Hizo una mueca exagerada al recordarlo y luego calló. Se oyó un trueno y el porche pareció oscurecerse durante un rato, pero aún veía a Walt Tyler con la mirada fija en mí, ahora ya sin sonreír.
– El señor Parker es detective, Walt. Fue inspector de policía -explicó Alvin.
– Busco a una persona, señor Tyler -dije-. Una mujer. Quizá la recuerde usted. Se llama Catherine Demeter. Es la hermana menor de Amy Demeter.
– Ya sabía yo que usted no era escritor. Alvin no me traería aquí… -buscó la palabra adecuada- a una de esas sanguijuelas. -Tomó su taza y se bebió el café despacio y en silencio, como si no quisiera hablar más del tema y, me dio la impresión, para pararse a considerar lo que acababa de decir-. La recuerdo, pero no ha vuelto desde la muerte de su padre, y ya han pasado diez años. No tiene ninguna razón para volver.
Esa frase empezaba a parecer un eco.
– Aun así, creo que ha vuelto, y creo que forzosamente su regreso guarda relación con lo que pasó entonces -contesté-. Usted es uno de los pocos que quedan de aquella época, señor Tyler, usted, el sheriff y uno o dos más, los únicos implicados en lo sucedido.
Supuse que hacía mucho tiempo que no hablaba de aquello en voz alta, pero tenía la certeza de que nunca transcurrían largos periodos sin que lo ocurrido volviera a sus pensamientos o sin que él lo tuviera presente de manera más o menos viva, al igual que un antiguo dolor que nunca desaparece pero a veces se olvida en medio de otra actividad y luego vuelve. Y pensé que cada vez que el dolor volvía, grababa una arruga más en su rostro, y así un hombre antes apuesto podía perder su atractivo como una magnífica estatua de mármol se descascarilla poco a poco hasta convertirse en un vago remedo de lo que fue.
– A veces aún la oigo. Oigo sus pasos en el porche por la noche, la oigo cantar en el jardín. Al principio salía corriendo cuando la oía, sin saber si estaba dormido o despierto. Pero nunca la vi. Y pasado un tiempo dejé de echar a correr, aunque aún me despertaba. Ahora ya no viene tan a menudo.
Quizás, a pesar de la luz cada vez más tenue del crepúsculo, vio algo en mi semblante que le permitió comprender. No tengo la certeza, y él no dio señales de saberlo ni de que existiera algo más entre nosotros que una necesidad de información y un deseo de contar, pero interrumpió por un momento su relato y, en ese silencio, casi nos rozamos, como dos viajeros que se cruzan en un largo y arduo camino y se ofrecen mutuo consuelo en su recorrido.
– Era mi única hija -prosiguió-. Desapareció cuando volvía del pueblo un día de otoño y nunca más la vi viva. La siguiente vez que la vi era hueso y papel y no pude reconocerla. Mi esposa, que en paz descanse, denunció la desaparición a la policía, pero durante uno o dos días nadie vino, y en ese tiempo peinamos los campos y buscamos en las casas y por todas partes. Fuimos de puerta en puerta, llamando y preguntando, pero nadie supo decirnos dónde estaba ni adónde podía haber ido. Y de pronto, tres días después de marcharse, un ayudante del sheriff se presentó aquí y me detuvo por el asesinato de mi hija. Me retuvieron durante dos días, me golpearon, me acusaron de violar y maltratar a niños. Pero yo sólo dije lo que sabía que era verdad, y al cabo de una semana me soltaron. Y mi hija nunca apareció.
– ¿Cómo se llamaba, señor Tyler?
– Se llamaba Etta Mae Tyler y tenía nueve años.
Oí el susurro de los árboles agitados por el viento y los crujidos de los listones de la casa al asentarse. En el jardín, un columpio se balanceaba. Daba la impresión de que todo se movía alrededor mientras conversábamos, como si nuestras palabras hubieran despertado algo dormido desde hacía mucho tiempo.
– Tres meses después desaparecieron otros dos niños, los dos negros, en el transcurso de una semana. Hacía frío. La gente pensó que quizá la primera niña, Dora Lee Parker, se había caído por un agujero en el hielo mientras jugaba. El hielo volvía loca a aquella criatura. Pero la buscaron en todos los ríos, dragaron todos los estanques y no la encontraron. La policía vino a interrogarme otra vez, y durante un tiempo incluso algunos vecinos me miraron con cara rafa. Sin embargo, la policía volvió a desinteresarse. Eran niños negros y no vieron razón para relacionar los dos casos.
»El tercer niño no era de Haven, sino de Otterville, a unos sesenta kilómetros. Otro negro, que se llamaba… -Se interrumpió, se llevó la palma de la mano a la cabeza y, cerrando los ojos, se apretó la frente-. Bobby Joiner -añadió en voz baja, con un leve gesto de asentimiento-. Por entonces empezaba a cundir el pánico y se envió una delegación al sheriff y al alcalde. La gente no dejaba salir de casa a los niños, sobre todo de noche, y la policía interrogó a todos los negros en kilómetros a la redonda y también a algún que otro blanco, en su mayoría pobres hombres que se sabía que eran homosexuales.
»Creo que a continuación hubo una tregua. Esa gente quería dejar pasar un tiempo para que los negros respiraran tranquilos otra vez, que se despreocuparan, pero eso no ocurrió. La situación se prolongó durante meses, hasta principios de 1970. Entonces desapareció la pequeña Demeter y todo cambió. La policía interrogó a los habitantes de kilómetros a la redonda, tomó declaraciones, organizó partidas de búsqueda. Pero nadie vio nada. Era como si la tierra se hubiera tragado a la niña.
»Las cosas pintaron peor para los negros. Al final la policía cayó en la cuenta de que podía existir alguna relación entre las desapariciones y pidió la intervención del FBI. A partir de ese momento, cualquier negro que anduviera por el pueblo de noche se exponía a ser detenido o maltratado, o las dos cosas. Pero esa gente… -Repitió esas palabras y en su voz se percibió una especie de sacudida, un gesto de horror ante el comportamiento humano-. Esa gente disfrutaba con lo que hacía y no podía parar. La mujer intentó secuestrar a un niño en Batesville, pero estaba sola y el niño forcejeó, le dio patadas, le arañó la cara y escapó. Ella lo persiguió, pero al final desistió. Sabía lo que le esperaba.
»Aquél era un niño espabilado. Describió a la mujer, recordó el modelo del coche e incluso parte de la matrícula. Pero no identificaron el coche hasta el día siguiente y entonces fueron a buscar a Adelaide Modine.
– ¿La policía?
– No, la policía no. Una muchedumbre, algunos de Haven, otros de Batesville, dos o tres de Yancey Mill. El sheriff no estaba en el pueblo cuando ocurrió y los hombres del FBI ya se habían marchado. Pero el ayudante del sheriff, Earl Lee Granger, iba con ellos cuando llegaron a la casa de los Modine, y ella no estaba. Sólo estaba allí el hermano y se encerró en el sótano, pero entraron por la fuerza.
Se quedó en silencio y oí cómo tragaba saliva en la creciente oscuridad; supe que él había estado allí.
– Dijo que no sabía dónde estaba su hermana, que no sabía nada de los niños muertos. Así que lo colgaron de una viga del techo y quedó como un suicidio. Llamaron al doctor Hyams para certificarlo, pese a que en aquel sótano el techo quedaba a cinco metros de altura y era imposible que aquel muchacho hubiera llegado hasta allí para ahorcarse a menos que fuera capaz de trepar por las paredes. Después corrió el chiste de que Modine debía de tener muchas ganas de colgarse para subir hasta allí sin ayuda.
– Pero ha dicho que la mujer estaba sola cuando intentó secuestrar al último niño -comenté-. ¿Cómo sabían que su hermano estaba implicado?
– No lo sabían, o al menos no lo sabían con seguridad. Pero ella necesitaba la ayuda de alguien para hacer lo que hizo. No es tan fácil controlar a un niño. Forcejean, dan patadas y piden ayuda a gritos. Por eso no lo consiguió la última vez, porque nadie la ayudó. Al menos eso imaginaron.
Читать дальше