El guardia de seguridad, sentado detrás del mostrador, se limitó a dejarles pasar con un gesto. Sólo uno de los ascensores tenía las puertas abiertas en el vestíbulo, sin botones dentro ni fuera. El interior estaba recubierto de espejos. No se veía ninguna cámara. Eso implicaba, dedujo Ángel, que lo más probable fuera que hubiese al menos tres: una detrás de cada espejo, y tal vez una cuarta cámara estenopeica detrás del pequeño panel que mostraba los números de las plantas. Como seguramente el ascensor tenía micrófonos ocultos, ninguno de los dos habló. Tan sólo observaron sus reflejos en el reluciente metal de las puertas, uno aparentemente satisfecho, el otro con ojo crítico. A Ángel no le gustaban los espejos. Como Louis había señalado en una ocasión, él tampoco gustaba a los espejos, y añadió el comentario de que «incluso puede que tu reflejo deje mancha».
Cuando en el panel se leyó «Ático», el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron sin hacer ruido. Dos hombres los esperaban en el recibidor, por lo demás vacío, también revestido de espejos y decorado con un jarrón lleno de flores recién cortadas sobre un pequeño pedestal de mármol. Los dos hombres vestían traje negro y corbatas fúnebres a juego, y los dos estaban provistos de varitas detectoras de metales. Examinaron con ellas a Ángel y Louis, deteniéndose en los cinturones, monedas y relojes, y luego les franquearon el paso. Se abrió una puerta de dos hojas, labrada, de origen oriental y sin duda antigua, y al otro lado apareció un tercer hombre. Vestía de manera más informal: pantalón negro y chaqueta de lana negra encima de una camisa blanca con el cuello desabrochado. No llevaba el pelo ni muy largo ni muy corto, echado hacia atrás por encima de las orejas, como si le preocupara lo justo para mantenerlo aseado, y nada más. Tenía los ojos castaños, y Ángel detectó en sus facciones una mezcla de diversión, frustración y envidia profesional. Poseía la complexión de un nadador: ancho de hombros pero esbelto y musculoso en conjunto. La chaqueta le quedaba lo bastante holgada para esconder un arma, y la llevaba desabotonada.
Ángel notó que Louis se relajaba un poco, pero era la reacción contraria a la que cabía pensar. Cuando Louis se relajaba, era indicio de que había cerca una amenaza y se preparaba para actuar, como cuando un arquero suelta el aire al mismo tiempo que la flecha, canalizando así toda la tensión a través del proyectil emplumado. Los dos hombres se escrutaron en silencio por un momento y después el otro individuo habló.
– Me llamo Simeon -dijo-. Soy el ayudante personal del señor Hoyle. Gracias por venir. El señor Hoyle enseguida se reunirá con ustedes.
Ángel no sabía bien cuáles eran las obligaciones de Simeon en su calidad de ayudante, pero casi con toda seguridad no incluían mecanografiar ni responder el teléfono. Tampoco era un simple guardaespaldas, a diferencia de los hombres que los habían registrado. No, Ángel ya había conocido antes a hombres como Simeon, y Louis también. Aquél era un especialista, y Ángel se preguntó por qué un hombre de negocios, incluso uno tan rico y propenso a la reclusión como Nicholas Hoyle, necesitaba a alguien con las aptitudes que Simeon sin duda poseía.
Simeon detuvo la mirada brevemente en Ángel, decidió que no había allí nada digno de atención y volvió a concentrarse en Louis.
Retrocedió hacia el interior de la habitación a la vez que extendía la mano derecha en un gesto de bienvenida. No dio la espalda a Louis, cosa que quedó como señal de respeto y al mismo tiempo de cautela.
Entraron en un salón de planta abierta, amplio, tenuemente iluminado, con estanterías desde el suelo hasta el techo que contenían una combinación de libros, esculturas y armas antiguas: cuchillos, hachas, dagas, todos montados sobre peanas de cristal transparente. Allí dentro hacía tanto frío que a Ángel se le puso la carne de gallina. Las tablas del suelo eran de madera reciclada; los sofás y sillones, oscuros y cómodos. En conjunto, daba la sensación de que aquélla era la morada de un hombre de armas y letras, un hombre arraigado en otra era. El propio salón habría podido pertenecer a otro siglo, de no ser por una mampara de cristal desde donde se veía, en un nivel inferior, una piscina cubierta, cuyas aguas formaban tenues ondas que se reflejaban en las paredes interiores. Si bien en un primer momento el contraste era desconcertante, Ángel llegó a la conclusión de que complementaba la decoración, más que socavarla. Salvo si uno se acercaba al cristal, la piscina permanecía invisible, de modo que lo único que se percibía de ella eran los espectros de las ondas en las paredes. Uno tenía la sensación de estar en el camarote de un gran barco en el mar.
– Caray, qué azul -comentó Ángel, contemplando el agua, y así era: de un azul artificial, como si le hubieran añadido tinte. Ángel pensó que él jamás se zambulliría en esa piscina, ni aun suponiendo que practicase la natación. Parecía una cuba de sustancias químicas.
– El agua de la piscina se somete semanalmente a un tratamiento a cargo de un servicio profesional -explicó Simeon-. El señor Hoyle da mucha importancia a la limpieza.
En su voz se podía apreciar un peculiar tonillo al decirlo, cierto sarcasmo. Louis lo percibió y se preguntó cuál sería el grado de compromiso con su jefe. Había conocido antes a hombres que eran para sus jefes algo más que guardaespaldas, sin llegar a ser amigos. Eran como perros guardianes que con el tiempo acababan queriendo a los hombres que les echaban las sobras de la comida, adorándolos en momentos de afecto y viendo todo gesto de ira dirigido contra ellos como prueba de un fracaso por su parte. Simeon no parecía esa clase de hombre. Aquello era un acuerdo económico, simple y llanamente, y mientras Hoyle siguiera ingresando dinero en la cuenta de Simeon, éste continuaría protegiendo la vida de Hoyle. Las dos partes conocían con toda exactitud cuál era su posición, y Louis suponía que tanto Hoyle como Simeon lo preferían así.
– Oiga, ¿Simeon es su nombre o su apellido? -preguntó Ángel.
– ¿Eso importa?
– Era por entablar conversación.
– Pues no se le da muy bien -observó Simeon.
Ángel lo miró con expresión de desánimo.
– No es la primera vez que me lo dicen.
Louis examinaba una punta de lanza en uno de los estantes. Sin tocarla, movió la peana de cristal con cuidado para verla de frente, como si apuntara hacia su cara.
– Es de una lanza hicsa -explicó Simeon-. Los hicsos invadieron Egipto mil setecientos años antes de Cristo y crearon la decimoquinta dinastía.
– ¿Lo ha leído usted en algún sitio? -preguntó Louis.
– No, lo ha leído en algún sitio el señor Hoyle. Ha tenido la amabilidad de compartir conmigo sus conocimientos, y ahora yo se los transmito a ustedes.
– Muy interesante. Debería organizar visitas turísticas. -Louis se volvió hacia Simeon-. ¿Lleva mucho tiempo trabajando para él?
– Suficiente.
– Eso admite dos interpretaciones.
– Supongo.
– ¿En qué cuerpo sirvió?
– ¿Por qué cree que he estado en el ejército?
– Tengo ojos en la cara.
Simeon se detuvo a pensar antes de responder.
– Infantería de marina.
– A ver si lo adivino: la unidad de reconocimiento.
– No. Antiterrorismo, cerca de Norfolk.
Antiterrorismo: el Equipo de Seguridad Antiterrorista de la Flota de la Infantería de Marina, formado a finales de los ochenta para proporcionar una mayor protección a corto plazo cuando la amenaza excedía las posibilidades de las fuerzas de seguridad convencionales. Simeon había sido instruido, pues, para evaluar amenazas, preparar planes de seguridad, proteger a VIPs. A su pesar, Louis estaba impresionado.
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