John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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¿ Podemos hablar dentro?

– Claro. -Wooster se levant ó y extendi ó las manos en un gesto efusivo-. Aqu í todo el mundo es bienvenido.

S ó lo entraron Vallance y el hombre de m á s edad, y é ste cerr ó la puerta. Wooster sinti ó c ó mo lo miraban sus hombres y su secretaria mientras é l observaba a trav é s del cristal. El hecho de saber que estaba a la vista de su gente lo llev ó a guardar las apariencias. Enderez ó los hombros y se irgui ó , de espaldas a la ventana, sin molestarse en ajustar la persiana, de modo que el sol daba a los otros en los ojos.

¿ Cu á l es el problema, agente Vallance?

– El problema es el chico al que est á n haciendo sudar la gota gorda ah í detr á s.

– Aqu í todo el mundo suda.

– No tanto como é l.

– El chico es sospechoso de asesinato.

– Eso tengo entendido. ¿ Qu é pruebas tienen contra é l?

– Una causa probable. Es posible que el hombre a quien mat ó asesinara a su madre.

¿ Es posible?

– Ya no est á por aqu í para pregunt á rselo.

– Seg ú n tengo entendido, se lo preguntaron antes de abandonar este mundo. No confes ó nada.

– Pero fue é l. Quien piense lo contrario tambi é n debe de creer en Pap á Noel.

– Una causa probable, pues. ¿ Eso es lo ú nico que tienen?

– Por ahora.

¿ El chico da se ñ ales de rendirse?

– El chico no es de los que se rinden. Pero se vendr á abajo, tarde o temprano.

– Se le ve muy seguro de eso.

– Es un chico, no un hombre, y he doblegado a hombres mejores de lo que é l ser á nunca. ¿ Va a decirme a qu é viene esto? No creo que tenga jurisdicci ó n aqu í , Ray. -Wooster hab í a renunciado a las cortes í as-. Esto no es un caso federal.

– Nosotros creemos que s í .

¿ Y eso de d ó nde lo sacan?

– El muerto era capataz de una cuadrilla en la carretera nueva junto al pantano de Orismachee. Eso es una reserva federal.

– No es una reserva federal, lo ser á -corrigi ó Wooster-. Ahora mismo todav í a es s ó lo un pantano.

– No, ese pantano y la carretera que se est á construyendo acaban de quedar bajo jurisdicci ó n federal. La declaraci ó n se hizo ayer. Apresuradamente. Tengo aqu í los papeles.

Se llev ó la mano al bolsillo de la chaqueta, sac ó un legajo de documentos mecanografiados y se los entreg ó a Wooster. El jefe busc ó las gafas, se las colg ó de la nariz y ley ó la letra peque ñ a.

– Bueno -dijo en cuanto acab ó -, eso no cambia nada. El crimen se cometi ó antes de entrar esto en vigor. Sigue siendo mi jurisdicci ó n.

– Sobre eso, jefe, le doy la raz ó n en que no estamos de acuerdo, pero da igual. Lea con m á s atenci ó n. Es una declaraci ó n retroactiva, v á lida desde primeros de mes, justo antes de iniciarse la construcci ó n de la carretera. Por una cuesti ó n de contabilidad, seg ú n me dicen. Ya sabe c ó mo van los asuntos oficiales.

Wooster volvi ó a examinar el papel. Encontr ó las fechas en cuesti ó n. Frunci ó el entrecejo, y la sangre le subi ó a las mejillas y la frente conforme aument ó su ira.

– Esto es una gilipollez. Adem á s, ¿a qu é vienen tantas molestias? Es un asunto entre negros. Aqu í no est á n en juego los derechos civiles. No esperen sacar la menor gloria de esto.

– Ahora se trata de un caso federal, jefe. No presentamos cargos. Tiene que soltar al chico.

Wooster supo que el caso se le escapaba de las manos y con é l parte de su autoridad y su prestigio ante su propio personal. Nunca lo recuperar í a. Vallance lo hab í a rebajado, y el chico de esa celda iba a marcharse tan campante, y de paso a re í rse de Wooster.

Y Wilfrid all í presente, con su pelo prematuramente cano y su ropa limpia aunque un tanto ra í da, ten í a algo que ver, de eso a Wooster no le cab í a la menor duda.

¿ Y usted qu é pinta en todo esto? -pregunt ó dirigiendo ahora toda su ira contra el segundo visitante.

– Disc ú lpeme -dijo el hombrecillo. Dio un paso al frente y le tendi ó una mano de u ñ as muy cuidadas-. Me llamo Gabriel.

Wooster no hizo adem á n de estrecharle la mano que le ofrec í a. Se limit ó a dejarla all í , suspendida en el aire, hasta que Gabriel la dej ó caer. J ó dete, pens ó . J ó dete, y que se jodan tambi é n Vallance y los buenos modales. Jodeos todos.

– No ha contestado a mi pregunta -insisti ó Wooster.

– Estoy aqu í como invitado del agente especial Vallance.

– Trabaja para el Gobierno.

– Proporciono servicios al Gobierno, s í .

Eso no era lo mismo, y Wooster lo sab í a. Era lo bastante listo para captar el significado subyacente de lo que acababa de o í r. De pronto tuvo la sensaci ó n de estar muy fuera de su elemento y de que, por grande que fuera su indignaci ó n, ser í a una insensatez hacer m á s preguntas a Gabriel. Acababan de maniatarlo como a un cerdo listo para el espet ó n. Lo ú nico que faltaba era que alguien le metiera el pincho por el culo y empujara hasta sac á rselo por la boca, y Wooster se propon í a evitar ese destino a toda costa, aun si eso implicaba entregar al chico.

Se sent ó en la silla de su despacho y abri ó una carpeta. No repar ó en lo que era, y no ley ó lo que hab í a escrito en sus hojas.

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