Y sab í a lo de Errol Rich, y lo que le hab í an hecho delante de muchas de las personas que los domingos alababan a Dios junto con Wooster en la iglesia. S í , lo sab í a muy bien, y ten í a conciencia suficiente para reconocer su complicidad en el hecho, aun cuando no hubiera estado cerca ni mucho menos del viejo á rbol en el que hab í an ahorcado y quemado a Errol. Wooster no hab í a consolidado su autoridad en el pueblo, no en aquel entonces, y para cuando se enter ó de lo ocurrido ya era tarde para impedirlo, o eso se dijo. As í y todo, despu é s dej ó bien claro que semejante acci ó n no deb í a repetirse, no en aquel pueblo, no si é l ten í a algo que decir al respecto. Era un asesinato y Wooster no lo aprobaba. Adem á s, inflam ó los á nimos de los negros innecesariamente. Rebas ó el l í mite en que la ira amenazaba con vencer al miedo. Por otra parte -y era esto, m á s que nada, lo que dio que pensar a mierdas como Little Tom-, un hecho as í pod í a atraer a los federales, poco comprensivos con la manera de hacer las cosas en esa clase de pueblos. No lo entend í an, ni les gustaba. Su intenci ó n era imponer un castigo ejemplar a personas que no se daban cuenta de que los tiempos estaban cambiando, como dec í a aquel cantante de folk.
Y é sa era otra raz ó n para asegurarse de que el chico recib í a su merecido por lo que le hab í a hecho a Deber. Si quedaba impune de un asesinato esta vez, ¿ qu é vendr í a a continuaci ó n? Quiz á se le metiera en la cabeza ir por los hombres que hab í an asesinado a Errol Rich, los que hab í an puesto en marcha el coche bajo los pies de Errol para dejarlo pataleando en el aire quieto del verano, los que lo hab í an rociado de gasolina, los que hab í an encendido la antorcha y la hab í an acercado a su ropa, haciendo que se convirtiera en una almenara en plena noche. Porque tambi é n corrieron rumores sobre Errol Rich y la madre del chico, y con toda seguridad el chico los hab í a o í do. Si un hombre mor í a de esa manera, bien pod í a ocurrir que su hijo decidiera vengarse. Wooster sab í a que, en tales circunstancias, eso har í a é l.
Y ahora Kavanagh estaba all í , otro de los peque ñ os experimentos en cambio social de Wooster, molest á ndolo con alguna gilipollez, que era lo ú ltimo que necesitaba en ese momento. Wooster se enjug ó la cara con el pa ñ uelo y lo escurri ó en la papelera.
– ¿ Qu é pasa?
No alz ó la vista. Manten í a la mirada fija en la pared ante é l, como si la traspasara para llegar primero a la sala de observaci ó n y luego, m á s all á , hasta el chico que lo hab í a desafiado durante tanto tiempo.
– Tenemos compa ñí a.
Wooster se volvi ó en la silla. Por la ventana, a sus espaldas, vio salir a los hombres de sus coches. Uno era un Ford normal y corriente. Wooster adivin ó la presencia federal, que confirm ó cuando Roy Vallance baj ó el cristal de la ventanilla del acompa ñ ante y tir ó una colilla al patio de la comisar í a. Vallance era agente especial, subjefe de la delegaci ó n local del FBI. Era un tipo aceptable, para lo que corr í a entre los federales. No pretend í a imponer un ritmo demasiado r á pido en todo aquello de los derechos civiles, pero tampoco aceptaba dilaciones. Aun as í , Wooster tendr í a unas palabras con é l en cuanto a esa colilla. Demostraba una falta de respeto.
El segundo coche era demasiado bueno para proceder del parque m ó vil oficial. Era de color tostado, con tapicer í a de piel a juego, y el hombre que se ape ó por el lado del conductor ten í a m á s aspecto de ch ó fer que de agente, aunque Wooster pens ó que parec í a tambi é n un hijo de puta de cuidado, y dedujo que el bulto bajo su brazo izquierdo no era un tumor. Abri ó la puerta trasera del lado del acompa ñ ante, y se uni ó a ellos un tercer hombre. Aparentaba cierta edad, pero Wooster supuso que no era mucho mayor que é l mismo. Sencillamente era de esas personas que siempre parec í an viejas. Le record ó a aquel actor ingl é s, Wilfrid no s é qu é , que sal í a en My Fair Lady, estrenada hac í a ya unos a ñ os. Wooster la hab í a visto con su mujer. Era mejor de lo que esperaba, cre í a recordar. El caso es que ese tipo, el tal Wilfrid, tambi é n hab í a parecido siempre viejo, incluso de joven. Ahora all í ten í a a un pariente cercano, de carne y hueso.
Vallance pareci ó suspirar en su asiento; luego se ape ó del coche y, seguido por dos de sus agentes, se encamin ó hacia la puerta del despacho del jefe, pasando por delante del polic í a sentado a la mesa de recepci ó n para entrar en la zona principal.
– Jefe Wooster -dijo saludando con un gesto de fingida amabilidad.
– Agente especial Vallance -contest ó Wooster.
No se puso en pie. Vallance siempre se hab í a dirigido a é l por su nombre de pila, y Wooster le hab í a devuelto la familiaridad, incluso cuando ten í an trabajo entre manos. Con su saludo, Vallance le daba a entender que la cosa iba en serio, que tanto Wooster como é l estaban bajo vigilancia. As í y todo, Wooster no ten í a intenci ó n de someterse en su propio territorio sin presentar batalla, y quedaba pendiente la cuesti ó n de la colilla.
Wooster mir ó a los cuatro hombres detr á s de Vallance, con el individuo que parec í a viejo, de menor estatura que los otros, situado en medio del grupo.
– ¿ Qu é ha tra í do? ¿ Un s é quito nupcial? -pregunt ó Wooster.
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