John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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Louis, igual que lo habr í a pronunciado el cu ñ ado de Wooster, que viv í a en Louisiana. A la francesa. No Lewis, sino Lu-i.

Observ ó a los dos inspectores hablar en voz baja. Uno de ellos volvi ó a entrar.

– Vamos a por una cerveza -dijo.

Wooster asinti ó . Hab í an acabado. Si volv í an, s ó lo ser í a para recoger el coche, suponiendo que se acordaran de d ó nde lo hab í an dejado.

Fuera, en la sala de espera, delante de la mesa de recepci ó n, hab í a una negra sentada, aferrada a su bolso. Era la abuela del chico, pero ten í a un rostro tan juvenil que habr í a podido pasar por su madre. Desde la detenci ó n, una u otra de las mujeres de la familia hab í a velado en silencio en esa misma silla dura y fr í a. Con su aspecto digno, todas daban la sensaci ó n de que, all í sentadas, casi hac í an un servicio a la sala. Pero é sta, la mayor de todas, caus ó cierta inquietud a Wooster. Se contaban historias sobre esa mujer. La gente acud í a a ella para pedirle que les dijera la buenaventura, averiguar el sexo de su hijo a ú n por nacer, o para quedarse tranquilos en cuanto a parientes desaparecidos o el alma de ni ñ os muertos. Wooster no se cre í a nada de eso; aun as í , trataba a la mujer con respeto. Ella no lo exig í a. No le hac í a falta. Hab í a que ser necio para no darse cuenta de que lo merec í a.

Vi é ndola all í ahora, esperando pacientemente, convencida de que pronto el chico le ser í a entregado, Wooster percibi ó el parecido entre la mujer y el nieto. No era s ó lo f í sico, aunque ambos ten í an tambi é n el mismo porte gr á cil y esbelto. No, la abuela hab í a legado parte de su desconcertante serenidad al chico. Por alguna raz ó n, Wooster pens ó en aguas quietas y oscuras, en hundirse en sus profundidades, cada vez m á s y m á s hondo, abajo, abajo, hasta que de pronto unas fauces rosadas se abr í an en medio de la luminiscencia p á lida, y por fin se revelaba, fatalmente, la naturaleza de la cosa misma, la criatura oculta en esos confines desconocidos.

Wooster pens ó que el d í a ya no pod í a ir a peor, aunque por lo que a é l se refer í a, el asunto no quedar í a as í , eso ni hablar. El chico pod í a volver a su casa con sus t í as y su abuela y quienquiera que compartiese su peque ñ o aquelarre en el bosque, pero Wooster estar í a vigil á ndolo. Adondequiera que fuese, Wooster estar í a pis á ndole la sombra. Al final someter í a a ese chico.

Y a ú n le quedaba por jugar la carta de la homosexualidad. Wooster ten í a sus sospechas sobre é l. Hab í a o í do rumores. Las ú nicas mujeres que frecuentaba Louis eran las de su familia, y en el instituto para negros hab í a tenido que defenderse un par de veces. Wooster sab í a que los chicos a menudo se equivocaban sobre esas cosas: al menor indicio de sensibilidad, de debilidad, de feminidad en un hombre, se le echaban encima como moscas sobre una herida. La mayor í a de las veces se equivocaban, pero en algunos casos daban en el clavo. En ese estado hab í a leyes contra la sodom í a, y Wooster no ten í a ning ú n inconveniente en imponerlas. Si consegu í a cargarle una acusaci ó n de sodom í a, podr í a usarla para presionarlo respecto al asesinato de Deber. Ir al trullo con una condena por maric ó n era pr á cticamente una garant í a de dolor y sufrimiento. Era mejor entrar con la fama de haberle quitado la vida a otro hombre. Al menos eso aseguraba cierto respeto. A Wooster ni siquiera le interesaba ver al chico en la silla el é ctrica. Para é l, bastaba con demostrar a los otros su error: la polic í a del estado, su propia gente, que se hab í a re í do, a sus espaldas porque cre í a que un chico negro era capaz de un crimen tan sofisticado. Wooster se pregunt ó si podr í a tenderle una trampa. Hab í a un par de hombres en el pueblo que no har í an ascos a un poco de carne morena. Bastar í a con acordar un lugar, una hora, y la llegada casual de Wooster al sitio. Permitir í a marcharse al hombre, pero no al chico. Esa era una posibilidad.

Pero, tal y como se suceder í an las cosas, el d í a de Wooster estaba a punto de empeorar considerablemente, por m á s que é l creyera lo contrario, y sus planes para una posible trampa pronto quedar í an en nada.

¿ Jefe?

Era Seth Kavanagh, el m á s joven de sus hombres. Cat ó lico. Irland é s de pura cepa. Hab í an surgido problemas con algunos vecinos del pueblo cuando Wooster lo contrat ó , e incluso hab í a recibido la visita amistosa de Little Tom Rudgey un par de sus compinches encapuchados, para sugerirle que tal vez le conven í a reconsiderar la contrataci ó n de Kavanagh habida cuenta de que aqu é l era un pueblo baptista. Wooster escuch ó el rollo y luego los ech ó a patadas. Little Tom y los de su cala ñ a le daban grima, y lo que era a ú n peor, sent í a una incipiente culpabilidad cada vez que se cruzaba con ellos. Sab í a lo que hab í an hecho. Sab í a que hab í an dado palizas a negros por seguir dentro de los l í mites municipales despu é s de ponerse el sol, aun cuando esos l í mites parec í an cambiar seg ú n cu á nto hubieran bebido en esa ocasi ó n los patanes del pueblo. Sab í a lo de los incendios inexplicables en caba ñ as de negros, y que se comet í an violaciones, a las que se quitaba importancia por considerarlas una peque ñ a diversi ó n en la que a alguien se le hab í a ido la mano.

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