Ahora uno de esos inspectores se puso en pie y sali ó de la sala de interrogatorios. Al cabo de un momento, la puerta de la peque ñ a sala de observaci ó n del jefe se abri ó y entr ó ese mismo inspector con un refresco en la mano.
– No vamos a ninguna parte con este chico -dijo.
– Tienen que seguir intent á ndolo -repuso Wooster.
– Por lo visto, usted ya lo ha intentado por su cuenta.
– Se cay ó de camino al lavabo.
– ¿ Ah, s í ? ¿ Cu á ntas veces?
– Rebot ó , y no llev é la cuenta.
– ¿ Seguro que le ley ó sus derechos?
– Alguien se los ley ó . Yo no.
– ¿ Pidi ó un abogado?
– Si lo pidi ó , yo no lo o í .
El inspector bebi ó un largo trago del refresco. Unas gotas le resbalaron por el ment ó n, como un escupitajo de tabaco.
– No lo hizo é l. Para algo as í se requiere una gran sutileza.
Wooster se enjug ó la frente con el pa ñ uelo empapado.
– ¿ Sutileza? -pregunt ó -. Yo conoc í a a Deber. Conozco a la gente con la que andaba. No son sutiles ni por asomo. Si alguien de su propio c í rculo o alguien que se la ten í a jurada quer í a verlo muerto, le habr í a pegado un tiro o dado una pu ñ alada, o tal vez le habr í a cortado primero los huevos s ó lo para dejar las cosas claras. No habr í a perdido el tiempo separando y luego soldando un silbato para meterle la cantidad exacta de explosivo capaz de destrozarle la cara y de reducirle el cerebro a pulpa. No son tan listos. Ese chico, en cambio… -Se levant ó y se ñ al ó el cristal-. Ese chico es listo: tan listo como para colarse en el instituto sin que nadie lo viera y preparar un poco de p ó lvora casera. Adem á s ten í a un m ó vil: Deber mat ó a su madre y se follaba a su t í a, y no es que Deber se anduviera con muchas delicadezas.
– No hay ninguna prueba de que Deber matara a su madre.
– Pruebas. -Wooster casi escupi ó la palabra-. No necesito pruebas. Hay cosas que sencillamente las s é .
– Ya, bueno, los tribunales lo ven de otra manera. Soy amigo de los hombres que interrogaron a Deber. Hicieron de todo menos conectarlo a una bater í a y fre í rlo para obligarlo a hablar. No se vino abajo. No hay pruebas. No hay testigos. No hay confesi ó n. No hay caso.
En la sala de interrogatorios el chico movi ó un poco la cabeza, como si pese al grosor de las paredes le hubiesen llegado las voces de los dos hombres. Wooster crey ó ver un amago de sonrisa.
– ¿ Sabe qu é m á s pienso? -pregunt ó Wooster, ahora en voz m á s baja.
– Adelante, Sherlock. Escucho.
« Sherlock » , pens ó Wooster. « Vaya un mierda condescendiente est á s t ú hecho. Conoc í a tu padre, y no era mucho mejor que t ú . Era un don nadie, incapaz de encontrar los zapatos por la ma ñ ana si no se los daba alguien, y t ú eres peor polic í a a ú n que é l. »
– Creo que si ese chico no hubiese matado a Deber -dijo Wooster-, Deber lo habr í a matado a é l. Y tambi é n que ninguno de los dos ten í a otra opci ó n. Si ahora no estuviese el chico ah í sentado, estar í a Deber.
El inspector apur ó el refresco. Algo en la ecuanimidad del tono de Wooster le dio a entender que se hab í a pasado de la raya unos segundos antes. Intent ó rectificar.
– Oiga, jefe, puede que tenga raz ó n. El chico tiene algo, eso lo reconozco, pero no nos queda mucho m á s tiempo para decidir si presentamos cargos o lo dejamos correr.
– S ó lo unas horas m á s. ¿ Le ha mencionado a las mujeres? ¿ Ha utilizado tal vez alguna amenaza contra ellas para soltarle la lengua?
– Todav í a no. ¿ Y usted?
– Lo intent é . Fue la ú nica vez que habl ó .
– ¿ Qu é dijo?
– Me contest ó que yo no era la clase de hombre capaz de hacer da ñ o a una mujer.
– ¿ S í ?
– S í .
– ¿ Ten í a raz ó n?
El jefe dej ó escapar un suspiro.
– Supongo.
– Mierda. Pero hay otras maneras. Maneras informales.
Los dos hombres cruzaron una mirada. Al final, el jefe neg ó con la cabeza.
– Creo que tampoco usted es esa clase de hombre.
– No, me temo que no.
El inspector aplast ó la lata del refresco y la lanz ó , con poca destreza, a una papelera. Rebot ó en el borde y fue a parar a un rinc ó n de la sala.
– Espero que con la pistola tenga mejor punter í a -coment ó Wooster.
– ¿ Por qu é ? ¿ Cree que voy a tener que disparar contra alguien?
– Ojal á las cosas fueran as í de f á ciles.
El inspector dio una palmada a Wooster en el hombro y se arrepinti ó de inmediato al notar la mano h ú meda de sudor. Se la sec ó subrepticiamente en la pernera del pantal ó n.
– Volveremos a intentarlo -dijo.
– Adelante -inst ó Wooster-. Lo mat ó é l. S é que lo mat ó é l.
Cuando el inspector sali ó de la sala, Wooster no lo mir ó , sino que mantuvo la vista fija en el joven negro al otro lado del espejo, y el joven negro le devolvi ó la mirada.
Dos horas m á s tarde Wooster, en su despacho, beb í a agua y espantaba las moscas. Los dos inspectores se hab í an tomado un respiro, cansados del interrogatorio y el calor sofocante de la sala. En mangas de camisa, sentados a las puertas de la comisar í a, fumaban en la escalinata con los restos de unas hamburguesas y patatas fritas ante s í . Wooster sab í a que el interrogatorio casi hab í a terminado. No ten í an nada. Despu é s de casi dos d í as, el chico s ó lo hab í a dicho dos frases. La segunda fue su dictamen sobre Wooster. La primera fue para dar su nombre: « Me llamo Louis » .
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