Willie frunció el entrecejo. Allí todo el mundo tenía vis cómica.
– Vete a saber qué les interesa -contestó-. Tú ten cuidado con lo que dices, y ya está. Por cierto, no hables con los periodistas que esperan ahí fuera. Y muéstrame un poco de respeto, maldita sea. Soy yo quien te paga el sueldo.
– Ya, ya -dijo Arno mientras la puerta se cerraba lentamente a sus espaldas-. Y yo voy a comprarme un yate con el dinero de esta semana.
Louis telefoneó en cuanto se deshicieron de los cadáveres. Era una cuestión de prioridades. Dejó su nombre en el servicio contestador pensando que la voz en el otro extremo de la línea era muy parecida a la de la mujer que atendía las llamadas para Leroy Frank. A lo mejor las incubaban en algún sitio, como a los pollos.
Le devolvieron la llamada al cabo de diez minutos.
– El señor De Angelis dice que estará disponible en el doce veintiséis mañana, a eso de las siete -le indicó la mujer con voz neutra.
Louis le dio las gracias y dijo que había quedado claro. Cuando colgó, lo asaltaron los recuerdos de encuentros anteriores, y casi sonrió. De Angelis: de los ángeles. Ése sí era un nombre poco apropiado.
Poco después de las siete de la tarde del día siguiente, Louis se hallaba en la esquina de Lexington con la Ochenta y Cuatro. Ya había anochecido. En ese peculiar rincón entre algunas de las principales arterias de la ciudad, las aceras estaban relativamente tranquilas, porque la mayoría de los establecimientos, salvo algún que otro bar o restaurante, ya había cerrado. Una neblina húmeda se extendía sobre Manhattan presagiando lluvia y confiriendo un aire de irrealidad al entorno, como si hubieran colocado una imagen fotográfica sobre el perfil urbano. A la izquierda, seguía encendido el letrero de la farmacia Lascoff, un letrero antiguo, y si uno entornaba los ojos, era posible imaginar ese tramo de Lexington tal como debió de ser hacía más de medio siglo.
La heladería y cafetería Lexington era un remanente de esa era. De hecho, tenía raíces aún más lejanas: la fundó el viejo Sotenos en 1925 como chocolatería y bar de refrescos; con el tiempo se la dejó a su hijo, Peter Philis, quien, a su vez, se la dejó al suyo, el actual propietario, John Philis, que aún se sentaba tras la caja y saludaba a los clientes por su nombre. El escaparate exhibía botellas de Coca-Cola de ediciones especiales junto con un tren de plástico, unas cuantas fotos de celebridades y un bate firmado por Rusty Staub, el gran bateador de los Mets. Generaciones de niños lo habían conocido como «Refrescos y helados», porque eso era lo que se leía en el rótulo encima de la puerta, y la fachada había permanecido inalterada desde tiempos inmemoriales. Louis vio a dos de los camareros vestidos de blanco moverse por el interior pese a que ya habían cerrado, dado que la heladería y cafetería Lexington sólo abría de siete a siete, de lunes a sábado. No obstante, el felpudo verde de plástico continuaba ante la puerta esperando a que lo retirasen por esa noche. En él se leía la dirección numérica de «Refrescos y helados»: 1226.
Louis cruzó la calle y llamó al cristal con los nudillos. Uno de los hombres que limpiaba dirigió una rápida mirada a su izquierda y salió enseguida de detrás de la barra. Dejó entrar a Louis y, tras saludarlo con un simple gesto, cerró y echó la llave. A continuación, él y su compañero abandonaron sus tareas y desaparecieron por otra puerta, al fondo, donde se leía: PROHIBIDO EL PASO. SÓLO EMPLEADOS.
El local seguía tal como Louis lo recordaba a pesar de los años transcurridos desde su última visita. Conservaba la barra verde, con la marca de los platos y las tazas calientes servidos durante décadas, así como los taburetes de vinilo verde que giraban completamente sobre su base, una fuente de diversión interminable para los niños. Detrás de la barra se alzaban dos grandes cafeteras de gas idénticas, una batidora de leche malteada Hamilton Beach de 1942 y una expendedora de malta en polvo Borden a juego, junto con un exprimidor automático de la misma época.
«Helados y refrescos» era un establecimiento famoso por su limonada recién hecha. Exprimían los limones ante los ojos del cliente, luego añadían al zumo sirope de azúcar y lo servían en un vaso con hielo picado. Ahora había dos vasos de esa misma limonada ante el hombre que ocupaba el reservado del rincón. Los camareros habían atenuado la intensidad de los fluorescentes antes de marcharse, y Louis tuvo la impresión de que el anciano que lo esperaba había absorbido de algún modo la luz del local, como un agujero negro de forma humana, una fisura en el tiempo y el espacio que succionase cuanto lo rodeaba, lo bueno y lo malo, la luz y la no luz, alimentando su propia existencia a costa de todo aquel que entrara en su área de influencia.
Hacía muchos años que Louis y aquel hombre, llamado Gabriel, no se veían, pero cuando dos vidas han estado en otro tiempo tan estrechamente unidas, sus lazos nunca pueden romperse del todo. En cierto sentido, era Gabriel quien había otorgado la existencia a Louis, quien había encontrado a un chico de innegable talento y forjado en él a un hombre al que podía blandir como un arma. Gabriel era a quien acudían en el pasado aquellos que necesitaban los servicios de Louis. Él era el contacto, el filtro. Resultaba difícil precisar qué papel representaba exactamente. Era un amañador, un intermediario. No tenía sangre en las manos, o al menos no se veía. Louis confiaba en él, en cierta medida, y desconfiaba en una medida mucho mayor. Había en torno a Gabriel muchas cosas desconocidas e incognoscibles. Así y todo, Louis sentía algo parecido al afecto por su viejo maestro, de eso era consciente.
Encogido por el paso del tiempo se lo veía más pequeño de lo que Louis lo recordaba. Tenía el pelo y la barba muy blancos y parecía perderse dentro de su enorme abrigo negro. Al coger el vaso y llevárselo a los labios le tembló un poco la mano derecha y parte de la limonada se derramó en la mesa.
– ¿No hace un poco de frío para una limonada? -preguntó Louis.
– El frío no me molesta -contestó Gabriel-. Y un café puedes tomarlo en cualquier sitio, aunque el de aquí sea especialmente bueno. Sospecho que tiene que ver con las cafeteras de gas. Pero una limonada excelente…, en fin, eso es aún más difícil de encontrar y hay que aprovechar la oportunidad de saborearla cuando se presenta.
– Si tú lo dices -repuso Louis mientras se deslizaba en el asiento de enfrente, tomando la precaución de mantener a la vista la salida del personal y la puerta de entrada, y dejaba en el centro de la mesa el periódico que llevaba. No tocó el vaso.
– ¿Sabes que aquí se rodaron escenas de Los tres d í as del c ó ndor? Creo que Redford se sentó justo donde tú estás ahora.
– Eso ya me lo dijiste -contestó Louis-. Hace mucho tiempo.
– ¿Ah, sí? -preguntó Gabriel, en apariencia pesaroso-. Me ha parecido oportuno mencionarlo dadas las circunstancias. -Tosió-. Ha pasado mucho tiempo, una década o más, desde que descubriste tu conciencia.
– Siempre estuvo ahí. Sólo que antes no le prestaba mucha atención.
– Me di cuenta de que te perdía mucho antes de que nuestros caminos se separasen.
– ¿Y eso?
– Empezaste a preguntar «¿Por qué?».
– Comencé a verle la importancia.
– La importancia es relativa. En nuestro oficio, algunos consideran ese «¿Por qué?» un preludio a preguntas tipo «¿A qué profundidad quieres ser enterrado?» y «¿Rosas o azucenas?».
– Pero ¿tú no eras uno de ésos?
Gabriel se encogió de hombros.
– Yo no diría tanto. Sencillamente no estaba dispuesto a echarte los perros. Pero intenté aplacar tus inquietudes antes de darte la libertad.
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