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John Connolly: Todo Lo Que Muere

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John Connolly Todo Lo Que Muere

Todo Lo Que Muere: краткое содержание, описание и аннотация

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Corrí hacia donde yacía el asesino. La sangre que manaba de sus heridas dibujaba una sombra de color rojo oscuro en el suelo. Las sirenas se oían cada vez más cerca y vi que se congregaba un corrillo de espectadores bajo la luz del sol para observarme mientras me hallaba de pie junto al cuerpo.

El coche patrulla apareció unos minutos después. Yo había puesto ya las manos en alto y colocado la pistola en el suelo ante mí con la licencia de armas al lado. El asesino de Ollie el Gordo yacía a mis pies con la cabeza en un charco de sangre, que fluía por el canal de la alcantarilla en el centro del callejón formando una corriente roja y coagulándose lentamente. Un agente me apuntó con su arma mientras el otro me obligaba a apoyarme contra la pared y me cacheaba con más energía de la necesaria. El policía que me cacheaba era joven, de unos veintidós o veintitrés años, y todo un gallito.

– Joder, Sam -comentó-, tenemos aquí a Wyatt Earp liándose a tiros como si esto fuera Solo ante el peligro.

– Wyatt Earp no salía en Solo ante el peligro -lo corregí mientras su compañero verificaba mi identidad.

En respuesta, el policía me golpeó con fuerza en los riñones y caí de rodillas. Oí más sirenas acercándose, junto con el inconfundible aullido de una ambulancia.

– Eres muy gracioso, listillo -dijo el agente de menor edad-. ¿Por qué le has disparado?

– Tú no andabas por aquí -respondí, apretando los dientes de dolor-. Si hubieras estado, te habría pegado un tiro a ti en lugar de a él.

Se disponía a esposarme cuando una voz conocida dijo:

– Guarda la pistola, Harley.

Miré a su compañero por encima del hombro. Era Sam Rees. Lo reconocí de mi época en el cuerpo y él me reconoció a mí. Dudo que le gustara lo que veía.

– Fue policía -aclaró-. Déjalo en paz.

Después, los tres esperamos en silencio a que los demás se reunieran con nosotros.

Llegaron otros dos coches patrulla antes de que un Nova de color marrón barro descargara en la acera a una figura vestida de paisano. Al alzar los ojos vi a Walter Cole encaminarse hacia mí. No lo había visto desde hacía casi seis meses, como mínimo desde su ascenso a teniente. Llevaba un largo abrigo de piel marrón, poco indicado para aquel calor.

– ¿Ollie Watts? -preguntó, señalando al asesino con una inclinación de cabeza.

Asentí.

Me dejó un rato solo mientras hablaba con unos policías de uniforme y los inspectores del distrito. Advertí que sudaba copiosamente bajo el abrigo.

– Puedes venir en mi coche -me propuso cuando regresó, y lanzó una mirada de aversión mal disimulada al agente Harley. Hizo señas a otros inspectores para que se acercaran y, tras dirigirles unas últimas observaciones con tono sereno y comedido, me indicó con un gesto que fuera hacia el Nova.

– Bonito abrigo -comenté en tono elogioso mientras nos encaminábamos hacia el coche-. ¿A cuántas chicas te has metido en el bolsillo?

A Walter se le iluminaron los ojos por un instante.

– Este abrigo me lo regaló Lee para mi cumpleaños. ¿Por qué iba a llevarlo, si no, con este calor? ¿Alguno de los disparos era tuyo?

– Un par.

– Sabes que hay una ley que prohíbe el uso de armas de fuego en lugares públicos, ¿no?

– Yo sí lo sé, pero dudo que lo supiera ese tipo que había muerto en el suelo, o el que disparó contra él. Quizá deberíais organizar una campaña con carteles informativos.

– Muy gracioso. Entra en el coche.

Obedecí y nos apartamos del bordillo ante las expresiones de curiosidad de la gente allí congregada, que nos siguió con la mirada mientras nos alejábamos por las concurridas calles.

2

Habían transcurrido cinco horas desde la muerte de Ollie Watts el Gordo, su novia Monica Mulrane y el asesino de ambos, aún sin identificar. Me habían interrogado dos inspectores de Homicidios a quienes no conocía. Walter Cole no intervino. Me trajeron café en un par de ocasiones pero, por lo demás, me dejaron tranquilo después de los interrogatorios. En cierto momento, cuando uno de los inspectores abandonó la sala para consultar con alguien, alcancé a ver a un hombre alto y delgado con un traje oscuro de hilo, las puntas del cuello de la camisa afiladas como hojas de afeitar y la corbata roja de seda sin una sola arruga. Parecía un federal, un federal vanidoso.

La mesa de madera de la sala de interrogatorios estaba gastada y picada y cientos o quizá miles de tazas de café habían dejado marcas de cafeína encima. En el lado izquierdo, cerca del ángulo, alguien había grabado un corazón roto en la madera, probablemente con una uña. Y recordé la otra ocasión en que vi ese corazón, cuando me senté en esa sala por última vez.

– Joder, Walter…

– Walt, no es buena idea que él esté aquí.

Walter observó a los inspectores que se habían alineado junto a las paredes, arrellanados en sillas alrededor de la mesa.

– No está aquí -dijo-. Por lo que se refiere a quienes nos encontramos en esta sala, nadie lo ha visto.

La sala de interrogatorios estaba llena de sillas y se había añadido otra mesa. Yo seguía de baja por motivos personales y, como se vería, faltaban dos semanas para que abandonara definitivamente el cuerpo. Mi familia había muerto hacía dos semanas y la investigación todavía no había dado resultados. Con el consentimiento del teniente Cafferty, a punto de jubilarse, Walter había convocado una reunión con los inspectores participantes en el caso, más un par de aquellos a quienes se consideraba los mejores inspectores de Homicidios de la ciudad. Sería una mezcla de confrontación de ideas y conferencia. La conferencia correría a cargo de Rachel Wolfe.

Aunque Wolfe tenía fama de buena psicóloga criminalista, el Departamento se negaba a consultarle porque contaba con su propio pensador de altos vuelos, el doctor Russell Windgate. Sin embargo, como dijo Walter una vez: «Windgate no sería capaz de elaborar siquiera el perfil de un pedo». Era un cabrón hipócrita y paternalista, pero era a su vez hermano del comisario, y eso lo convertía en un cabrón hipócrita y paternalista con influencias.

Windgate asistía en esos momentos a un congreso de freudianos comprometidos en Tulsa, y Walter había aprovechado la ocasión para consultar a Wolfe, que ocupaba la cabecera de la mesa. Era una pelirroja adusta pero con cierto atractivo, de poco más de treinta años, y la melena le caía sobre los hombros de su traje chaqueta azul oscuro. Tenía las piernas cruzadas y un zapato salón de color azul pendía de la punta de su pie derecho.

– Todos sabéis por qué Bird quiere estar presente -prosiguió Walter-. Vosotros en su lugar también querríais.

Con amenazas y camelos lo había persuadido para que me permitiera asistir a aquella reunión informativa. Había exigido la retribución de favores a los que ni siquiera tenía derecho, y Walter había cedido. No me arrepentía de lo que había hecho.

Los otros policías presentes en la sala no se dejaron convencer. Lo percibía en sus rostros, en la manera en que desviaban la mirada, en sus gestos de indiferencia y sus muecas de disgusto. No me importaba. Deseaba oír qué tenía que decir Wolfe. Walter y yo ocupamos nuestros asientos y aguardamos a que empezara.

Wolfe alcanzó unas gafas de la mesa y se las puso. Junto a su mano izquierda, el corazón roto grabado en la superficie de la mesa resplandecía debido al brillo de la madera. Hojeó unos apuntes, separó un par de hojas del montón y comenzó.

– Veamos, no sé hasta qué punto conocéis este asunto, así que iremos por pasos. -Guardó silencio por un momento-. Inspector Parker, es posible que algo de esto le resulte violento. -No utilizó un tono de disculpa; era sencillamente una afirmación. Asentí con la cabeza y ella continuó-: Por lo visto nos encontramos ante un homicidio de carácter sexual, un homicidio sexual y sádico.

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