John Connolly - Los hombres de la guadaña

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Cuando parecía que la vida de Louis y Angel, los amigos del ex policía Charlie Parker, había alcanzado cierta paz y estabilidad, surgen de pronto sombras de su turbio pasado deseosas de saldar cuentas pendientes. No cabe duda de que alguien quiere atentar contra sus vidas. Y, en esta ocasión, prefieren dejar al margen a Parker, que ha perdido su licencia de investigador privado y el permiso de armas y se gana la vida de camarero en un bar. A Louis no le queda más remedio que volver a ponerse en contacto con su viejo mentor, el enigmático Gabriel… A los quince años, Louis estaba al borde del abismo: había vengado la muerte de su madre y, acusado de asesinato, se encontraba en pleno interrogatorio cuando apareció Gabriel y le ofreció una vía de escape: formar parte de los temibles Hombres de la Guadaña. Ahora, Louis tendrá que librar junto a Angel una encarnizada lucha a vida o muerte.

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Las amenazas contra su familia tampoco hab í an surtido efecto. Proced í a de una casa llena de mujeres. Wooster las conoc í a. Eran buena gente. Wooster no era racista. Hab í a negros buenos y negros malos, tal como hab í a blancos buenos y blancos malos. Ser í a faltar a la verdad decir que el jefe los trataba a todos por igual. De haberlo intentado, si hubiera sido é sa su inclinaci ó n, no habr í a durado ni una semana en el cargo, y ya no digamos diez a ñ os. En realidad, trataba a los negros y a los blancos pobres de un modo bastante parecido. Los blancos ricos requer í an m á s cuidado. En cuanto a los negros ricos, no hab í a raz ó n para preocuparse, porque no conoc í a a ninguno.

Wooster cre í a en la acci ó n policial preventiva. La gente iba a parar a sus celdas s ó lo cuando hab í a hecho algo muy grave, o cuando hab í a fallado cualquier otro intento de convencerlos para que siguieran el camino de la rectitud y la honradez. Conoc í a a la gente que ten í a a su cargo, y se aseguraba de que sus hombres la conocieran tambi é n. El chico y su familia no hab í an reclamado su atenci ó n ni una sola vez durante sus primeros nueve a ñ os en el cargo, no hasta que apareci ó Deber y se gan ó el afecto de la madre del chico, si es que era eso lo que de verdad hab í a ocurrido. Nada en Deber induc í a a pensar que fuera capaz de despertar el afecto de nadie, y el jefe sospechaba que la relaci ó n se hab í a basado m á s en las amenazas y el miedo que en cualquier sentimiento profundo por cualquiera de las dos partes.

Un d í a la madre fue asesinada, su cuerpo maltrecho apareci ó en un callej ó n detr á s de una licorer í a. Seg ú n testimonios, Deber fue visto en esa licorer í a menos de una hora antes de hallarse el cuerpo, y alguien declar ó haber o í do una voz de hombre y una voz de mujer discutiendo m á s o menos a esa hora. Sin embargo, Deber era como el chico sentado ahora en la sala de interrogatorios: no se hab í a venido abajo, y el asesinato de la madre del chico qued ó sin resolver. Deber hab í a vuelto a la casa llena de mujeres y se hab í a liado con la t í a del chico, o eso se rumore ó en el pueblo. Las mujeres le ten í an miedo, y con raz ó n, pero é l deber í a haberlas temido tambi é n a ellas. Eran fuertes y listas, y a todos les pareci ó poco probable que fueran a tolerar la presencia de Deber en su casa durante mucho m á s tiempo.

Y entonces, no mucho despu é s del inicio de esa relaci ó n en particular, alguien hab í a tomado el silbato met á lico que utilizaba Deber para llamar a sus cuadrillas de trabajadores, separ ó sus dos mitades y sustituy ó la bola por un explosivo casero. Cuando Deber sopl ó el silbato, la carga le arranc ó casi toda la cara. Vivi ó a ú n un par de d í as, ciego y padeciendo un sufrimiento terrible, pese a los esfuerzos de los m é dicos por mantenerlo sedado, y al final muri ó . El jefe estaba convencido de que, dondequiera que Deber estuviese ahora, sus sufrimientos no hab í an cesado y sin duda continuar í an eternamente. Deber no fue una gran p é rdida para el mundo, pero eso no cambiaba el hecho de que un hombre hab í a sido asesinado, y deb í a hallarse al responsable. No conven í a dejar suelto a alguien que andaba creando bombas trampa con objetos dom é sticos, ya fueran dirigidas contra negros o blancos. Una cosa eran las pistolas y las navajas. Estas eran armas corrientes, al igual que las personas que las usaban. No hab í a nada especialmente inquietante, m á s all á de la propia brutalidad del acto, en el hecho de que un hombre abriera en canal a otro porque lo contrariaba en un mal d í a, o de que descerrajara un tiro en la cabeza al hombre que ten í a al lado en una discusi ó n por una mujer, por una deuda, o por un par de zapatos. Como jefe de polic í a, Wooster sab í a a qu é atenerse con hombres, y mujeres, de esa cala ñ a. No eran extra ñ os ni sorprendentes. En cambio, alguien capaz de matar a un hombre con un silbato representaba una manera de pensar muy distinta en lo que se refer í a a poner fin a una vida, una manera que el jefe Wooster no ten í a la menor intenci ó n de alentar o aprobar.

Wooster hab í a conseguido una orden de detenci ó n contra el chico el d í a en que Deber muri ó . Los inspectores de la polic í a del estado se echaron a re í r cuando les inform ó por tel é fono de lo que hab í a hecho. Deber, le dijeron, ten í a tantos enemigos que la lista de sospechosos parec í a un list í n telef ó nico. Lo hab í an matado con un artefacto explosivo en miniatura, construido h á bilmente y concebido para asegurarse de que s ó lo el objetivo previsto se viera afectado y de que dicho objetivo no sobreviviera. Eso implicaba un nivel de planificaci ó n que no sol í a asociarse a negros de quince a ñ os que viv í an en una chabola junto a un pantano. Wooster hab í a se ñ alado que el negro en cuesti ó n estudiaba en un instituto, y que é ste, gracias a una donaci ó n de un fondo ben é fico del sur, dispon í a de un laboratorio de ciencias bastante bien equipado donde pod í an obtenerse sin mayor dificultad los elementos constituyentes del explosivo empleado para matar a Deber -cristales de yodo y amoniaco- descubiertos tras un examen de los restos del silbato. De hecho, prosigui ó Wooster, eran justo los elementos que un chico inteligente, y no un asesino experto, emplear í a para confeccionar un explosivo, aunque, seg ú n el informe sobre el silbato, era un milagro que no hubiera estallado mucho antes de llegar a la boca de Deber, ya que el triyoduro de nitr ó geno era un compuesto sabidamente inestable, muy sensible a la fricci ó n. El t é cnico que hab í a examinado el silbato dio a entender que casi con toda seguridad el asesino hab í a mantenido el compuesto, o incluso el propio objeto reconstruido, en agua el mayor tiempo posible, de modo que apenas se hab í a secado cuando la v í ctima se lo llev ó a la boca por ú ltima vez. Fue esta informaci ó n sobre el car á cter del explosivo utilizado y la ausencia de cualquier otra pista lo que indujo a la polic í a del estado a mandar, aunque de mala gana, a dos inspectores para interrogar al chico.

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