John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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– Muy poco -reconocí.

– Las hienas moteadas suelen tener gemelos. Las crías nacen muy desarrolladas: ya tienen pelaje e incisivos afilados. Casi invariablemente un cachorro ataca al otro, a veces estando aún en la bolsa amniótica. El resultado suele ser la muerte. Por regla general el vencedor es la hembra, y si es la hija de una hembra dominante, se convertirá en su momento en la hembra dominante de la manada. Es una cultura matriarcal. En los fetos machos de la hiena moteada el nivel de testosterona es mayor que en los adultos, y las hembras presentan características masculinas incluso en el útero. Aun en la vida adulta, resulta difícil diferenciar los sexos. -Dejó la copa-. Mi padre sentía gran afición por las ciencias naturales. El reino animal siempre lo fascinó, y le gustaba encontrar paralelismos entre el reino animal y la sociedad humana.

– ¿Y encontró uno en Adelaide Modine?

– Quizás, en cierto sentido. No le inspiraba simpatía.

– ¿Estaba usted aquí cuando murieron los Modine?

– Volví a Haven la noche antes de que se descubriese el cadáver de Adelaide Modine y estuve presente en la autopsia. Llámelo curiosidad morbosa. Y ahora discúlpeme, señor Parker, pero estoy muy ocupado y no tengo nada más que añadir.

Me acompañó a la puerta y abrió la mosquitera para dejarme salir.

– No lo veo especialmente interesado en ayudarme a encontrar a Catherine Demeter, señor Hyams.

Resopló.

– ¿Quién le ha sugerido que hable conmigo, señor Parker?

– Alvin Martin mencionó su nombre.

– El señor Martin es un agente del orden competente y escrupuloso y de gran valía para este pueblo, pero está aquí desde hace relativamente poco -explicó Hyams-. Mi reticencia a hablar se debe a una cuestión de secreto profesional. Señor Parker, soy el único abogado del pueblo. En uno u otro momento, casi todos los que viven aquí, con independencia del color de su piel, su renta o sus creencias políticas y religiosas, han pasado por mi bufete. Eso incluye a los padres de los niños que murieron. Sé bien lo que ocurrió aquí, señor Parker, más de lo que desearía y desde luego mucho más de lo que me propongo compartir con usted. Disculpe, pero aquí se acaba la conversación.

– Entiendo. Otra cosa, señor Hyams.

– ¿Sí? -preguntó con visible hastío.

– El sheriff Granger también vive en esta calle, ¿no?

– El sheriff Granger vive en la casa de al lado, a la derecha. Aquí nunca han entrado a robar, señor Parker, lo que sin duda guarda relación con eso. Buenas noches.

Se quedó ante la mosquitera cuando me alejé. Eché un vistazo a la casa del sheriff al pasar pero no se veían luces encendidas ni un solo coche en el jardín. Mientras volvía a Haven empezaron a caer gotas en el parabrisas y, cuando llegué a las afueras del pueblo, éstas se habían convertido en un aguacero torrencial. Distinguí las luces del motel entre la lluvia. Vi a Rudy Fry de pie en la puerta, mirando el bosque y la creciente oscuridad.

Cuando aparqué, Fry había vuelto a ocupar su puesto en recepción.

– ¿Qué hace aquí la gente para divertirse, aparte de intentar echar a los forasteros del pueblo? -pregunté.

Fry hizo una mueca mientras trataba de separar el sarcasmo de la esencia de la pregunta.

– Aquí no hay gran cosa que hacer salvo beber en el bar -contestó al cabo de un rato.

– Eso ya lo intenté. No me entusiasmó.

Se lo pensó un poco más. Esperé el olor a humo pero no llegó.

– Hay un restaurante en Dorien, a unos treinta kilómetros al este de aquí. Se llama Milano's. Es italiano. -Lo dijo con tono despectivo, dando a entender que no le atraía demasiado ninguna clase de comida italiana que no se presentara en una caja goteando grasa por los agujeros-. Yo nunca he comido allí.

Arrugó la nariz, como para confirmar su recelo a todo lo europeo.

Le di las gracias, fui a mi habitación, me duché y me cambié. Empezaba a cansarme de la implacable hostilidad de Haven. Si a Rudy Fry no le gustaba un sitio, ése debía de ser el sitio adonde yo quería ir. Antes de salir eché una atenta mirada al aparcamiento y poco después dejaba atrás Haven de camino a Dorien.

Dorien no era mucho mayor que Haven, pero tenía una librería y un par de restaurantes, lo que lo convertía en algo así como un oasis cultural. Compré un ejemplar mecanografiado de e.e. cummings en la librería y entré a comer en el Milano's.

Tenía manteles a cuadros rojos y blancos y velas que reproducían el Coliseo en miniatura. Estaba casi lleno y la comida tenía buena pinta. Un esbelto ma î tre con una pajarita roja se acercó diligentemente y me acompañó hasta una mesa en un rincón donde no asustaría a los demás clientes. Saqué el ejemplar de cummings para tranquilizarlos y leí «Un lugar adonde nunca he viajado» mientras esperaba la carta, disfrutando con la cadencia y el delicado erotismo del poema.

Susan no había leído a cummings antes de conocernos y, durante los primeros días de nuestra relación, le mandé ejemplares de sus poemas. En cierto modo, dejé que cummings la cortejara por mí. Creo que incluso añadí un verso suyo a la primera carta que le envié. Al recordarlo ahora, me doy cuenta de que era tanto una plegaria como una carta de amor, una plegaria para que el tiempo la tratara con misericordia porque era preciosa.

Se acercó un camarero y, tras consultar la carta, pedí bruschetta y pasta con salsa carbonara, y agua para beber. Miré alrededor pero nadie parecía fijarse en mí. Mejor así. No había olvidado la advertencia de Ángel y Louis, ni a la pareja del 4 x 4 rojo.

La comida, cuando llegó, era excelente. Me sorprendió el apetito con que la recibí y, mientras comía, fui dándole vueltas a lo que había averiguado por mediación de Hyams y las microfichas, y recordé el atractivo rostro de Walt Tyler, rodeado por la policía.

Me pregunté asimismo por el Viajante, y enseguida lo expulsé de mi pensamiento junto con las imágenes que lo acompañaban. Luego volví al coche y regresé a Haven.

22

Mi abuelo decía que el sonido más aterrador del mundo era el chasquido de una escopeta de repetición al entrar el cartucho en la recámara, una bala dirigida a ti. Ese sonido me arrancó del sueño en el motel cuando subían por la escalera. En ese momento las manecillas fosforescentes de mi reloj de pulsera marcaban las tres y media. Cruzaron la puerta unos segundos después y, en el silencio de la noche, las detonaciones fueron ensordecedoras cuando dispararon una y otra vez a la cama, haciendo volar las plumas y jirones de algodón como una nube de polillas blancas.

Pero para entonces yo ya estaba de pie, pistola en mano. La puerta de comunicación entre las dos habitaciones estaba cerrada y amortiguaba un poco el ruido de los disparos; por esa misma razón ellos tampoco oyeron el sonido de la puerta del pasillo, pese a que había cesado el fuego y el duro eco de los estampidos resonaba en los oídos. La decisión de no convertirme en un blanco fácil durmiendo en la habitación asignada había sido acertada.

Salí al pasillo con un movimiento rápido, me di la vuelta y apunté. El hombre del 4 x 4 rojo estaba allí, con el cañón de una Ithaca de repetición calibre doce cerca de la cara. Incluso en la tenue iluminación del pasillo vi que no había casquillos en el suelo a sus pies. Los disparos los había realizado la mujer.

En ese momento, mientras la mujer maldecía dentro de la habitación, él se volvió hacia mí al mismo tiempo que bajaba el cañón del arma. Disparé una vez. Una rosa oscura brotó de la garganta del hombre y la sangre manó en una lluvia de pétalos sobre su camisa blanca. La escopeta cayó al suelo enmoquetado cuando se llevó las manos al cuello. Le fallaron las rodillas y se desplomó; su cuerpo se retorció como un pez fuera del agua.

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