John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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– Esto debe de ser un cambio agradable para usted -observó Ángel, uniéndose a la conversación-. Ahora lo más pesado que tiene que levantar es una varita. -Sonrió sin mala intención-. Es como ser un hada madrina.

Louis se acercó a un objeto que parecía una combinación de daga y hacha, con una malévola hoja triangular.

– Eso es una daga-hacha ko. -Un hombre había entrado en la sala desde una puerta situada a la derecha. Tenía una mata de pelo canoso, bien cortado, y llevaba un polo rojo de manga larga y pantalones de lona de color tostado. Calzaba mocasines marrones, gastados y cómodos. Estaba ligeramente bronceado. Al sonreír, revelaba unos dientes un tanto irregulares, y no demasiado blancos. Las gafas le agrandaban como lentes de aumento los ojos azules. Fuera lo que fuese, no parecía un hombre vanidoso, o cuando menos había dejado de hacer las concesiones más obvias a la vanidad. En su aspecto, sólo llamaban la atención los guantes blancos que le cubrían las manos-. Soy Nicholas Hoyle. Bienvenidos, caballeros, bienvenidos.

Se acercó a Louis, aún junto al estante, complacido a todas luces de la oportunidad de exhibir su colección.

– Siglo once o diez antes de Cristo -prosiguió y levantó el arma para que Louis la examinara de cerca-. Causaron sensación en Pa-Shu durante la dinastía zhou oriental, pero ésa es de Shansi.

Colocó el hacha en su sitio y pasó a otra arma.

– Este objeto es interesante. -Separó con cuidado una daga curva de su peana-. Es de la última etapa Shang, entre los siglos trece y doce antes de Cristo. Fíjese, tiene un cascabel en el extremo de la empuñadura. -Agitó el arma con delicadeza-. No servía para matar en silencio, imagino.

Por último, eligió un hacha de aspecto tosco que ocupaba todo un estante.

– Ésta es una de las armas más antiguas que poseo -dijo-. Hung-shan, de la región del río Liao, en la China nororiental. Neolítica. Tres mil años de antigüedad, como mínimo, quizás incluso cuatro mil o más. Tenga, cójala en las manos.

Entregó el hacha a Louis. Detrás de él, Ángel vio tensarse un poco a Simeon. Aun después de tantos años, el hacha era claramente capaz de infligir daño. Parecía mucho menos antigua de lo que era, testimonio de la destreza implícita en su manufactura. Louis observó que la parte superior de la cabeza del hacha estaba labrada en forma de águila. Recorrió el contorno con la yema del índice.

– Tiene un significado religioso -explicó Hoyle-. Por entonces se creía que el primer mensajero del Soberano Celestial fue un ave. Se creía que las águilas comunicaban los deseos humanos a los dioses; en este caso, cabe suponer, la muerte de un enemigo.

– Una colección impresionante -opinó Louis, devolviéndole el hacha.

– Empecé a coleccionar de niño -contó Hoyle-. Primero con balas Minié recogidas en el campo de batalla del monte Kennesaw. Mi padre era un entusiasta de la guerra de secesión y en vacaciones le gustaba llevarnos a los campos de batalla. A mi madre, si no recuerdo mal, aquello no le parecía nada extraordinario. Incluso llegué a crear mi propia mezcla de sebo y cera de abeja para lubricarlas, tal como hacían los soldados a fin de prevenir que se ensuciara el interior del cañón con residuos de pólvora quemada. De lo contrario…

– Se atascaban en el cañón -concluyó Louis-. Lo sé. Yo también las coleccionaba.

– ¿Y eso dónde? -preguntó Hoyle.

– Da igual -contestó Louis-. Fue hace mucho tiempo.

– Ya -dijo Hoyle.

Incómodo, pareció advertir que se había extralimitado al preguntar a Louis acerca de su pasado. Por lo visto, para él eso no era habitual. A fin de ocultar su malestar, señaló un par de sillones y dos sofás idénticos en torno a una mesa baja de secoya. Louis ocupó uno de los sillones, Hoyle el otro, y Ángel se sentó en un sofá. Les ofrecieron bebidas alcohólicas, pero Ángel y Louis las rechazaron. Sirvieron, pues, té verde, y unos caramelos japoneses que a Ángel se le pegaron a los dientes y le llenaron la boca de un sabor a limón y rábanos picantes que no era desagradable, sino sencillamente peculiar.

– Sabrán perdonarme por no estrecharles la mano -se disculpó Hoyle. Lo planteó con habilidad como un ruego, como un favor concedido por otro pese a que la decisión era sólo suya-. Aun con los guantes, tiendo a ser muy cuidadoso con esas cosas. En la mano humana se acumulan bacterias tanto residentes como transitorias, un auténtico pozo negro de gérmenes, pero son las transitorias las que más cautela exigen. Mi sistema inmune no es lo que era… Una carencia congénita… y ya no me atrevo a abandonar estas cuatro paredes. No obstante, conservo buena salud, pero debo tomar precauciones, en especial por lo que se refiere a las visitas. Espero que no se ofendan.

Ni a Ángel ni a Louis se los veía ofendidos. Louis permanecía impasible. Ángel parecía perplejo. Se miró discretamente las manos. Las tenía limpias, pero sabía qué era un pozo negro. Tomó un sorbo de té verde. No tenía apenas sabor. Contempló la posibilidad de usarlo para lavarse las manos.

– Ha llegado a mis oídos que atraviesa usted un momento difícil -dijo Hoyle.

Dirigió sus comentarios sólo a Louis. Ángel ya estaba acostumbrado a eso. No le molestaba. Significaba que, en caso de surgir problemas, por lo general tenía ventaja sobre aquellos que, como Simeon y su jefe, lo habían infravalorado.

– Se le ve bien informado -dijo Louis.

– Hago lo posible por estarlo -respondió Hoyle-. En este caso, por lo visto, sus intereses y los míos coinciden. Sé quién envió a esos hombres a su casa y al taller de Queens. Sé por qué los enviaron. También sé que lo más probable es que la situación se deteriore aún más si no actúa usted de inmediato.

Louis aguardó.

– En 1983 -prosiguió Hoyle- mató a un hombre llamado Luther Berger. Éste recibió un balazo a quemarropa en la parte posterior de la cabeza cuando salía de una reunión de trabajo en San Antonio. Cobró usted cincuenta mil dólares por el encargo. En aquel entonces era una buena cantidad, aun repartiéndola con el conductor del vehículo de huida. Fiel al protocolo, usted no preguntó por qué lo contrataron para liquidar a Berger.

»Pero, por desgracia, ese hombre en realidad no se llamaba Luther Berger. Era Jon Leehagen, o "Jonny Lee", como también se lo conocía. Su padre era un tal Arthur Leehagen. Arthur Leehagen no se tomó a bien que mataran a su hijo mayor. Ha dedicado mucho tiempo a averiguar quién estaba detrás del asesinato. En los últimos doce meses ha hecho avances notables. El hombre que lo contrató a usted por mediación de Gabriel…, Ballantine se llamaba, aunque usted no llegó a conocerlo…, murió hace una semana. Lo llevaron a la finca de Leehagen, lo mataron y dieron de comer los restos a los cerdos. Leehagen también pudo establecer su identidad, y la identidad del conductor del vehículo con el que abandonó el lugar de los hechos. Creo que usted lo conocía como Billy Boy. Al igual que a Ballantine, lo asesinaron: murió apuñalado en un lavabo, según tengo entendido, aunque es posible que usted conozca las circunstancias mejor que yo.

»A los hombres que atacaron su casa y el taller de Queens los envió Leehagen. Y los seguirán otros. No me cabe duda de que es usted capaz de ocuparse de la mayoría de ellos, pero les basta con tener suerte una vez, como a los terroristas, en tanto que usted necesitará suerte y al mismo tiempo destreza en todo momento. También imagino que preferirá no atraer sobre sí o sobre sus actividades profesionales más atención de la absolutamente necesaria. Por lo tanto, le conviene actuar sin pérdida de tiempo.

– ¿Y cómo sabe usted todo eso?

– Porque estoy en guerra con Arthur Leehagen -respondió Hoyle-. Pongo todo mi empeño en saber lo máximo posible sobre sus acciones.

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