Arno, en la entrada del almacén, empuñaba un arma. No la sostenía con mucha firmeza, y parecía demasiado grande para él. A Arno no le gustaban las armas y, que Willie supiera, nunca antes había disparado. Era asombroso que hubiese hecho blanco. Arno avanzó con cautela hacia la puerta del garaje. Se oyó arrancar un coche y el motor que se alejaba.
Willie se puso en pie con dificultad.
– ¿Qué le ha pasado al otro? -preguntó.
– Le he dado con un martillo -contestó Arno. Estaba lívido-. Se le ha disparado la pistola al caer. ¿Estás bien?
Willie asintió con la cabeza. Le dolía mucho la nariz, pero estaba vivo. Le temblaban las manos y tenía ganas de vomitar. Alargó el brazo y retiró con delicadeza la pistola de la mano de Arno, a la vez que ponía el seguro.
– ¿A qué ha venido esto? -preguntó Arno.
– Tengo que hacer una llamada -dijo Willie-. Busca un trozo de cable y ata al tipo del almacén.
Arno no se movió.
– No creo que haga falta, jefe -dijo.
Willie lo miró.
– Por Dios, ¿tan fuerte le has pegado?
– Era un martillo. ¿Qué esperabas?
Willie cabeceó, aunque no sabía si en un gesto de desesperación o de admiración.
– Ahora resulta que trabajo con el puto Rambo -dijo-. Ni siquiera me explico cómo le has dado al otro.
– Apuntaba a los pies -contestó Arno.
– ¿Qué pretendías? ¿Hacerlo bailar? Mira que apuntar a los pies. Dios mío. Cierra la puerta.
Arno obedeció. Willie entró en su despacho y alcanzó el teléfono. Se sabía de memoria el número que marcó.
La llamada se desvió a un contestador. A continuación probó con el servicio, y la tal Amy anotó su número y dijo que transmitiría el mensaje. Por último recurrió al móvil, utilizando el número de esa semana, reservado para los casos de emergencia más graves, pero una voz le dijo que el teléfono estaba desconectado.
Pues Louis y Ángel tenían sus propios problemas.
La señora Bondarchuk estaba en el pasillo cuando oyó el timbre del portero automático. Miró a través de uno de los cristales esmerilados de la puerta interior y vio a un hombre en el portal al otro lado de la puerta de la calle. Vestía un uniforme azul y sostenía un paquete en una mano y una tablilla sujetapapeles en la otra. La señora Bondarchuk pulsó el botón del intercomunicador justo cuando el timbre sonaba otra vez. Los pomeranos empezaron a ladrar.
– ¿En qué puedo ayudarlo? -preguntó con un tono que sugería que cualquier clase de ayuda tardaría en llegar. La señora Bondarchuk recelaba de todos los desconocidos, y en especial de los hombres. Sabía cómo eran los hombres. Ninguno era digno de confianza, a excepción hecha de los dos caballeros que vivían arriba.
– Traigo un paquete -contestó la voz.
– ¿Un paquete para quién?
Se produjo un silencio.
– La señora Evelyn Bondarchuk.
– Déjelo dentro -indicó la señora Bondarchuk, y pulsó el interruptor que abría sólo la puerta exterior.
– ¿Es usted la señora Bondarchuk? -preguntó el mensajero al entrar en el vestíbulo.
– ¿Quién voy a ser?
– Tiene que firmar.
La puerta interior tenía una rendija de un par de centímetros de anchura para tales eventualidades.
– Échelo por la ranura -indicó la señora Bondarchuk.
– Señora, eso no puedo hacerlo. Es importante. No puedo desprenderme de esto.
– ¿Qué voy a hacer con un sujetapapeles? -preguntó la señora Bondarchuk-. ¿Venderlo y marcharme a Rusia? Pase el sujetapapeles por la ranura.
La puerta de la calle se cerró a espaldas del hombre. Ahora ella lo veía bien. Tenía el pelo oscuro y la piel estropeada.
– Vamos, señora. Sea razonable. Abra y firme.
A la señora Bondarchuk no le gustó la insinuación de que era poco razonable.
– Eso no puedo hacerlo. Tendrá que marcharse, y puede llevarse el paquete. Deje el número y ya pasaré yo misma a recogerlo.
– Eso es una tontería, señora Bondarchuk. Si usted no lo acepta, tendré que cargar con él otra vez hasta el centro. Y ya sabe cómo son estas cosas, igual se pierde -dijo el hombre en una clara indirecta-. Quizá sea un bien perecedero. ¿Y entonces qué?
– Entonces empezará a oler -afirmó la señora Bondarchuk-, y tendrá que tirarlo. Y ahora haga el favor de marcharse.
Pero el hombre, en lugar de irse, sacó una pistola de debajo del uniforme y la apuntó hacia el cristal. Tenía un cilindro acoplado a la boca del cañón. La señora Bondarchuk había visto suficientes películas de policías para reconocer un silenciador cuando lo veía.
– Vieja zorra -dijo el hombre mientras la señora Bondarchuk retiraba el dedo del intercomunicador poniendo fin a la conversación, a la vez que con la mano izquierda activaba la alarma silenciosa. El individuo echó una ojeada por encima del hombro a la calle vacía a sus espaldas, apuntó la pistola hacia el cristal y disparó dos veces. El ruido fue como el reventón de dos bolsas de papel y casi simultáneamente aparecieron las marcas de los dos impactos ante la cara de la señora Bondarchuk, pero el cristal no se rompió. Como casi todo en el edificio, incluida la señora Bondarchuk, el vidrio era más imponente de lo que parecía a simple vista.
El hombre pareció comprender que sus esfuerzos eran en vano. Dio un golpe al cristal con la mano enguantada, como si esperase desalojarlo del marco; luego abrió la puerta de la calle y salió corriendo. Por un momento, reinó el silencio. Poco después la señora Bondarchuk oyó ruidos procedentes del sótano en la parte de atrás de la casa. Consultó el reloj. Habían pasado cinco minutos desde que accionó la alarma silenciosa. Si transcurridos diez minutos no llegaba nadie, tenía instrucciones de avisar a la policía. Sus dos caballeros habían sido muy claros a ese respecto cuando instalaron el nuevo sistema de seguridad, y se lo había repetido el propio señor Leroy Frank en una carta oficial. En ella le informaba de que una empresa de seguridad privada, una muy exclusiva, había sido contratada para vigilar las propiedades del señor Frank a fin de aliviar la presión de las fuerzas del orden de la ciudad. En caso de surgir algún problema, alguien acudiría en menos de diez minutos. Sólo si pasado ese tiempo no había llegado ayuda, debía avisar a la policía.
Continuaron los ruidos en la parte trasera de la casa. Hizo callar a los pomeranos y, sigilosamente, descendió por la escalera hacia la puerta de atrás, que daba a un pequeño espacio pavimentado donde estaban los cubos de basura. Era una puerta blindada, con una mirilla en el centro. Miró por ella y vio a dos hombres, ambos con uniformes de mensajero, que acoplaban algo al exterior de la puerta. Uno de ellos, el hombre que había disparado contra la puerta delantera, alzó la vista y adivinó que ella estaba allí por el cambio en la luz. Blandió un bloque de material blanco, como un trozo de masilla. Sobresalía algo semejante a un trozo de lápiz, con un cable conectado.
– Debería apartarse de la puerta -dijo, y su voz, aunque audible, llegó amortiguada por el blindaje-. O mejor aún, apóyese en ella y verá lo que pasa.
La señora Bondarchuk se apartó tapándose la boca con las manos.
– No -dijo-. Oh, no.
Tenía que llamar a la policía. Retrocedió aún más. Debía volver al apartamento, debía pedir ayuda. El servicio de seguridad del señor Leroy Frank no había llegado. La habían dejado en la estacada, justo cuando más los necesitaba. Empezó a correr y cayó en la cuenta de que lloraba. Los gañidos de los pomeranos la ensordecían.
Sonaron dos disparos al otro lado de la puerta. Las detonaciones fueron más estridentes que las anteriores, y acto seguido se oyó el choque de algo pesado contra el exterior metálico. La señora Bondarchuk se quedó petrificada y luego se volvió hacia la puerta. Se llevó las yemas de los dedos a la boca, que a causa del temblor le golpetearon los labios carnosos.
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