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John Connolly: Todo Lo Que Muere

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John Connolly Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Ha anochecido cuando llego y la verja está cerrada. La tapia es baja y me encaramo a ella con facilidad. Camino con cuidado para no pisar las losas conmemorativas ni las flores hasta que me encuentro ante ellas. Aun en la oscuridad sé dónde hallarlas, y ellas, a su vez, pueden encontrarme a mí.

A veces se me aparecen en el umbral entre el sueño y la vigilia, cuando las calles están en silencio y a oscuras o mientras el amanecer se filtra a través del resquicio entre las cortinas bañando la habitación con una luz tenue y gradual. Vienen a mí y veo sus siluetas en la penumbra, mi esposa y mi hija juntas, observándome en silencio, ensangrentadas en una muerte sin reposo. Vienen a mí, su aliento en las brisas nocturnas que me acarician la mejilla y sus dedos en las ramas de los árboles que golpetean la ventana. Vienen hacia mí y ya no estoy solo.

1

La camarera tenía más de cincuenta años y vestía una minifalda negra ajustada, blusa blanca y zapatos de tacón negros. Le rebosaba el cuerpo de cada una de las prendas, y daba la impresión de que se hubiera hinchado misteriosamente en algún punto entre el momento de vestirse y la llegada al trabajo. Me llamaba «cariño» cada vez que me llenaba la taza de café. No decía nada más, y por mí tanto mejor.

Llevaba ya alrededor de una hora y media sentado junto a la ventana observando la casa de piedra roja de la acera de enfrente, y la camarera debía de estar preguntándose cuánto tiempo más pensaba quedarme y si pagaría la cuenta. Fuera, en las calles de Astoria, pululaban los buscadores de gangas. Para matar el rato, mientras esperaba a que Ollie Watts, «el Gordo», saliera de su escondrijo, llegué a leer el New York Times de principio a fin sin quedarme dormido. Mi paciencia estaba a punto de agotarse.

En momentos de debilidad me planteaba prescindir del New York Times los días laborables y comprarlo sólo los domingos, ya que así podría al menos justificar la adquisición por el volumen. La alternativa era pasarme al Post, pero entonces empezaría a recortar cupones y a ir a la tienda en zapatillas de andar por casa.

Quizá mi pésima reacción de aquella mañana al leer el Times fue en cierto modo como matar al mensajero. Se anunciaba que Hansel McGee, juez estatal del Tribunal Supremo y, según algunos, uno de los peores jueces de Nueva York, se retiraba en noviembre y que posiblemente se incorporaría al consejo directivo de la Corporación Municipal de Sanidad y Hospitales.

Sólo con ver el nombre de McGee impreso me ponía enfermo. En la década de los ochenta había presidido el tribunal que vio el caso de una mujer que había sido violada a los nueve años por un tal James Johnson, de cincuenta y cuatro, un guarda del Pelham Bay Park que había cumplido ya condena en varias ocasiones por robo, asalto a mano armada y violación.

McGee rechazó la indemnización de tres millones y medio propuesta por el jurado con las siguientes palabras: «Una niña inocente fue brutalmente violada sin motivo alguno; sin embargo, ése es uno de los riesgos de vivir en la sociedad moderna». En su día, me pareció una sentencia insensible y una justificación absurda para revocar la resolución. Ahora, al ver otra vez su nombre después de lo ocurrido a mi familia, sus opiniones me resultaban mucho más abominables, un síntoma del fracaso de la bondad en presencia del mal.

Mientras me quitaba a McGee de la cabeza, plegué cuidadosamente el periódico, marqué un número en el teléfono móvil y dirigí la mirada hacia una de las ventanas superiores del bloque de apartamentos de enfrente, un tanto ruinoso. Descolgaron después de sonar tres veces el timbre, y una mujer saludó con voz cauta y susurrante; sonaba a tabaco y alcohol, como el chirrido de la puerta de un bar al rozar contra el suelo polvoriento.

– Dile a ese gordo gilipollas de tu novio que voy a subir a buscarlo, y vale más que no me obligue a perseguirlo -dije-. Estoy muy cansado y no tengo intención de andar corriendo por ahí con este calor.

Lacónico, así era yo. Colgué, dejé cinco dólares en la mesa y salí a la calle a esperar a que Ollie Watts, el Gordo, sucumbiera al pánico.

La ciudad padecía una ola de calor húmedo que, según los pronósticos, terminaría al día siguiente con la llegada de lluvias y tormentas eléctricas. Por el momento, las temperaturas eran lo bastante altas para justificar el uso de camisetas, pantalones de algodón y gafas de sol caras, o, si tenías la desgracia de ocupar un cargo de responsabilidad, eran lo bastante altas para sudar como un cerdo bajo el traje en cuanto te separabas del aire acondicionado. No soplaba ni una ráfaga de viento para redistribuir el calor.

Dos días antes, un solitario ventilador de sobremesa pugnaba por hacer mella en el aletargante calor de la oficina de Benny Low en Brooklyn Heights. A través de una ventana abierta oí hablar en árabe por Atlantic Avenue y me llegaron los olores a comida procedentes del Moroccan Star, a media calle de distancia. Benny era un fiador de poca monta que se dedicaba a avalar a procesados en libertad provisional y contaba con que el Gordo no hiciese nada raro hasta el juicio. Ese error de cálculo respecto a la fe del Gordo en el sistema judicial era una de las razones por las que Benny seguía siendo un fiador de poca monta.

Por Ollie Watts, el Gordo, ofrecían una suma razonable, y en el fondo de ciertos estanques vivían seres más inteligentes que la mayoría de los prófugos en libertad provisional. Para el Gordo se había establecido una fianza de cincuenta mil dólares, fruto de un malentendido entre Ollie y las fuerzas de la ley y el orden en relación con el verdadero propietario de un Chevy Beretta de 1993, un Mercedes 300 SE de 1990 y unos cuantos deportivos bien equipados que habían llegado a manos de Ollie por vías ilegales.

El declive del Gordo empezó cuando un agente con vista de lince, enterado de que la reputación de Ollie no era siquiera una rutilante luz en las tinieblas de un mundo sin ley, vio el Chevy bajo una lona y verificó la matrícula. Era falsa, y Ollie, tras un registro, fue detenido e interrogado. Mantuvo la boca cerrada y, en cuanto consiguió la libertad bajo fianza, lió los bártulos y se echó al monte a fin de evitar ulteriores preguntas acerca de quién había dejado los coches a su cuidado. Se sospechaba que procedían de Salvatore Ferrera, alias «Sonny», hijo de un importante capo. Corrían rumores de que en las últimas semanas se habían deteriorado las relaciones entre padre e hijo, pero nadie explicaba la razón.

– Líos de parentela -como había dicho Benny Low aquel día en su despacho.

– ¿Tiene algo que ver con el Gordo?

– ¿Y yo qué coño sé? ¿Quieres telefonear a Ferrera para preguntárselo?

Examiné a Benny Low. Estaba totalmente calvo y, por lo que yo sabía, se había quedado así a los veintitantos. En su cráneo pelado relucían pequeñas gotas de sudor. Tenía los carrillos rubicundos y la carne le colgaba del mentón y la mandíbula como cera fundida. El reducido despacho, situado sobre una carnicería árabe, olía a moho y sudor. Yo ni siquiera sabía muy bien por qué había aceptado el encargo. Tenía dinero -el dinero del seguro, el dinero de la venta de la casa, e incluso cierta suma en metálico de mi fondo de pensiones-, y Benny Low no iba a hacerme más feliz. Quizás el Gordo era sólo una manera de estar ocupado.

Benny Low tragó saliva ruidosamente.

– ¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?

– Ya me conoces, Benny, ¿no?

– ¿Qué coño quieres decir con eso? Claro que te conozco. ¿Necesitas referencias o qué? -Se echó a reír con poca convicción y extendió sus manos regordetas en un amplio gesto de súplica-. ¿Qué? -repitió con voz vacilante.

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