John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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– ¿Conoces a dos agentes del FBI que se llaman Bruce y Lewis? -preguntó una vez satisfecho de sus conclusiones. Milton consultó el reloj, clara señal de que la reunión estaba a punto de finalizar.

– ¿Tendría que conocerlos?

– Han estado indagando en los asuntos de nuestro común amigo.

– En ese caso, no sé hasta qué punto yo usaría la palabra «amigo».

– Ha sido lo bastante buen amigo para mantener la boca cerrada durante muchos años. Creo que eso es más amigable de lo que sueles encontrarte.

Milton no lo contradijo, y Gabriel supo que se había anotado un tanto.

– ¿Qué les interesa en concreto?

– Según parece, están hurgando en sus inversiones inmobiliarias.

Milton sacó una mano del bolsillo, llevaba guantes y la movió en un gesto de desdén.

– Es toda esa mierda de después del 11-S -aclaró. Gabriel se sorprendió al oírlo usar semejante vocabulario. Milton rara vez exteriorizaba sentimientos tan profundos-. Tienen órdenes de seguir rastros de papel: inversiones inusuales, acuerdos financieros sospechosos, compañías de transporte e inmobiliarias que no cuadran. Son nuestra cruz.

– Él no es un terrorista.

– La mayoría no lo son, pero a veces de paso se desentierra información útil y se hace un seguimiento. Les habrá llegado a esos agentes y ahora sienten curiosidad.

– Es más que curiosidad. Da la impresión de que saben algo de su pasado.

– Eso no es precisamente un secreto de Estado.

– Bueno, una parte sí lo es -rectificó Gabriel.

Los dos se detuvieron, con los ojos entornados por la luz del sol y mezclándose sus alientos en el aire seco.

– Se ha ganado cierta fama -dijo Milton-. Ha estado frecuentando malas compañías, si es que eso es humanamente posible dada su propia naturaleza.

– Supongo que te refieres al investigador privado.

– Parker. Y creo que es un ex investigador. Le han retirado la licencia.

– Quizás ha encontrado ocupaciones más pacíficas.

– Lo dudo. Por lo poco que sé de él, no puede vivir sin problemas.

– Y sin embargo, si no conociera bien a Louis, diría que casi le tiene afecto.

– Afecto suficiente para matar por él. Si ha atraído la atención, ha sido obra exclusivamente suya. Lo único que me extraña es que el FBI haya tardado tanto en llamar a su puerta.

– No lo niego -dijo Gabriel-, pero sobre él son tantas las cosas que se saben como las que se desconocen, y estoy seguro de que tú prefieres que eso siga así.

– Espero que no me estés amenazando.

Gabriel apoyó la mano en el brazo del hombre de menos edad y le dio unas palmadas en la manga del abrigo.

– Me conoces de sobra para saber que no -aseguró-. Lo que quiero decir es que al final cualquier investigación topará con un muro de ladrillo, un muro de ladrillo construido por ti y tus colegas. Pero tales barreras no son inexpugnables, y las preguntas adecuadas hechas en los sitios adecuados podrían sacar a la luz información molesta para ambas partes.

– Siempre podríamos deshacernos de él -observó Milton. Si bien lo dijo con una sonrisa en la cara, Gabriel procesó el comentario con expresión de cautela.

– Si ésa fuese tu intención, ya lo habrías hecho hace mucho tiempo -dijo Gabriel-. ¿Y también te habrías librado de mí?

Milton echó a andar otra vez, y Gabriel se colocó a su lado.

– Muy a pesar mío -respondió Milton.

– Por alguna razón, eso casi me consuela.

– ¿Qué quieres que haga?

– Retira a los sabuesos -contestó Gabriel.

– ¿Crees que es tan fácil? Al FBI no le gusta que otras agencias se entrometan en sus asuntos.

– Pensaba que estabais todos en el mismo bando.

– Lo estamos: cada uno en el suyo. No obstante, hablaré con ciertas personas y veré qué puedo hacer.

– Te lo agradecería mucho. Al fin y al cabo, estarás protegiendo un bien valioso.

– Un bien valioso en otro tiempo -corrigió Milton-, a menos, claro, que esté en el mercado para algún trabajo.

– Por desgracia, parece que ha elegido otro camino.

– Es una lástima. Era bueno. Uno de los mejores.

– Esto me recuerda una cosa -dijo Gabriel como si acabara de ocurrírsele y no fuera algo que le corroía desde que se enteró de la muerte de Billy Boy-. ¿Qué sabes de Ventura?

– Para mí, la ventura consiste en saborear un whisky Laphroaig y un buen puro -contestó Milton-. ¿O no te referías a eso?

– No exactamente.

– Perdimos el contacto con él hace muchos años. Además, para empezar, nunca lo tuvimos en nuestra lista de felicitaciones navideñas. Me resultaba un individuo desagradable. No derramé ninguna lágrima cuando cayó en desgracia.

– Pero tú lo utilizaste.

– Un par de veces. Y siempre por mediación tuya. Aprendí a contener la respiración, y después me lavaba las manos. Según tengo entendido, tu «amigo» y tú os las arreglasteis para poner fin a su carrera. -No fue un éxito absoluto -respondió Gabriel.

– Absoluto, no. Os quedasteis cortos con el explosivo.

– Sólo queríamos matarlo a él, no a la mitad de la gente que andaba cerca.

– En ciertos círculos, ese gesto humanitario podría verse como un signo de debilidad.

– Por eso he dedicado tanto tiempo y energía a reducir el tamaño de esos círculos. Como, según creo, has hecho tú.

Milton inclinó la cabeza en un ademán de modesto asentimiento.

– Sin embargo, hay razones para pensar que Ventura podría haber vuelto al radar.

– ¿Ah, sí? -Milton miró a Gabriel a la cara por primera vez-. ¿Y por qué será?

Gabriel había aprendido a interpretar los rostros y los tonos de voz, contrapesar las palabras pronunciadas y los gestos, reparar en las más nimias inflexiones que pudieran revelar la falsedad de lo que se decía. Mientras oía hablar a Milton, tuvo la certeza de que éste no le había dicho todo lo que sabía.

– Tal vez si te enteras de algo más, tengas a bien telefonearme.

– Tal vez -dijo Milton.

Gabriel le tendió la mano. Milton se la estrechó y, durante el apretón, Gabriel le introdujo limpiamente un trozo de papel bajo el puño de la camisa.

– Una pequeña muestra de gratitud -añadió Gabriel-. Un contenedor que no sería recomendable dejar salir del vertedero en cuestión.

Milton movió la cabeza en un gesto de agradecimiento.

– Cuando veas a la oveja descarriada, dale recuerdos de mi parte. -Lo haré, no te quepa duda. Me consta que te aprecia. Milton hizo una mueca. -¿Sabes una cosa? -dijo-. Eso no me resulta muy reconfortante.

Gabriel se puso en contacto con Louis a última hora de ese mismo día, otra vez por mediación de sus respectivos servicios contestadores. Hablaron sólo durante unos minutos en un taxi que iba al Performance Space de Broadway. El taxista estuvo absorto en una larga y animada conversación telefónica, toda ella en urdu. Por un rato, Gabriel se entretuvo en intentar seguir lo que decía.

– He recibido una llamada -informó Gabriel-. Era de un caballero que trabaja para Nicholas Hoyle.

– ¿Hoyle? ¿El millonario?

– Millonario, recluso, como quieras llamarlo.

– ¿Y qué ha dicho?

– Según parece, al señor Hoyle le gustaría verte. Dice que tiene cierta información que podría serte útil, información relativa a los acontecimientos de los últimos días.

– ¿En territorio neutral?

Gabriel cambió de posición en el asiento.

– No. Hoyle nunca sale de su ático. Por lo que cuentan, es un hombre muy suyo. Tendrás que ir a su casa.

– No es así como se hacen las cosas -replicó Louis.

– Se ha dirigido a ti por mediación mía. Y las cosas sí se hacen así. Seguro que conoce las posibles consecuencias si no se atiene a las formalidades de rigor.

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