John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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– Ll é venselo -dijo-. Es todo suyo.

– Gracias, jefe -respondi ó Gabriel-. Me disculpo una vez m á s por las molestias causadas.

Wooster no levant ó la vista. Los oy ó salir del despacho, y la puerta se cerr ó suavemente.

Jefe Wooster. El pez gordo. En fin, acababan de dejarle clara la realidad de su situaci ó n. Era un pez peque ñ o en un estanque peque ñ o que de alg ú n modo se hab í a adentrado en aguas profundas y un tibur ó n acababa de ense ñ arle los dientes.

Mir ó la puerta cerrada del despacho imaginando otra vez la pared al otro lado, la sala de observaci ó n detr á s de ella, y al chico en su celda, excepto que ahora era Gabriel quien lo observaba, no Wooster. Tiburones. Aguas profundas. Cosas desconocidas que se enroscaban y desenroscaban en sus profundidades. Gabriel observando al chico, el chico observando a Gabriel, hasta que los dos se fundieron convirti é ndose en un solo organismo que se perdi ó en un mar oscuro como la sangre.

5

A Willie Brew le dolía la cabeza.

En un primer momento las cosas no habían ido tan mal. Al despertar, se sentía deshidratado y tenía plena conciencia de que, pese a no haberse movido ni un milímetro en toda la noche, no había descansado debidamente. Quizá me libre, pensó. Quizá los dioses me sonrían sólo por esta vez. Pero cuando llegó al taller, empezó a palpitarle la cabeza. A mediodía estaba sudoroso y tenía náuseas, y sabía que a partir de ese punto las cosas irían de mal en peor. Sólo deseaba que el día concluyera para poder marcharse a casa, volver a la cama y despertar a la mañana siguiente con la cabeza despejada y una profunda y perdurable sensación de pesar.

Eso le pasaba desde que dejó las bebidas de alta graduación. En sus buenos tiempos, o malos tiempos, podía meterse entre pecho y espalda una botella incluso del peor matarratas y, aun así, a la mañana siguiente estaba en perfectas condiciones. Ahora rara vez bebía algo excepto cerveza, y ésta generalmente con moderación, porque la cerveza lo tumbaba como nunca lo habían tumbado las demás bebidas alcohólicas. Pero un hombre no cumplía seis décadas todos los días, y no sólo correspondía celebrarlo de alguna manera, sino que además eso era lo que esperaban los amigos. Ahora estaba pagando el precio de haber bebido durante siete horas sin parar.

Ni siquiera el almuerzo le había ayudado. El taller se encontraba en un callejón adyacente a la Setenta y Cinco, entre la Treinta y Siete y Roosevelt, cerca del bufete de un abogado indio especializado en inmigración y visados, una astuta elección de razón social por su parte, ya que en la zona vivían más indios que en ciertas partes de la India. La avenida Treinta y Siete tenía restaurantes italianos, afganos y argentinos, entre otros, pero una vez que llegabas a la calle Setenta y Cuatro no había más que indios. Incluso le habían cambiado el nombre, y ahora se llamaba Kalpana Chawla Way, por el astronauta indio que murió en el desastre del transbordador espacial Columbia en 2003, y hombres con turbantes sij repartían la carta de la mañana a la noche a cuantos pasaban por la acera.

Ése era el territorio de Willie. Allí se había criado y esperaba morir allí. De niño iba en bicicleta hasta La Guardia y el estadio Shea y les tiraba piedras a las ratas por el camino. Por entonces vivían en el barrio sobre todo irlandeses y judíos. La calle Noventa y Cuatro era conocida como la línea Mason-Dixon, porque al otro lado todos eran negros. Si no recordaba mal, Willie no había visto una cara negra por debajo de la Noventa y Cuatro hasta finales de los sesenta, si bien en los ochenta había unos cuantos niños blancos en el colegio predominantemente negro de la Noventa y Ocho. Lo curioso era que, al parecer, los blancos se llevaban bastante bien con los negros. Se criaban cerca de ellos, jugaban al baloncesto con ellos y permanecían a su lado cuando algún intruso entraba en su territorio. En esa época, los ochenta, las cosas empezaron a cambiar, y la mayoría de los irlandeses se marcharon a Rockaway. Llegaron las bandas y se propagaron desde Roosevelt. Willie se había quedado y se había enfrentado a ellas, aunque había tenido que poner rejas en las ventanas del pequeño apartamento donde vivía, no muy lejos de donde ahora estaba el taller. Arno, por su parte, siempre había residido en Forley Street, que ahora era Little Mexico, y aún no había aprendido una sola palabra de español. Por debajo de la Ochenta y Tres, el barrio era más colombiano que mexicano y parecía otra ciudad: los hombres voceaban su mercancía en las aceras, gritando y regateando en español, y las tiendas vendían música y películas que ningún blanco compraría jamás. Incluso las películas exhibidas en el Jackson 123 tenían subtítulos en español. Willie sobrevivió a todo aquello. No se largó cuando las cosas se pusieron feas, y cuando Louis se vio obligado a vender el edificio de Kissena, Willie aprovechó la oportunidad para mudarse a un local más cerca de su casa; y ahora él y su negocio formaban parte de la historia del barrio tanto como el bar de Nate. Pero eso no le aliviaba la resaca.

Habían comido en un bufé libre, evitando, como siempre, la cabra al curry, que al parecer era un plato esencial en la gastronomía de esa parte de la ciudad. «¿Has visto alguna vez una cabra?», había preguntado Arno a Willie en una ocasión, y él tuvo que admitir que no, o desde luego no en Queens. Suponía que cualquier cabra que acabase paseándose por la calle Setenta y Cuatro no duraría mucho tiempo dada la evidente demanda de platos en los que era el principal ingrediente. Se mantuvieron, por tanto, fieles al pollo, atracándose de arroz y naan. Fue Arno quien convirtió a Willie a los placeres de la comida india, cabra aparte, y Willie descubrió que, si uno eludía el picante y se concentraba en el pan y el arroz, proporcionaba una esponja bastante aceptable después de una noche de juerga.

Ya de vuelta en el taller, Willie contaba los minutos que faltaban para cerrar y marcharse a casa. En voz baja maldijo a la cervecera Brooklyn y toda su producción.

– El mal trabajador echa la culpa a las herramientas -sentenció Arno.

– ¿Qué?

Willie no había estado de humor para aguantar a Arno en todo el día. Aquel pequeño danés o sueco o lo que fuera no tenía derecho a estar más fresco que una lechuga. Al fin y al cabo, habían cerrado la noche bebiendo juntos, hablando de los viejos tiempos y de los amigos desaparecidos. Entre esos amigos incluso algunos eran humanos, pero la mayoría tenían cuatro ruedas y motores V8. Arno no hacía ascos al alcohol. La única condición era que debía ser claro como el agua, de modo que siempre tomaba ginebra o vodka, y Arno había bebido un vodka doble con tónica por cada cerveza de Willie. Sin embargo allí estaba, animado y alegre al final de un día lúgubre para Willie, escuchando sus conversaciones privadas con los dioses de la cerveza. Daba la impresión de que Arno nunca tenía resaca. Debía de ser por el metabolismo. Sencillamente quemaba el alcohol.

Ese día Willie odió a Arno.

– La cervecera no tiene ninguna culpa -continuó Arno-. Nadie te obligó a beber semejante cantidad de cerveza.

– Tú me obligaste a beber semejante cantidad de cerveza -señaló Willie-. Yo quería irme a casa.

– No, sólo creías que querías irte a casa. En realidad, querías seguir celebrándolo. Conmigo -añadió, y sonrió como un idiota.

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