comentario sobre la necesidad de recorrer muchos kilómetros antes de irse a dormir, cosa que, sospechaba Willie, podía ser un poema o la letra de una canción o a saber, y había lanzado a Arno una mirada ceñuda que le dejó a éste muy claro que tales aportaciones no sólo no eran bienvenidas, sino que si seguía por esa línea podía acabar tragando aceite de motor.)

Alejado del ambiente de su querido taller y de las rutinas que lo habían sostenido durante tantos años, Willie, sin proponérselo, pensó más de la cuenta. Con tanta reflexión vino la pesadumbre, y con la pesadumbre vino el impulso, siempre presente en él, jamás olvidado, de beber más de lo recomendable para levantarse el ánimo. Aunque pareciese una contradicción, Willie era por naturaleza un hombre solitario que se sentía más a gusto rodeado de gente, y en el papel que mejor se ajustaba a él: vestido con su mono azul, las manos manchadas de grasa, en íntimo trato con un vehículo de motor. La parte íntima de sí mismo podía replegarse, a gusto en la idea de que llevar a cabo tal rutina no exigía plena concentración, ya que se le activaba cierto automatismo y permitía que otra parte de él desempeñase el papel del propietario cascarrabias pero en último extremo jovial. Sin este personaje en el que abstraerse temporalmente, Willie corría el peligro de perder la mejor parte de sí para siempre.

Por esta razón, tanto a Arno como a él se los encontraba a menudo en el taller los domingos, trajinando con el sonido de la radio de fondo, embadurnados ambos de aceite y en paz. Siempre tenían trabajo pendiente, pues se habían ganado cierta fama y no les faltaba clientela dispuesta a contratar sus servicios. Para Willie, otro acicate a sus esfuerzos era el deseo de devolver el préstamo que había recibido de Louis hacía muchos años. Si bien le agradecía el favor, no le gustaba estar en deuda con nadie. El dinero proyectaba una sombra sobre cualquier relación, y la relación de Willie con Louis no tenía nada de corriente. Se basaba en el hecho de que Willie sabía a qué se dedicaba Louis, y sin embargo tenía que actuar como si no lo supiese; en el hecho de que era consciente de que tenía sangre en las manos y no le importaba. La agresión en su lugar de trabajo, así como la clara percepción de que había estado muy cerca de la muerte, habían añadido otra dimensión problemática a su vínculo con Louis. Pero Willie sabía que los lazos que los unían nunca se romperían, no por completo, ya que no eran sólo económicos. Aun así, rompiendo la relación monetaria, reafirmaría su propia independencia. Quizá también a un nivel más profundo, reconocido a medias, otorgaba a la devolución del préstamo una significación mayor, como si representara el distanciamiento final que deseaba para sus adentros.

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