John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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Pero de momento, allí en su mugriento local, rodeado de las imágenes y los olores familiares, podía olvidarse de esas cuestiones. Aquél era su sitio. Allí tenía un objetivo. Allí podía ser él mismo y algo más que él mismo. Para él era importante recuperar ese espacio después de la agresión. Había sido transgredido por la incursión de los dos hombres armados, pero Arno y él, volviendo al taller y utilizándolo para la finalidad con que había sido creado, podían limpiar esa mancha.

Al final habían obligado a Louis a ceder, con la ayuda de Ángel, que estaba de su lado. Esto se debió en gran medida a que, en ciertos asuntos, Ángel se sentía obligado a llevar la contraria a su compañero a fin de mantenerlo alerta, por sensata que fuera su postura. En eso, al menos, se parecían a las parejas convencionales de todo el mundo. Pero, además, Ángel entendía mejor a Willie que Louis. Sabía lo importante que era para él el taller, y hasta qué punto la agresión lo había enfurecido y alterado. Willie, como Ángel sabía, habría preferido caer de un balazo en su taller a morir de forma plácida en su cama. En realidad, Ángel sospechaba que el deseo último de Willie era perecer aplastado bajo una pieza de la ingeniería automotriz americana convenientemente cara que estuviera reparando en ese momento -un Plymouth Fury del 62, quizás, o un sedán de dos puertas Dodge Royal del 57-, del mismo modo que Catalina la Grande de Rusia, según se decía, murió bajo el semental con el que estaba a punto de copular. A Ángel siempre le había extrañado la relación entre los mecánicos y los coches, sobre todo los coches clásicos, y le había inquietado en especial el afecto que les manifestaban Willie y Arno. A veces, cuando entraba en el garaje, medio esperaba encontrar a uno de ellos o a los dos fumando un cigarrillo poscoital en el asiento trasero de un automóvil de cuarenta años. En realidad esperaba encontrarse algo peor que eso, pero prefería no atormentarse con imágenes de Willie y Arno practicando actos sexuales de carácter automovilístico.

Así que ahora Willie y Arno volvían a estar en el lugar que amaban, con la radio sintonizada, como siempre, en WCBS, 101.1. Esa noche la emisora se había entregado a un delirio de los años cincuenta: Bobby Darin, Tennessee Ernie Ford, incluso Alvin y las Ardillas, y Willie, por lo general hombre tolerante, se sintió tentado de asestar un martillazo a los altavoces, sobre todo cuando Arno, que podía ser un imitador irritantemente bueno cuando se lo proponía, empezó a cantar desde debajo del capó de un Dodge Durango del 98 con un manguito del radiador reventado y dos rayas blancas idénticas en los bajos que parecían pintadas por un bizco.

Pasaban de las diez de la noche y, sin embargo, seguían trabajando indiferentes ambos a la hora. Olores familiares, sonidos familiares. Para ellos, ésa era su casa. Estaban arreglando cosas, y satisfechos de hacerlo.

Bueno, razonablemente satisfechos.

– ¡Por Dios bendito y todos los santos! ¡Basta ya! -exclamó Willie.

– ¿Basta de qué?

– De cantar.

– ¿Yo cantaba?

– Maldita sea, de sobra sabes que estabas cantando, si es que a eso se lo puede llamar cantar. Si no puedes remediarlo, canta las canciones de los Elegants o los Champs. Incluso Kitty Kalen te sale más o menos bien, pero no cantes las de Alvin y las malditas Ardillas.

– David Seville -dijo Arno.

– ¿Quién?

– Era Alvin y las Ardillas. David Seville. Empezó en 1958, sólo que en realidad no se llamaba David Seville, se llamaba Ross Bagdasarian. Armenio, de Fresno.

– ¿Hay un Fresno en Armenia?

– ¿Qué? No, en Armenia no hay ningún Fresno. -Arno guardó silencio por un momento-. No que yo sepa. No, era descendiente de armenios. Su familia acabó en Fresno. Caray, ¿por qué resulta tan difícil hablar contigo? Es como tratar con un viejo carcamal.

– Ya, tal vez sea porque no sabes nada de provecho. Y ya que estamos, ¿cómo es posible que no sepas nada de provecho? Tienes todas esas cosas metidas en la cabeza…, poesías, películas de monstruos, incluso de ardillas…, y sigues sin ser capaz de orientarte en la transmisión de un Dodge sin un mapa y una bolsa de víveres.

– Si tan malo soy, ¿por qué no me has despedido aún?

– Te he despedido. Tres veces.

– Ya, bueno. ¿Y cómo es que me readmites?

– Me sales barato. Eres un desastre en tu trabajo, pero al menos no me cuestas mucho.

– Un poco de comida mala -convino Arno.

– Y encima las raciones son pequeñas -añadió Willie, y los dos se echaron a reír.

Las carcajadas aún resonaban en los rincones del taller cuando Willie dio tres golpes ligeros pero audibles a un lado del banco de trabajo, señal acordada para avisar de posibles problemas. Con el rabillo del ojo, Willie vio a Arno alargar el brazo hacia el bate de béisbol que desde ese mismo día mantenía siempre a mano, pero por lo demás permaneció inmóvil. Willie desplazó la mano derecha hacia el bolsillo delantero de su amplio mono, donde empuñó una compacta Browning 380 facilitada por Louis.

Fue entonces cuando Arno lo oyó: dos golpes en la puerta. El taller estaba cerrado. Y ahora había alguien fuera en la oscuridad, exigiendo que le dejaran entrar.

– Mierda -dijo Arno.

Willie se puso en pie. Con la Browning a un lado, se dirigió hacia la puerta y se aventuró a mirar por la reja interior y el plexiglás de la ventana, procurando no ofrecer la cabeza como blanco, y a continuación encendió la luz exterior.

Fuera había un hombre solo, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Willie no habría sabido decir si llevaba un arma. Si la llevaba, no la exhibía.

– ¿Es usted Willie Brew? -preguntó el hombre.

– Soy yo -contestó Willie. Nunca había sido muy dado a iniciar conversaciones con el saludo «Quién lo pregunta» y la consiguiente discusión.

– Traigo un mensaje para Louis.

– No conozco a ningún Louis.

El hombre se acercó más al cristal para asegurarse de que Willie lo oía y prosiguió como si Willie no hubiese dicho nada.

– Es de su ángel de la guarda. Dígale que abandone el trabajo y vuelvan a casa, los dos, él y su amigo. Dígales que renuncien. Si pregunta, debe explicarle que Hoyle y Leehagen son íntimos. ¿Ha quedado claro?

Y por alguna razón Willie supo que aquel hombre intentaba, aunque a su confusa manera, echar una mano a Louis. Seguir negando que lo conocía, pues, no sólo sería inútil, sino que podía acabar perjudicando a los dos hombres con quienes, después de Arno, tenía una relación más cercana.

– Si ese mensaje es tan importante, debería dárselo usted mismo -señaló Willie.

– Está ilocalizable -respondió-. Ha ido a un lugar donde los móviles no tienen cobertura. Si lo telefonea él, comuníquele el mensaje.

– No llamará aquí -aseguró Willie-. No es su manera de actuar.

– En ese caso no regresará -dijo el hombre.

Se volvió para marcharse. Tras vacilar por un instante, Willie abrió la puerta y se adentró en la noche detrás de él, guardándose la pistola en el bolsillo del mono. El visitante se acercaba a la puerta posterior del lado del acompañante de una limusina negra Lincoln aparcada en un lugar donde Willie no la había visto hasta ese momento. Cuando Willie apareció, se abrió la puerta del conductor y salió un hombre. No se parecía en nada a los chóferes que Willie conocía. Era joven y vestía un elegante traje gris, pero tenía los ojos tan muertos que su verdadero lugar habría sido un tarro de cristal. Escondía la mano derecha tras la puerta, pero Willie supo instintivamente que empuñaba un arma. Dando gracias en silencio por no haber salido del garaje con la pequeña Browning a la vista, mantuvo las manos separadas del cuerpo, como si se dispusiese a abrazar al hombre a quien seguía.

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