Louis, igual que lo habr í a pronunciado el cu ñ ado de Wooster, que viv í a en Louisiana. A la francesa. No Lewis, sino Lu-i.
Observ ó a los dos inspectores hablar en voz baja. Uno de ellos volvi ó a entrar.
– Vamos a por una cerveza -dijo.
Wooster asinti ó . Hab í an acabado. Si volv í an, s ó lo ser í a para recoger el coche, suponiendo que se acordaran de d ó nde lo hab í an dejado.
Fuera, en la sala de espera, delante de la mesa de recepci ó n, hab í a una negra sentada, aferrada a su bolso. Era la abuela del chico, pero ten í a un rostro tan juvenil que habr í a podido pasar por su madre. Desde la detenci ó n, una u otra de las mujeres de la familia hab í a velado en silencio en esa misma silla dura y fr í a. Con su aspecto digno, todas daban la sensaci ó n de que, all í sentadas, casi hac í an un servicio a la sala. Pero é sta, la mayor de todas, caus ó cierta inquietud a Wooster. Se contaban historias sobre esa mujer. La gente acud í a a ella para pedirle que les dijera la buenaventura, averiguar el sexo de su hijo a ú n por nacer, o para quedarse tranquilos en cuanto a parientes desaparecidos o el alma de ni ñ os muertos. Wooster no se cre í a nada de eso; aun as í , trataba a la mujer con respeto. Ella no lo exig í a. No le hac í a falta. Hab í a que ser necio para no darse cuenta de que lo merec í a.
Vi é ndola all í ahora, esperando pacientemente, convencida de que pronto el chico le ser í a entregado, Wooster percibi ó el parecido entre la mujer y el nieto. No era s ó lo f í sico, aunque ambos ten í an tambi é n el mismo porte gr á cil y esbelto. No, la abuela hab í a legado parte de su desconcertante serenidad al chico. Por alguna raz ó n, Wooster pens ó en aguas quietas y oscuras, en hundirse en sus profundidades, cada vez m á s y m á s hondo, abajo, abajo, hasta que de pronto unas fauces rosadas se abr í an en medio de la luminiscencia p á lida, y por fin se revelaba, fatalmente, la naturaleza de la cosa misma, la criatura oculta en esos confines desconocidos.
Wooster pens ó que el d í a ya no pod í a ir a peor, aunque por lo que a é l se refer í a, el asunto no quedar í a as í , eso ni hablar. El chico pod í a volver a su casa con sus t í as y su abuela y quienquiera que compartiese su peque ñ o aquelarre en el bosque, pero Wooster estar í a vigil á ndolo. Adondequiera que fuese, Wooster estar í a pis á ndole la sombra. Al final someter í a a ese chico.
Y a ú n le quedaba por jugar la carta de la homosexualidad. Wooster ten í a sus sospechas sobre é l. Hab í a o í do rumores. Las ú nicas mujeres que frecuentaba Louis eran las de su familia, y en el instituto para negros hab í a tenido que defenderse un par de veces. Wooster sab í a que los chicos a menudo se equivocaban sobre esas cosas: al menor indicio de sensibilidad, de debilidad, de feminidad en un hombre, se le echaban encima como moscas sobre una herida. La mayor í a de las veces se equivocaban, pero en algunos casos daban en el clavo. En ese estado hab í a leyes contra la sodom í a, y Wooster no ten í a ning ú n inconveniente en imponerlas. Si consegu í a cargarle una acusaci ó n de sodom í a, podr í a usarla para presionarlo respecto al asesinato de Deber. Ir al trullo con una condena por maric ó n era pr á cticamente una garant í a de dolor y sufrimiento. Era mejor entrar con la fama de haberle quitado la vida a otro hombre. Al menos eso aseguraba cierto respeto. A Wooster ni siquiera le interesaba ver al chico en la silla el é ctrica. Para é l, bastaba con demostrar a los otros su error: la polic í a del estado, su propia gente, que se hab í a re í do, a sus espaldas porque cre í a que un chico negro era capaz de un crimen tan sofisticado. Wooster se pregunt ó si podr í a tenderle una trampa. Hab í a un par de hombres en el pueblo que no har í an ascos a un poco de carne morena. Bastar í a con acordar un lugar, una hora, y la llegada casual de Wooster al sitio. Permitir í a marcharse al hombre, pero no al chico. Esa era una posibilidad.
Pero, tal y como se suceder í an las cosas, el d í a de Wooster estaba a punto de empeorar considerablemente, por m á s que é l creyera lo contrario, y sus planes para una posible trampa pronto quedar í an en nada.
– ¿ Jefe?
Era Seth Kavanagh, el m á s joven de sus hombres. Cat ó lico. Irland é s de pura cepa. Hab í an surgido problemas con algunos vecinos del pueblo cuando Wooster lo contrat ó , e incluso hab í a recibido la visita amistosa de Little Tom Rudgey un par de sus compinches encapuchados, para sugerirle que tal vez le conven í a reconsiderar la contrataci ó n de Kavanagh habida cuenta de que aqu é l era un pueblo baptista. Wooster escuch ó el rollo y luego los ech ó a patadas. Little Tom y los de su cala ñ a le daban grima, y lo que era a ú n peor, sent í a una incipiente culpabilidad cada vez que se cruzaba con ellos. Sab í a lo que hab í an hecho. Sab í a que hab í an dado palizas a negros por seguir dentro de los l í mites municipales despu é s de ponerse el sol, aun cuando esos l í mites parec í an cambiar seg ú n cu á nto hubieran bebido en esa ocasi ó n los patanes del pueblo. Sab í a lo de los incendios inexplicables en caba ñ as de negros, y que se comet í an violaciones, a las que se quitaba importancia por considerarlas una peque ñ a diversi ó n en la que a alguien se le hab í a ido la mano.
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