John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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Y sab í a lo de Errol Rich, y lo que le hab í an hecho delante de muchas de las personas que los domingos alababan a Dios junto con Wooster en la iglesia. S í , lo sab í a muy bien, y ten í a conciencia suficiente para reconocer su complicidad en el hecho, aun cuando no hubiera estado cerca ni mucho menos del viejo á rbol en el que hab í an ahorcado y quemado a Errol. Wooster no hab í a consolidado su autoridad en el pueblo, no en aquel entonces, y para cuando se enter ó de lo ocurrido ya era tarde para impedirlo, o eso se dijo. As í y todo, despu é s dej ó bien claro que semejante acci ó n no deb í a repetirse, no en aquel pueblo, no si é l ten í a algo que decir al respecto. Era un asesinato y Wooster no lo aprobaba. Adem á s, inflam ó los á nimos de los negros innecesariamente. Rebas ó el l í mite en que la ira amenazaba con vencer al miedo. Por otra parte -y era esto, m á s que nada, lo que dio que pensar a mierdas como Little Tom-, un hecho as í pod í a atraer a los federales, poco comprensivos con la manera de hacer las cosas en esa clase de pueblos. No lo entend í an, ni les gustaba. Su intenci ó n era imponer un castigo ejemplar a personas que no se daban cuenta de que los tiempos estaban cambiando, como dec í a aquel cantante de folk.

Y é sa era otra raz ó n para asegurarse de que el chico recib í a su merecido por lo que le hab í a hecho a Deber. Si quedaba impune de un asesinato esta vez, ¿ qu é vendr í a a continuaci ó n? Quiz á se le metiera en la cabeza ir por los hombres que hab í an asesinado a Errol Rich, los que hab í an puesto en marcha el coche bajo los pies de Errol para dejarlo pataleando en el aire quieto del verano, los que lo hab í an rociado de gasolina, los que hab í an encendido la antorcha y la hab í an acercado a su ropa, haciendo que se convirtiera en una almenara en plena noche. Porque tambi é n corrieron rumores sobre Errol Rich y la madre del chico, y con toda seguridad el chico los hab í a o í do. Si un hombre mor í a de esa manera, bien pod í a ocurrir que su hijo decidiera vengarse. Wooster sab í a que, en tales circunstancias, eso har í a é l.

Y ahora Kavanagh estaba all í , otro de los peque ñ os experimentos en cambio social de Wooster, molest á ndolo con alguna gilipollez, que era lo ú ltimo que necesitaba en ese momento. Wooster se enjug ó la cara con el pa ñ uelo y lo escurri ó en la papelera.

¿ Qu é pasa?

No alz ó la vista. Manten í a la mirada fija en la pared ante é l, como si la traspasara para llegar primero a la sala de observaci ó n y luego, m á s all á , hasta el chico que lo hab í a desafiado durante tanto tiempo.

– Tenemos compa ñí a.

Wooster se volvi ó en la silla. Por la ventana, a sus espaldas, vio salir a los hombres de sus coches. Uno era un Ford normal y corriente. Wooster adivin ó la presencia federal, que confirm ó cuando Roy Vallance baj ó el cristal de la ventanilla del acompa ñ ante y tir ó una colilla al patio de la comisar í a. Vallance era agente especial, subjefe de la delegaci ó n local del FBI. Era un tipo aceptable, para lo que corr í a entre los federales. No pretend í a imponer un ritmo demasiado r á pido en todo aquello de los derechos civiles, pero tampoco aceptaba dilaciones. Aun as í , Wooster tendr í a unas palabras con é l en cuanto a esa colilla. Demostraba una falta de respeto.

El segundo coche era demasiado bueno para proceder del parque m ó vil oficial. Era de color tostado, con tapicer í a de piel a juego, y el hombre que se ape ó por el lado del conductor ten í a m á s aspecto de ch ó fer que de agente, aunque Wooster pens ó que parec í a tambi é n un hijo de puta de cuidado, y dedujo que el bulto bajo su brazo izquierdo no era un tumor. Abri ó la puerta trasera del lado del acompa ñ ante, y se uni ó a ellos un tercer hombre. Aparentaba cierta edad, pero Wooster supuso que no era mucho mayor que é l mismo. Sencillamente era de esas personas que siempre parec í an viejas. Le record ó a aquel actor ingl é s, Wilfrid no s é qu é , que sal í a en My Fair Lady, estrenada hac í a ya unos a ñ os. Wooster la hab í a visto con su mujer. Era mejor de lo que esperaba, cre í a recordar. El caso es que ese tipo, el tal Wilfrid, tambi é n hab í a parecido siempre viejo, incluso de joven. Ahora all í ten í a a un pariente cercano, de carne y hueso.

Vallance pareci ó suspirar en su asiento; luego se ape ó del coche y, seguido por dos de sus agentes, se encamin ó hacia la puerta del despacho del jefe, pasando por delante del polic í a sentado a la mesa de recepci ó n para entrar en la zona principal.

– Jefe Wooster -dijo saludando con un gesto de fingida amabilidad.

– Agente especial Vallance -contest ó Wooster.

No se puso en pie. Vallance siempre se hab í a dirigido a é l por su nombre de pila, y Wooster le hab í a devuelto la familiaridad, incluso cuando ten í an trabajo entre manos. Con su saludo, Vallance le daba a entender que la cosa iba en serio, que tanto Wooster como é l estaban bajo vigilancia. As í y todo, Wooster no ten í a intenci ó n de someterse en su propio territorio sin presentar batalla, y quedaba pendiente la cuesti ó n de la colilla.

Wooster mir ó a los cuatro hombres detr á s de Vallance, con el individuo que parec í a viejo, de menor estatura que los otros, situado en medio del grupo.

¿ Qu é ha tra í do? ¿ Un s é quito nupcial? -pregunt ó Wooster.

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