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John Connolly: Todo Lo Que Muere

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John Connolly Todo Lo Que Muere

Todo Lo Que Muere: краткое содержание, описание и аннотация

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Por primera vez tuve la impresión de que estaba verdaderamente asustado. Sabía lo que se había dicho de mí durante los meses posteriores a los asesinatos, conocía los comentarios de la gente sobre lo que había hecho, sobre lo que quizás había hecho. La expresión en los ojos de Benny Low revelaba que también él los había oído y que creía que podían ser ciertos.

En cuanto a la fuga de Ollie el Gordo, había algo que no acababa de encajar. No habría sido la primera vez que Ollie se hubiera enfrentado a un juez por una acusación de robo de vehículos, aunque en este caso el presunto vínculo con los Ferrera hubiera forzado al alza la fianza. Ollie tenía un buen abogado en quien confiar; de lo contrario, su única relación con la industria del automóvil habría consistido en fabricar matrículas de coche en alguna de las cárceles de la isla de Rikers. No existía ningún motivo especial para que Ollie escapara, ni la menor razón para que arriesgara la vida delatando a Sonny por una cosa así.

– Nada, Benny. No pasa nada. Si te enteras de algo más, dímelo.

– Claro, claro -contestó Benny-. Serás el primero en saberlo.

Cuando salía del despacho, le oí murmurar entre dientes. No podía saber con certeza qué dijo, pero sí lo que me pareció oír. Y me pareció oír que Benny Low había dicho que yo era un asesino como mi padre.

Haciendo las preguntas oportunas, tardé casi todo el día siguiente en averiguar quién era la amiga de Ollie en aquellos momentos, aparte de invertir otros cincuenta minutos de esa mañana en determinar si Ollie estaba con ella mediante el sencillo recurso de llamar a todos los restaurantes tailandeses con reparto a domicilio y preguntar si habían hecho alguna entrega en aquella dirección durante la última semana.

Ollie era un entusiasta de la comida tailandesa y, como la mayoría de los prófugos, seguía fiel a sus hábitos incluso durante la fuga. La gente no cambia mucho, y gracias a eso los tontos son, por lo general, los más fáciles de encontrar. Se suscriben a las mismas revistas, comen en los mismos sitios, beben la misma cerveza, llaman a las mismas mujeres, se acuestan con los mismos hombres. Tras amenazarlos con avisar a Sanidad, un motel oriental de mala muerte llamado Bangkok Sun House confirmó varias entregas a una tal Monica Mulrane en una dirección de Astoria, lo cual me llevó al café, al New York Times y a una llamada telefónica para despertar a Ollie.

Según lo previsto, Ollie, más corto que las mangas de un chaleco, abrió la puerta del 2317 unos cuatro minutos después de mi llamada, asomó la cabeza y, a continuación, bajó con paso torpe los peldaños hasta la acera. Era un personaje absurdo: mechones de pelo alisados a través de la calva, la cinturilla elástica del pantalón marrón claro dilatada sobre aquel vientre de proporciones descomunales. Monica Mulrane debía de quererlo mucho, porque él no tenía dinero y, desde luego, tampoco buena presencia. Curiosamente, Ollie Watts, el Gordo, me inspiró cierta simpatía.

Ollie acababa de poner el pie en la acera cuando un hombre que hacía jogging, vestido con una sudadera y con la capucha subida, corrió hacia él y le descerrajó tres tiros con una pistola que tenía el silenciador puesto. De pronto, la camisa blanca de Ollie se llenó de lunares rojos y él se desplomó. El hombre que hacía jogging era zurdo, se detuvo junto a él y le disparó una vez más en la cabeza.

Alguien gritó y vi a una muchacha morena -era, cabía suponer, Monica Mulrane, la ya desconsolada novia- detenerse por un instante en la puerta del bloque de apartamentos y bajar después rápidamente a la acera, donde se arrodilló junto a Ollie y, llorando, le acarició la cabeza calva y ensangrentada. El que hacía jogging inició la retirada, saltando sobre las puntas de los pies como un púgil que esperara a oír la campana. De repente se paró, regresó y disparó una sola vez a la mujer en la cabeza. Ella cayó doblada en dos sobre el cuerpo de Ollie Watts, cubriendo la cabeza de él con su espalda. Los transeúntes corrían a esconderse tras los automóviles, en las tiendas, y los coches que circulaban por la calle frenaron en seco.

Con mi Smith & Wesson empuñada, ya casi había cruzado la calle cuando el asesino apretó a correr. Mantenía la cabeza gacha y avanzaba deprisa, con el arma aún en la mano izquierda. Pese a llevar unos guantes negros, no había soltado la pistola en el lugar del crimen. O bien era un arma con algún rasgo distintivo, o aquel individuo era estúpido. Confié en que se tratara de lo segundo.

Empezaba a ganarle terreno cuando un Chevy Caprice con los cristales ahumados salió ruidosamente de un cruce y se detuvo a esperarlo. Si no disparaba, se escaparía. Si disparaba, se armaría un buen lío con la policía. Tomé una decisión. El individuo casi había llegado al Chevy cuando hice fuego dos veces: una bala dio en la puerta del coche; la otra abrió un agujero sanguinolento en el brazo derecho del asesino. Se volvió y descerrajó dos tiros a bulto en dirección a mí, y en ese momento vi que tenía los ojos abiertos como platos y muy brillantes. El asesino iba colocado.

Cuando se volvió hacia el Chevy, el conductor, asustado por mis disparos, aceleró y abandonó al asesino de Ollie el Gordo. Éste tiró de nuevo contra mí y la bala hizo añicos la ventanilla de un coche a mi izquierda. Oí gritos y, a lo lejos, el ululato de las sirenas cada vez más cerca.

El asesino apretó a correr hacia un callejón a la vez que echaba un vistazo por encima del hombro hacia donde oía el ruido de mis pisadas. Cuando llegué a la esquina, una bala rozó la pared, pasó silbando por encima de mí y me salpicó de trozos de cemento. Al asomarme, vi al asesino avanzar arrimado a la pared ya más allá de la mitad del callejón. Si salía por el otro extremo, lo perdería entre la multitud.

Por un instante, vi la calle despejada de gente al final del callejón y decidí arriesgarme a disparar. Tenía el sol a mis espaldas cuando me enderecé e hice fuego dos veces en rápida sucesión. Noté vagamente que la gente se dispersaba en torno a mí como palomas por efecto de una piedra en el momento en que el asesino arqueaba el hombro hacia atrás a causa del impacto de uno de mis disparos. A gritos, le ordené que soltara la pistola, pero él, al tiempo que se volvía torpemente, la alzó con la mano izquierda. Sin tiempo de colocarme en posición, descargué otros dos tiros desde unos siete metros. Su rodilla izquierda se hizo añicos al alcanzarle una de las balas de punta hueca, y se desplomó contra la pared del callejón. La pistola se le cayó y se deslizó de forma inocua hacia un montón de bolsas negras y cubos de basura.

Al acercarme vi que tenía el rostro lívido, una mueca de dolor en los labios y la mano izquierda crispada y convulsa junto a la rodilla destrozada sin llegar a tocar la herida. No obstante, aún le brillaban los ojos y me pareció oír que se reía cuando se apartó de la pared e intentó alejarse a la pata coja. Estaba a unos cinco metros de él cuando el chirrido de unos frenos ahogó sus risas. Alcé la vista y vi el Chevy negro parado a la salida del callejón con la ventanilla del copiloto bajada, y de pronto un fogonazo iluminó el oscuro interior.

El asesino de Ollie el Gordo se estremeció y cayó de bruces. Lo recorrió un espasmo y vi una mancha roja propagarse por su coronilla. Se oyó una segunda detonación. Un géiser de sangre brotó de la parte posterior de su cabeza y la cara rebotó contra el mugriento asfalto del callejón. Yo corría ya a cubrirme tras los cubos de basura cuando una bala se incrustó en los ladrillos sobre mi cabeza y me roció de polvo al horadar literalmente la pared. A continuación se cerró la ventanilla del Chevy y el coche partió hacia el este a toda velocidad.

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