Pero en ninguno de los dos bandos olvidaba nadie que la ley era blanca. La justicia pod í a ser ciega, pero la ley no. La justicia era una aspiraci ó n, pero la ley era un hecho. La ley era real, ten í a uniformes y armas. Ol í a a sudor y a tabaco. Conduc í a un coche grande con una estrella en la puerta. Los blancos ten í an justicia. Los negros ten í an la ley.
El chico entend í a todo eso instintivamente. Nadie se hab í a visto obligado a explic á rselo. Su madre, antes de morir, nunca lo sent ó en su regazo para aclararle las sutilezas de la ley en contraste con la justicia tal como se aplicaba a la comunidad negra. Nadie se planteaba siquiera que existiese una comunidad negra. S ó lo hab í a negros. Una comunidad implicaba organizaci ó n, y mucha gente asociaba organizaci ó n con amenaza. Los sindicatos se organizaban. Los comunistas se organizaban. Los negros no se organizaban, all í no. Quiz á s en otras partes, y hab í a quienes sosten í an que los tiempos estaban cambiando, pero no en el pueblo. All í todo iba bien tal como estaba.
Y por eso el chico inquiet ó tanto al polic í a que lo observaba a trav é s del espejo unidireccional de la pared. El espejo era una de las pocas concesiones a la modernidad en el peque ñ o departamento de polic í a del pueblo. No dispon í an de aire acondicionado, pese a que se hab í an instalado los aparatos. El problema era que, al conectarse, saltaban los fusibles del edificio porque el cableado no serv í a, o eso hab í a explicado el electricista. Para que funcionara el aire acondicionado hab í a que picar las paredes de todo el edificio y tender cables nuevos, y eso ser í a un trabajo muy caro para una construcci ó n as í de vieja. Las autoridades municipales se resist í an a aprobar semejante gasto, o al menos si la ú nica finalidad era que el jefe Wooster no sudara durante los calurosos meses del verano. Aunque bien era verdad que, en opini ó n de algunos, al jefe de polic í a no le har í a ning ú n da ñ o sudar un poco de vez en cuando, siendo el jefe, por el consenso general, un saco de grasa con el coraz ó n sometido a un continuo sobreesfuerzo, y no precisamente por exceso de amor a la humanidad.
As í pues, en la peque ñ a sala desde la que el jefe observaba al chico no hab í a m á s refrigeraci ó n que la de un ventilador de mesa, y en aquel espacio cerrado el ventilador de mesa mov í a el aire menos que un pedo de mosquito. El jefe ten í a el uniforme pegado al cuerpo de tal modo que incluso el perfil de su ombligo se ve í a claramente a trav é s de la tela de algod ó n tostado, y el sudor le corr í a a goterones por la cara, casi ceg á ndolo si calculaba mal el momento de enjugarse la frente con el pa ñ uelo.
Y sin embargo no se movi ó de all í . Se qued ó observando con curiosidad al chico, deseando que se viniera abajo. Puede que el jefe Wooster fuera un saco de grasa, y que su opini ó n sobre sus cong é neres estuviese te ñ ida de un cinismo rayano en la misantrop í a, pero no era tonto. El chico despert ó su inter é s. Hab í a conseguido matar al amante de su madre, un hombre llamado Deber, sin ponerle un dedo encima, de eso el jefe estaba convencido, y Deber no era lo que se considerar í a una v í ctima f á cil. El propio Deber hab í a cumplido condena por un asesinato cometido cuando a ú n no ten í a trece a ñ os, y despu é s hab í a habido otros, aunque nadie hubiera podido atribu í rselos. Uno de los homicidios que se le imputaron a Deber era el de una bonita joven negra en la ciudad. El hijo de esa bonita joven negra se hallaba sentado al otro lado del espejo y en ese momento lo interrogaban dos inspectores de la polic í a del estado. No consegu í an sacarle al chico nada m á s de lo que ya le hab í an sacado los hombres del jefe, y é stos se hab í an andado con muchas menos contemplaciones que los inspectores. Testimonio de eso eran las magulladuras que ten í a en la cara y la hinchaz ó n bajo el ojo derecho. Clark, uno de los hombres en cuesti ó n, dijo al jefe que el chico hab í a meado sangre cuando lo llevaron al cuarto de ba ñ o para limpiarse. Despu é s de eso, el jefe les orden ó que se lo tomaran con m á s calma. Quer í a una confesi ó n, no un cad á ver.
Los polic í as del estado hab í an tardado un d í a en organizarse para viajar al norte. Durante esas veinticuatro horas, los hombres del jefe se hab í an cebado en el chico. Primero con palizas, luego con amenazas contra su familia, que le hab í a proporcionado una coartada. Los polic í as le hab í an dado un refresco con un laxante y lo hab í an dejado all í , atado a una silla. El jefe hab í a observado al chico mientras conten í a el impulso de evacuar, tembl á ndole la boca por el esfuerzo, dilatando las aletas de la nariz, cerrando los pu ñ os. Cuando vio claro que el chico no pod í a soportar m á s el dolor, envi ó a Clark a hacerle un ofrecimiento: si admit í a que hab í a asesinado a Deber, lo llevar í an de inmediato al cuarto de ba ñ o. De lo contrario, dejar í an que la naturaleza siguiera su curso y que é l se quedara all í encima del resultado. El chico se limit ó a negar con la cabeza. El jefe casi admir ó su resistencia, salvo por el hecho de que lo hac í a quedar mal a é l. Orden ó a Clark que lo acompa ñ ara al ba ñ o antes de que reventase, porque no quer í a que apestara la ú nica sala de interrogatorios del edificio. Clark obedeci ó , aunque de mala gana. Despu é s llev ó al chico al patio y le dio un manguerazo en el suelo, con Tos pantalones alrededor de los tobillos y los otros polic í as mof á ndose mientras el chorro de agua le golpeaba dolorosamente las partes í ntimas.
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