– ¿ Podemos hablar dentro?
– Claro. -Wooster se levant ó y extendi ó las manos en un gesto efusivo-. Aqu í todo el mundo es bienvenido.
S ó lo entraron Vallance y el hombre de m á s edad, y é ste cerr ó la puerta. Wooster sinti ó c ó mo lo miraban sus hombres y su secretaria mientras é l observaba a trav é s del cristal. El hecho de saber que estaba a la vista de su gente lo llev ó a guardar las apariencias. Enderez ó los hombros y se irgui ó , de espaldas a la ventana, sin molestarse en ajustar la persiana, de modo que el sol daba a los otros en los ojos.
– ¿ Cu á l es el problema, agente Vallance?
– El problema es el chico al que est á n haciendo sudar la gota gorda ah í detr á s.
– Aqu í todo el mundo suda.
– No tanto como é l.
– El chico es sospechoso de asesinato.
– Eso tengo entendido. ¿ Qu é pruebas tienen contra é l?
– Una causa probable. Es posible que el hombre a quien mat ó asesinara a su madre.
– ¿ Es posible?
– Ya no est á por aqu í para pregunt á rselo.
– Seg ú n tengo entendido, se lo preguntaron antes de abandonar este mundo. No confes ó nada.
– Pero fue é l. Quien piense lo contrario tambi é n debe de creer en Pap á Noel.
– Una causa probable, pues. ¿ Eso es lo ú nico que tienen?
– Por ahora.
– ¿ El chico da se ñ ales de rendirse?
– El chico no es de los que se rinden. Pero se vendr á abajo, tarde o temprano.
– Se le ve muy seguro de eso.
– Es un chico, no un hombre, y he doblegado a hombres mejores de lo que é l ser á nunca. ¿ Va a decirme a qu é viene esto? No creo que tenga jurisdicci ó n aqu í , Ray. -Wooster hab í a renunciado a las cortes í as-. Esto no es un caso federal.
– Nosotros creemos que s í .
– ¿ Y eso de d ó nde lo sacan?
– El muerto era capataz de una cuadrilla en la carretera nueva junto al pantano de Orismachee. Eso es una reserva federal.
– No es una reserva federal, lo ser á -corrigi ó Wooster-. Ahora mismo todav í a es s ó lo un pantano.
– No, ese pantano y la carretera que se est á construyendo acaban de quedar bajo jurisdicci ó n federal. La declaraci ó n se hizo ayer. Apresuradamente. Tengo aqu í los papeles.
Se llev ó la mano al bolsillo de la chaqueta, sac ó un legajo de documentos mecanografiados y se los entreg ó a Wooster. El jefe busc ó las gafas, se las colg ó de la nariz y ley ó la letra peque ñ a.
– Bueno -dijo en cuanto acab ó -, eso no cambia nada. El crimen se cometi ó antes de entrar esto en vigor. Sigue siendo mi jurisdicci ó n.
– Sobre eso, jefe, le doy la raz ó n en que no estamos de acuerdo, pero da igual. Lea con m á s atenci ó n. Es una declaraci ó n retroactiva, v á lida desde primeros de mes, justo antes de iniciarse la construcci ó n de la carretera. Por una cuesti ó n de contabilidad, seg ú n me dicen. Ya sabe c ó mo van los asuntos oficiales.
Wooster volvi ó a examinar el papel. Encontr ó las fechas en cuesti ó n. Frunci ó el entrecejo, y la sangre le subi ó a las mejillas y la frente conforme aument ó su ira.
– Esto es una gilipollez. Adem á s, ¿a qu é vienen tantas molestias? Es un asunto entre negros. Aqu í no est á n en juego los derechos civiles. No esperen sacar la menor gloria de esto.
– Ahora se trata de un caso federal, jefe. No presentamos cargos. Tiene que soltar al chico.
Wooster supo que el caso se le escapaba de las manos y con é l parte de su autoridad y su prestigio ante su propio personal. Nunca lo recuperar í a. Vallance lo hab í a rebajado, y el chico de esa celda iba a marcharse tan campante, y de paso a re í rse de Wooster.
Y Wilfrid all í presente, con su pelo prematuramente cano y su ropa limpia aunque un tanto ra í da, ten í a algo que ver, de eso a Wooster no le cab í a la menor duda.
– ¿ Y usted qu é pinta en todo esto? -pregunt ó dirigiendo ahora toda su ira contra el segundo visitante.
– Disc ú lpeme -dijo el hombrecillo. Dio un paso al frente y le tendi ó una mano de u ñ as muy cuidadas-. Me llamo Gabriel.
Wooster no hizo adem á n de estrecharle la mano que le ofrec í a. Se limit ó a dejarla all í , suspendida en el aire, hasta que Gabriel la dej ó caer. J ó dete, pens ó . J ó dete, y que se jodan tambi é n Vallance y los buenos modales. Jodeos todos.
– No ha contestado a mi pregunta -insisti ó Wooster.
– Estoy aqu í como invitado del agente especial Vallance.
– Trabaja para el Gobierno.
– Proporciono servicios al Gobierno, s í .
Eso no era lo mismo, y Wooster lo sab í a. Era lo bastante listo para captar el significado subyacente de lo que acababa de o í r. De pronto tuvo la sensaci ó n de estar muy fuera de su elemento y de que, por grande que fuera su indignaci ó n, ser í a una insensatez hacer m á s preguntas a Gabriel. Acababan de maniatarlo como a un cerdo listo para el espet ó n. Lo ú nico que faltaba era que alguien le metiera el pincho por el culo y empujara hasta sac á rselo por la boca, y Wooster se propon í a evitar ese destino a toda costa, aun si eso implicaba entregar al chico.
Se sent ó en la silla de su despacho y abri ó una carpeta. No repar ó en lo que era, y no ley ó lo que hab í a escrito en sus hojas.
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