John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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– ¿Señora Bondarchuk? -llamó alguien, y ella reconoció la voz del señor Ángel-. ¿Está usted bien?

– Sí -contestó-. Sí. ¿Quiénes eran esos hombres?

– No lo sabemos, señora Bondarchuk.

«Sabemos», en plural.

– ¿Se han ido?

Siguió un silencio.

– Esto…, en cierto modo, sí -repuso el señor Ángel.

La señora Bondarchuk regresó a su apartamento y, tras cerrar la puerta y echar la llave, se sentó con un par de pomeranos en la falda hasta que el señor Ángel fue a verla un rato después con un pastel de chocolate de Zabar's. Juntos, comieron un trozo cada uno, acompañado de un vaso de leche, y el bueno del señor Ángel hizo lo que pudo para tranquilizar a la señora Bondarchuk.

6

Para sorpresa de Willie, y alivio de Arno, el hombre del almacén no estaba muerto. Tenía una fractura de cráneo y sangraba por las orejas, cosa que Willie no consideró buena señal, pero desde luego aún respiraba. Eso ahorró a Willie la decisión acerca del siguiente paso. Como no estaba dispuesto a dejar morir a un extraño en el suelo de su taller, llamó al 911, y Arno y él, mientras esperaban la llegada de la ambulancia y de la inevitable policía, se pusieron de acuerdo sobre su versión de los hechos. Fue un atraco fallido, así de simple. Los hombres buscaban dinero y un coche. Iban armados y Willie y Arno, temiendo por sus vidas, se enfrentaron a ellos, dejando a uno inconsciente en el suelo y poniendo en fuga al otro, que estaba herido.

Willie tomó una precaución más. Con la ayuda de Arno, y empleando una vela que calentó y aplastó en el radiador, tomó las huellas dactilares del hombre sin conocimiento apretando los dedos contra la cera caliente. A continuación dejó la vela detrás de una pila de documentos viejos en el armario del despacho y cerró la puerta con llave. El hombre no llevaba billetero ni ninguna otra forma de identificación, lo que a Willie se le antojó extraño. Sabía que la policía probablemente le tomaría las huellas, pero suponía asimismo que Louis querría hacer averiguaciones por su cuenta. También para ayudar a Louis en dicha empresa, Willie pidió a Arno que hiciera unas fotografías de aquel tipo con su móvil. El móvil de Willie no tenía cámara. Era tan sencillo que a su lado una lata atada al extremo de un cordel semejaba una alternativa viable, pero a Willie ya le parecía bien así.

Al llegar la policía, tanto Willie como Arno representaron sus papeles a la perfección: eran hombres honrados ante una amenaza contra su integridad física y posiblemente contra su vida. Se habían defendido de sus agresores y ahora estaban conmocionados, pero a todas luces vivos, en medio del pequeño taller que habían protegido con tal determinación. Tampoco andaban muy lejos de la verdad. Los policías los escucharon con actitud comprensiva y después les recomendaron que a la mañana siguiente acudieran a la comisaría a fin de prestar declaración formal. Arno preguntó si necesitaría un abogado, pero el inspector respondió que no lo creía. De forma extraoficial comentó que no era probable que se presentasen cargos aun si el maleante moría. A los fiscales no les gustaba interponer acciones judiciales impopulares, y Arno estaba en posición de ampararse en un alegato de defensa propia sin fisuras. El siguiente paso, dijo, era identificar al caballero en cuestión, ya que en los bolsillos sólo llevaba chicle, un rollo de billetes de diez, veinte y cincuenta, y un cargador de reserva para la pistola. Willie y Arno se esmeraron en adoptar una expresión de sorpresa al oír la noticia.

Willie creía que ya prácticamente habían terminado cuando un par de recién llegados, un hombre y una mujer, entraron en el garaje. Los dos vestían traje oscuro, y después de identificarse ante el agente del coche patrulla en la puerta del garaje, éste, tan pronto como entraron, miró por encima del hombro a sus compañeros en el interior y articuló con los labios la palabra «federales», como si ellos no hubieran adivinado ya quiénes eran los visitantes.

Uno de los auxiliares médicos le había vendado la cara a Willie. Le había reducido la fractura de la nariz en su despacho, evitándole así el traslado al hospital, y ahora le palpitaba atrozmente. Si a eso añadía las náuseas debidas a la resaca y la bajada de adrenalina posterior a la pelea, Willie no recordaba la última vez que se había sentido tan mal. Ahora, sentado en un taburete al lado del Oldsmobile tiroteado, con Arno cerca, observó acercarse a los dos agentes y, con una mirada fugaz, indicó a Arno que se avecinaban problemas. Willie no era un experto en fuerzas del orden público, ni en las sutilezas de la jurisdicción, pero había vivido en Queens tiempo suficiente para saber que el FBI no aparecía cada vez que alguien blandía un arma en un taller mecánico, o de lo contrario no tendrían tiempo para nada más.

El hombre era negro, y se presentó como agente especial Wesley Bruce. Su compañera, la agente especial Sidra Lewis, era una rubia teñida con penetrantes ojos azules y el ceño siempre fruncido como si creyera que todos aquellos con quienes se cruzaba durante el trabajo eran culpables de algo, aunque sólo fuera de considerarse mejores que ella. Separaron a Arno y a Willie, la mujer se llevó a Arno al despacho mientras que Bruce se apoyaba en el capó del Oldsmobile, cruzaba los brazos y dirigía a Willie una amplia sonrisa de pocos amigos que a él le recordó la manera de sonreír del masticador de chicle antes de que Arno le arrancara la sonrisa de la cara con un pedazo de metal y madera.

– Y bien, ¿cómo se encuentra? -preguntó Bruce.

– He tenido momentos mejores -contestó Willie. Y ésas fueron las primeras palabras del todo sinceras que pronunciaba desde la llegada de la policía. Tuvo la sensación de que el bueno del agente especial Wesley Bruce allí presente ya se había dado cuenta de ese detalle.

– Por lo visto, nuestros dos amigos se han metido con quienes no debían.

– Eso parece.

– ¿Dice que buscaban un coche?

– Un coche, y dinero.

– ¿Guarda usted mucho dinero aquí?

– No mucho. La mayoría de la gente paga con cheque o tarjeta de crédito. Aunque todavía hay algunos que prefieren el efectivo. Por aquí las viejas costumbres tardan en perderse.

– Seguro que sí -dijo Bruce, como si Willie no estuviera hablando de pagos en efectivo sino de otra cosa muy distinta. Willie se preguntó qué podía ser, pero eran tantas las posibilidades, legales e ilegales, que no supo con qué quedarse. Finalmente estableció la conexión: como todo lo demás esa noche, tenía que ver con Louis y Ángel. Caer en la cuenta no alteró su comportamiento, pero sí acentuó la antipatía que ya le inspiraba el agente especial Bruce.

Bruce miraba a Willie con severidad.

– Seguro que sí -repitió, y esperó.

Willie oía la voz de Arno procedente del despacho. Hablaba mucho más que Willie. De hecho, la agente especial Lewis parecía tener problemas para mediar palabra.

Bienvenida a mi mundo, pensó Willie.

Bruce, comprendiendo por fin que Willie no iba a venirse abajo y confesar todos los crímenes pendientes de resolución en los libros, reanudó el interrogatorio.

– Así que no se habrían embolsado gran cosa por sus esfuerzos, aun cuando se hubiesen salido con la suya.

– Un par de cientos, quizás, incluida la calderilla.

– Muchas molestias por un par de cientos. Seguro que tenían maneras más fáciles de obtener ganancias.

– No tenemos cámaras.

– ¿Cómo dice?

– Cámaras de seguridad. No las usamos. Las hay en la mayoría de los sitios, pero aquí no. Tal vez han deducido que no teníamos y han pensado, qué demonios, intentémoslo.

– En tiempos desesperados, medidas desesperadas.

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