Las amenazas contra su familia tampoco hab í an surtido efecto. Proced í a de una casa llena de mujeres. Wooster las conoc í a. Eran buena gente. Wooster no era racista. Hab í a negros buenos y negros malos, tal como hab í a blancos buenos y blancos malos. Ser í a faltar a la verdad decir que el jefe los trataba a todos por igual. De haberlo intentado, si hubiera sido é sa su inclinaci ó n, no habr í a durado ni una semana en el cargo, y ya no digamos diez a ñ os. En realidad, trataba a los negros y a los blancos pobres de un modo bastante parecido. Los blancos ricos requer í an m á s cuidado. En cuanto a los negros ricos, no hab í a raz ó n para preocuparse, porque no conoc í a a ninguno.
Wooster cre í a en la acci ó n policial preventiva. La gente iba a parar a sus celdas s ó lo cuando hab í a hecho algo muy grave, o cuando hab í a fallado cualquier otro intento de convencerlos para que siguieran el camino de la rectitud y la honradez. Conoc í a a la gente que ten í a a su cargo, y se aseguraba de que sus hombres la conocieran tambi é n. El chico y su familia no hab í an reclamado su atenci ó n ni una sola vez durante sus primeros nueve a ñ os en el cargo, no hasta que apareci ó Deber y se gan ó el afecto de la madre del chico, si es que era eso lo que de verdad hab í a ocurrido. Nada en Deber induc í a a pensar que fuera capaz de despertar el afecto de nadie, y el jefe sospechaba que la relaci ó n se hab í a basado m á s en las amenazas y el miedo que en cualquier sentimiento profundo por cualquiera de las dos partes.
Un d í a la madre fue asesinada, su cuerpo maltrecho apareci ó en un callej ó n detr á s de una licorer í a. Seg ú n testimonios, Deber fue visto en esa licorer í a menos de una hora antes de hallarse el cuerpo, y alguien declar ó haber o í do una voz de hombre y una voz de mujer discutiendo m á s o menos a esa hora. Sin embargo, Deber era como el chico sentado ahora en la sala de interrogatorios: no se hab í a venido abajo, y el asesinato de la madre del chico qued ó sin resolver. Deber hab í a vuelto a la casa llena de mujeres y se hab í a liado con la t í a del chico, o eso se rumore ó en el pueblo. Las mujeres le ten í an miedo, y con raz ó n, pero é l deber í a haberlas temido tambi é n a ellas. Eran fuertes y listas, y a todos les pareci ó poco probable que fueran a tolerar la presencia de Deber en su casa durante mucho m á s tiempo.
Y entonces, no mucho despu é s del inicio de esa relaci ó n en particular, alguien hab í a tomado el silbato met á lico que utilizaba Deber para llamar a sus cuadrillas de trabajadores, separ ó sus dos mitades y sustituy ó la bola por un explosivo casero. Cuando Deber sopl ó el silbato, la carga le arranc ó casi toda la cara. Vivi ó a ú n un par de d í as, ciego y padeciendo un sufrimiento terrible, pese a los esfuerzos de los m é dicos por mantenerlo sedado, y al final muri ó . El jefe estaba convencido de que, dondequiera que Deber estuviese ahora, sus sufrimientos no hab í an cesado y sin duda continuar í an eternamente. Deber no fue una gran p é rdida para el mundo, pero eso no cambiaba el hecho de que un hombre hab í a sido asesinado, y deb í a hallarse al responsable. No conven í a dejar suelto a alguien que andaba creando bombas trampa con objetos dom é sticos, ya fueran dirigidas contra negros o blancos. Una cosa eran las pistolas y las navajas. Estas eran armas corrientes, al igual que las personas que las usaban. No hab í a nada especialmente inquietante, m á s all á de la propia brutalidad del acto, en el hecho de que un hombre abriera en canal a otro porque lo contrariaba en un mal d í a, o de que descerrajara un tiro en la cabeza al hombre que ten í a al lado en una discusi ó n por una mujer, por una deuda, o por un par de zapatos. Como jefe de polic í a, Wooster sab í a a qu é atenerse con hombres, y mujeres, de esa cala ñ a. No eran extra ñ os ni sorprendentes. En cambio, alguien capaz de matar a un hombre con un silbato representaba una manera de pensar muy distinta en lo que se refer í a a poner fin a una vida, una manera que el jefe Wooster no ten í a la menor intenci ó n de alentar o aprobar.
Wooster hab í a conseguido una orden de detenci ó n contra el chico el d í a en que Deber muri ó . Los inspectores de la polic í a del estado se echaron a re í r cuando les inform ó por tel é fono de lo que hab í a hecho. Deber, le dijeron, ten í a tantos enemigos que la lista de sospechosos parec í a un list í n telef ó nico. Lo hab í an matado con un artefacto explosivo en miniatura, construido h á bilmente y concebido para asegurarse de que s ó lo el objetivo previsto se viera afectado y de que dicho objetivo no sobreviviera. Eso implicaba un nivel de planificaci ó n que no sol í a asociarse a negros de quince a ñ os que viv í an en una chabola junto a un pantano. Wooster hab í a se ñ alado que el negro en cuesti ó n estudiaba en un instituto, y que é ste, gracias a una donaci ó n de un fondo ben é fico del sur, dispon í a de un laboratorio de ciencias bastante bien equipado donde pod í an obtenerse sin mayor dificultad los elementos constituyentes del explosivo empleado para matar a Deber -cristales de yodo y amoniaco- descubiertos tras un examen de los restos del silbato. De hecho, prosigui ó Wooster, eran justo los elementos que un chico inteligente, y no un asesino experto, emplear í a para confeccionar un explosivo, aunque, seg ú n el informe sobre el silbato, era un milagro que no hubiera estallado mucho antes de llegar a la boca de Deber, ya que el triyoduro de nitr ó geno era un compuesto sabidamente inestable, muy sensible a la fricci ó n. El t é cnico que hab í a examinado el silbato dio a entender que casi con toda seguridad el asesino hab í a mantenido el compuesto, o incluso el propio objeto reconstruido, en agua el mayor tiempo posible, de modo que apenas se hab í a secado cuando la v í ctima se lo llev ó a la boca por ú ltima vez. Fue esta informaci ó n sobre el car á cter del explosivo utilizado y la ausencia de cualquier otra pista lo que indujo a la polic í a del estado a mandar, aunque de mala gana, a dos inspectores para interrogar al chico.
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