El cañón de una escopeta asomó por la puerta y la mujer disparó a discreción hacia el pasillo, haciendo saltar el yeso de las paredes. Noté un tirón en el hombro derecho y un lancinante dolor me recorrió el brazo. Intenté sujetar el arma, pero se me cayó al suelo mientras la mujer seguía disparando y las letales balas silbaban por el aire y se incrustaban en las paredes.
Eché a correr por el pasillo y atravesé la puerta de la escalera de incendios. Tropecé y caí rodando justo cuando cesaron los disparos. Supe que me seguiría en cuanto comprobara que su compañero estaba muerto. Si hubiese existido la menor posibilidad de que sobreviviese, quizás habría intentado salvarlo, y salvarse también ella.
Cuando llegué al segundo piso oí sus sonoras pisadas en los peldaños. Me dolía mucho el brazo y estaba seguro de que me alcanzaría antes de que llegase a la planta baja.
Crucé la puerta y entré en el pasillo. El suelo estaba cubierto de láminas de plástico y dos escaleras de tijera se alzaban como campanarios junto a las paredes. En el aire flotaba un intenso olor a pintura y disolvente. A unos siete metros de la puerta había un pequeño hueco, casi invisible hasta que uno llegaba a él; contenía una manguera contra incendios y un pesado y anticuado extintor de agua. Cerca de mi habitación había visto un hueco idéntico. Me metí dentro y, apoyándome contra la pared, intenté controlar la respiración. Levanté el extintor con la mano izquierda y traté de sujetarlo por debajo con la derecha en un vano esfuerzo por utilizarlo como arma, pero el brazo herido, que sangraba mucho, de poco me servía, y el extintor no era lo bastante manejable para ser eficaz. Oí los pasos de la mujer, ahora más lentos, y el suave susurro de la puerta cuando entró en el pasillo. Escuché sus pisadas sobre el plástico. Sonó un ruidoso golpe cuando abrió de una patada la puerta de la primera habitación, y luego otro cuando repitió la operación en la habitación siguiente. Casi había llegado hasta mí, pese a que caminaba con sigilo, el plástico la delataba. Noté cómo la sangre me resbalaba por el brazo y goteaba de las puntas de mis dedos mientras desenrollaba la manguera y esperaba a que ella apareciese.
Cuando estaba casi a la altura del hueco, lancé la manguera como un lazo. La pesada boquilla metálica le acertó en pleno rostro y oí el crujido de un hueso. Retrocedió tambaleándose y un inocuo disparo escapó de su arma a la vez que se llevaba la mano izquierda instintivamente a la cara. Lancé de nuevo la manguera y la goma rebotó contra su mano extendida mientras la boquilla le golpeaba a un lado de la cabeza. Gimió, y yo salí del hueco tan deprisa como pude, ahora con la boquilla en la mano izquierda, y le enrollé la goma alrededor del cuello como los anillos de una serpiente.
Sujetaba con firmeza la culata de la escopeta contra el muslo e intentó deslizar la mano a lo largo del cañón para volver a cargarlo mientras la sangre de la cara le corría entre los dedos de la mano derecha. Le asesté una patada al arma y se le escapó de las manos. Apuntalándome en la pared, la sujeté firmemente contra mí, con una pierna entrelazada a la suya para que no pudiera apartarse y el otro pie sobre la manguera para mantenerla tensa. Y allí permanecimos como amantes, la boquilla caliente a causa de la sangre que se deslizaba por mi mano y la manguera alrededor de la muñeca, mientras ella forcejeaba, hasta que, por fin, cayó exhausta entre mis brazos.
Cuando dejó de moverse, la solté y se desplomó. Le desenrollé la manguera del cuello y, agarrándola por la mano, la bajé a rastras por la escalera hasta la planta baja. Al ver el color amoratado de su rostro, comprendí que había estado a punto de matarla; aun así, no quería perderla de vista.
Rudy Fry yacía en el suelo de su despacho, con sangre coagulada en la cara cenicienta y alrededor de la brecha del cráneo fracturado. Telefoneé a la oficina del sheriff y , minutos después, oí las sirenas y vi el resplandor rojo y azul de las luces girar y reflejarse en el interior del vestíbulo a oscuras; la sangre y las luces trajeron a mi memoria una vez más otra noche y otras muertes. Cuando Alvin Martin entró pistola en mano, sentía náuseas debido a la conmoción y apenas me tenía en pie. La luz roja nos quemaba los ojos como si fuera fuego.
– Es usted un hombre con suerte -dijo la doctora de respetable edad, su sonrisa reflejaba una mezcla de sorpresa y preocupación-. Unos centímetros más allá, y Alvin estaría componiéndole un panegírico.
– Seguro que habría sido digno de oírse -contesté.
Estaba sentado a una mesa de la sala de urgencias del centro médico de Haven, pequeño pero bien equipado. La herida del brazo no era grave, pero había perdido mucha sangre. Me la habían limpiado y vendado, y en la mano sana sostenía un frasco de calmantes. Me sentía como si un tren me hubiese pasado al lado rozándome.
Alvin Martin permanecía junto a mí. Wallace y otro ayudante que no reconocí montaban guardia en el pasillo frente a la habitación donde estaba la mujer. No había recobrado el conocimiento y, por lo que oí de la breve conversación entre el médico y Martin, sospechaba que había entrado en coma. Rudy Fry también seguía inconsciente, pero se esperaba que se recuperase de las heridas.
– ¿Se sabe algo de los agresores? -pregunté a Martin.
– Todavía no. Hemos enviado las fotografías y las huellas digitales al FBI. Hoy mismo mandarán a alguien de Richmond.
El reloj de la pared marcaba las 6:45. Fuera continuaba lloviendo.
Martin se volvió hacia la doctora.
– ¿Podrías dejarnos un par de minutos a solas, Elise?
– Claro. Pero no lo sometas a demasiada tensión.
Martin le sonrió cuando salía, pero, tan pronto como se volvió hacia mí, la sonrisa desapareció.
– ¿Ha venido aquí sabiendo que le habían puesto precio a su cabeza?
– Había oído rumores, sólo eso.
– A la mierda usted y sus rumores. Rudy Fry ha estado a punto de morir y yo tengo en el depósito un cadáver sin identificar con un agujero en el cuello. ¿Sabe quién contrató a esos dos?
– Lo sé.
– ¿Va a decírmelo?
– No, aún no. Tampoco voy a decírselo a los federales. Necesito que me los quite de encima durante un tiempo.
Martin casi se echó a reír.
– ¿Y por qué iba a hacerlo?
– He de terminar lo que vine a hacer. Debo encontrar a Catherine Demeter.
– ¿Este tiroteo tiene algo que ver con ella?
– No lo sé. Quizá sí, pero no entiendo qué pinta en todo esto. Necesito que usted me ayude.
Martin se mordió el labio.
– En el ayuntamiento están fuera de sí. Creen que si esto llega a oídos de los japoneses, abrirán la fábrica en White Sands antes que venir aquí. Todos quieren que usted se marche. De hecho, quieren que lo detenga, le dé una paliza y lo eche.
En la habitación entró una enfermera y Martin se calló, optando por reconcomerse en silencio mientras ella hablaba.
– Lo llaman por teléfono, señor Parker -dijo-. Un tal teniente Cole de Nueva York.
Hice una mueca de dolor al levantarme, y ella pareció compadecerse de mí. En ese momento estaba más que dispuesto a aceptar la compasión de alguien.
– Quédese ahí -añadió la enfermera con una sonrisa-. Le traeré un supletorio y pasaremos aquí la llamada.
Regresó al cabo de unos minutos con el teléfono y lo conectó a una toma de la pared. Alvin Martin permaneció allí indeciso por un momento y finalmente salió hecho una furia; me quedé solo.
– ¿Walter?
– Me ha telefoneado un ayudante del sheriff. ¿Qué ha pasado?
– Dos de ellos han intentado liquidarme en el motel. Un hombre y una mujer.
– ¿Estás malherido?
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