John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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Por alguna razón que no acababa de explicarse, le daban una sensación de seguridad.

Esa noche Louis se quedó en vela mientras Ángel dormía. Pensó en su pasado, y en el lado oculto del mundo. Pensó en las vidas arrebatadas y las vidas perdidas, en su madre y las mujeres que lo habían criado. Pensó en Ventura. Siguió los hilos en la trama de su vida, deteniéndose allí donde se superponían, allí donde uno entraba en conexión con otro.

Y por fin cerró los ojos y esperó la llegada del Hombre Quemado.

Era un pueblo peque ñ o, un pueblo con toque de queda para los negros. Eso ten í a un claro significado para el chico y aquellos como é l. Cierto era que ya no lo anunciaba un letrero a la entrada del pueblo, lo que a su manera pod í a considerarse un avance, aunque lo mismo habr í a dado que lo hubiera, porque casi todos los mayores de siete a ñ os recordaban d ó nde hab í a estado, justo al pie de la verja de la granja de Virgil Jellicote. El viejo Virgil se aseguraba de que el letrero no quedara ilegible por la suciedad o, como hab í a ocurrido una vez durante el periodo de agitaci ó n posterior al asesinato de Errol Rich, por la acertada aplicaci ó n de pintura negra, de modo que donde antes se le í a NEGRO, NO DEJES QUE EL SOL SE PONGA SOBRE TI EN ESTE PUEBLO, pas ó a decir BLANCO, NO DEJES QUE EL SOL SE PONGA SOBRE TI EN ESTE PUEBLO. El viejo Virgil se llev ó un gran disgusto por semejante acto de vandalismo; é l y tambi é n otras personas, y no todas blancas. Lo que le hicieron a Errol Rich estaba mal, pero irritar a la polic í a y al ayuntamiento tonteando con su querido letrero era simple y llanamente una estupidez. Aun as í , cuando la polic í a fue a preguntar qui é n pod í a ser el responsable de los da ñ os, s ó lo encontr ó silencio. Ser mudo no era un delito, todav í a no, y la ley ten í a muchas otras formas de castigar a la gente de color sin necesidad de a ñ adir una m á s a la lista.

El pueblo ni siquiera era excepcional en su declarada exclusi ó n de la poblaci ó n negra. Era uno entre miles en todo Estados Unidos, e incluso condados enteros impon í an el toque de queda cuando lo hac í a la capital del condado. La mitad de los pueblos de Oreg ó n, Ohio, Indiana, los montes Cumberland y los Ozark tuvieron en alg ú n momento toque de queda. Que Dios amparase al negro que estuviera, por ejemplo, en Jonesboro, Illinois, despu é s de ponerse el sol, o cerca de Anna (que tanto blancos como negros llamaban « Aqu í Nada de Negros al Anochecer » , y que conservar í a los letreros a tal efecto en la carretera 127 hasta los a ñ os setenta), o en Appleton, Wisconsin, o en barrios residenciales como Levittown, en Long Island, Livonia, en Michigan, o Cedar Key, en Florida. Ah, y eso tambi é n va por vosotros: jud í os, chinos, mexicanos, indios americanos. L á rgate, hijo. El tiempo apremia…

El pueblo del chico era bonito, eso s í pod í a decirse. Estaba limpio y no se o í an muchas palabras soeces, no en p ú blico. La calle mayor parec í a de postal, y las flores que crec í an en sus macetas siempre eran las propias de la estaci ó n. Pero se trataba de un pueblo peque ñ o, tan peque ñ o, de hecho, que se mirara por donde se mirara apenas pod í a consider á rselo pueblo, aunque por aquellos pagos nadie llamaba aldea a ninguna localidad. El lugar en el que uno viv í a era un pueblo o no era nada. Un pueblo ten í a cierta consistencia. Un pueblo implicaba vecinos, y leyes, y orden en las calles. Un pueblo implicaba aceras, y barber í as, y una iglesia para los domingos. Llamar pueblo a una localidad era reconocer cierto nivel de vida, ciertas pautas de comportamiento. Sin duda la gente se apartaba del buen camino de vez en cuando, pero lo importante era que todos conoc í an ese camino. Cualquier salida del camino era puramente temporal. El carro segu í a adelante, y la buena gente procuraba permanecer en é l durante todo el viaje, aceptando la posibilidad de alguna parada imprevista en el trayecto.

Pero para el chico nunca hab í a sido en realidad un pueblo, no para é l. Pose í a todas las caracter í sticas de un pueblo, ciertamente, por escaso que fuera el espacio que ocupaba. Hab í a tiendas, y un cine, y un par de iglesias, aunque ninguna para los cat ó licos, que ten í an que desplazarse trece kil ó metros al este, hasta Maylersville, o diecinueve al sur, hasta Ludlow, si quer í an rendir culto a su err ó nea versi ó n del Se ñ or. Tambi é n hab í a casas, con un c é sped bien cuidado delante y cercas de estacas blancas y aspersores que emit í an un susurro nada amenazador los t ó rridos d í as estivales. Hab í a abogados, y m é dicos, y floristas, y enterradores. Si mirabas el pueblo con buenos ojos, ten í a todo lo necesario para garantizar un nivel de servicio m á s que suficiente a aquellos que decid í an considerarlo su hogar.

El problema, tal como lo ve í a el chico, resid í a en que toda esa gente era blanca. El pueblo se hab í a construido para blancos y estaba bajo el control de los blancos. En las tiendas, la gente detr á s de los mostradores era blanca, y la gente al otro lado de esos mostradores tambi é n era blanca en su mayor í a. Los abogados eran blancos y los polic í as eran blancos y los floristas eran blancos. Se ve í an negros por el pueblo, pero siempre estaban en movimiento: acarreando, repartiendo, levantando, arrastrando. Ú nicamente los blancos ten í an derecho a quedarse quietos. Los negros hac í an lo que ten í an que hacer y luego se iban. De noche s ó lo quedaban blancos en las calles.

No es que por norma la gente tratara con crueldad a las personas de color, o de manera brutal, o con excesiva severidad. Simplemente ambas partes daban por sentado que el mundo era as í . Los negros ten í an sus propias tiendas, sus garitos, sus lugares de culto, sus propias formas de hacer las cosas. Ten í an su propio pueblo, en cierto sentido, aunque era un pueblo que no preocupaba a los urbanistas ni constaba en ning ú n censo. En general, los blancos no se entromet í an en sus vidas, siempre y cuando nadie causara problemas. Los negros viv í an en los bosques y los pantanos, y algunos, bien mirado, ten í an casas muy bonitas. Nadie les echaba en cara lo que hab í an construido con sus propias manos. Ni siquiera era raro que alg ú n que otro blanco se contara entre la clientela de uno de esos negocios de negros, sobre todo cuando esos negocios prove í an de carne ex ó tica para caballeros exigentes cuyos gustos apuntaban en esa direcci ó n, as í que no pod í a decirse que las dos razas nunca se mezclaran, o que nunca coincidieran. Coincid í an m á s a menudo de lo que la gente quer í a creer, y esos encuentros generaban un buen dinero.

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