John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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– Por curiosidad. Fue la responsable de muchas de las desgracias de este pueblo, pero me resulta difícil imaginarla. Tal vez quiera ver la expresión de sus ojos.

Martin me dirigió una mirada de perplejidad.

– Puedo pedirle a Laurie que busque en los archivos de la biblioteca. Le diré a Burns que revise nuestros propios expedientes, pero podría llevar su tiempo. Están todos en cajas y el sistema de clasificación es bastante confuso. Algunos ni siquiera están ordenados por fecha. Supone mucho trabajo sólo para satisfacer su curiosidad.

– De todos modos se lo agradecería.

Martin emitió un sonido gutural, pero guardó silencio durante un rato. Cuando el motel apareció a nuestra derecha, detuvo el coche en el arcén.

– En cuanto a Earl Lee… -dijo.

– Siga.

– El sheriff es un buen hombre. Por lo que he oído, mantuvo unida a la gente del pueblo después de los asesinatos de los Modine, él, el doctor Hyams y un par de personas más. Es un hombre íntegro y no tengo queja de él.

– Si lo que ha dicho Tyler es verdad, quizá sí debería tenerla.

Martin asintió con la cabeza.

– Es una posibilidad. Si es cierto, el sheriff debe de cargar con ello en su conciencia. Es un hombre angustiado, señor Parker, angustiado por el pasado, por sí mismo. No le envidio nada excepto su fortaleza. -Abrió las manos e hizo un gesto de indiferencia-. Una parte de mí opina que usted debería quedarse y hablar con él cuando vuelva; pero otra parte de mí, la parte inteligente, me dice que lo mejor para todos será que termine su trabajo lo antes posible y se marche.

– ¿Ha tenido noticias de él?

– No. Se toma algún que otro permiso y a veces se retrasa un poco, pero no voy a echárselo en cara. Es un hombre solitario. Un hombre al que le gusta la compañía de otros hombres aquí no puede encontrar mucho consuelo.

– No -dije, contemplando el parpadeo del letrero de neón del Welcome Inn-. Supongo que no.

El aviso llegó casi en el instante en que Martin arrancó. Se había producido una muerte en el centro médico: la mujer sin identificar que había intentado matarme la noche anterior.

Cuando llegamos, dos coches patrulla obstruían la entrada del aparcamiento, y vi hablar en la puerta a los dos hombres del FBI. Martin siguió adelante, y cuando salimos del coche, los dos agentes, pistola en mano, se encaminaron hacia mí al unísono.

– ¡Calma! ¡Calma! -exclamó Martin-. Ha estado conmigo todo el tiempo. Guarden las armas.

– Vamos a retenerlo hasta que llegue el agente Ross -dijo uno de los agentes, que se llamaba Willox.

– No van a retener a nadie, no hasta que averigüe qué pasa aquí.

– Ayudante, se lo advierto, este asunto le viene grande.

En ese momento Wallace y Burns, alertados por los gritos, salieron del centro médico. En honor a la verdad, debo decir que los dos se colocaron junto a Martin en ademán de empuñar sus armas.

– Como decía, dejemos las cosas como están -repitió Martin con tranquilidad.

Dio la impresión de que los federales no iban a ceder, pero al final enfundaron sus pistolas y se apartaron.

– El agente Ross se enterará de esto -le dijo Willox a Martin entre dientes, pero éste pasó de largo.

Wallace y Burns nos acompañaron a la habitación asignada a la mujer.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Martin.

Wallace enrojeció y empezó a balbucear.

– Joder, Alvin, hemos oído alboroto fuera del centro y…

– ¿Qué clase de alboroto?

– Se ha incendiado el motor de un coche, el de una enfermera. Me ha parecido muy raro. No había nadie dentro y ella no lo había utilizado desde esta mañana. No me he separado de esta puerta más de cinco minutos. Al volver, la mujer estaba así…

Llegamos a la habitación de la mujer. A través de la puerta abierta vi su piel pálida como la cera y la sangre en la almohada junto a la oreja izquierda. Un objeto metálico, terminado en una empuñadura de madera, brillaba en la oreja. La ventana por la que había entrado el asesino aún estaba abierta; habían roto el cristal para descorrer el pestillo. En el suelo había una lámina de papel adhesivo con fragmentos de vidrio. Quienquiera que hubiese matado a la mujer se había tomado la molestia de pegarlo a la ventana antes de romper el cristal a fin de amortiguar el sonido y asegurarse de que apenas hacía ruido al caer al suelo.

– ¿Quién más ha entrado aquí, aparte de vosotros dos?

– La doctora, una enfermera y los dos federales -dijo Wallace.

La doctora ya mayor llamada Elise apareció detrás de nosotros. Se la veía nerviosa y cansada.

– ¿Qué le ha pasado a esta mujer? -preguntó Martin.

– Un objeto punzante introducido por la oreja, creo que un punzón para romper hielo, le ha perforado el cerebro. Ya estaba muerta cuando hemos llegado.

– Han dejado el punzón -musitó Martin.

– Limpio y sencillo -dije-. Nada que relacione al asesino con lo ocurrido si lo… o la… atrapan.

Martin se volvió de espaldas a mí y empezó a consultar a los otros dos ayudantes. Mientras hablaban, me alejé y fui a los servicios de hombres. Wallace me miró y, con gestos, le indiqué que teñía náuseas. Desvió la vista con expresión de desprecio. Pasé cinco segundos en los lavabos y me escabullí del centro por la puerta trasera.

Se me acababa el tiempo. Sabía que Martin intentaría sonsacarme el nombre de quién había contratado a los asesinos. El agente Ross no tardaría en llegar. En el mejor de los casos me retendría hasta obtener la información que quería, y se esfumaría toda esperanza de encontrar a Catherine Demeter. Regresé al motel, donde seguía aparcado mi coche, y salí de Haven.

25

El camino a las ruinas de la casa Dane era poco más que dos roderas de barro y el coche avanzaba por ellas con grandes dificultades, como si la propia naturaleza conspirase para impedir que me acercara. Volvía a llover a cántaros, y el viento y el agua unidos hacían casi inútil el limpiaparabrisas. Agucé la vista para localizar la cruz de piedra y doblé por el desvío. La primera vez pasé por delante sin verla y sólo me di cuenta de mi error cuando el camino se convirtió en una masa de barro y árboles caídos y podridos que me obligó a volver marcha atrás lentamente por donde había llegado. Por fin detecté a mi izquierda dos pequeñas columnas derruidas y, entre ellas, las paredes casi sin tejado de la casa Dane recortándose contra el cielo oscuro.

Me detuve frente a los ojos vacíos de las ventanas y la boca abierta de lo que en otro tiempo fue una puerta, con trozos del dintel esparcidos por el suelo como antiguos dientes. Saqué la pesada linterna de debajo del asiento, me apeé y, soportando el doloroso golpeteo de la lluvia en la cabeza, corrí en busca de la exigua protección que el interior de las ruinas podía ofrecer.

Había desaparecido más de medio tejado y, a la luz de la linterna, lo que quedaba se veía aún ennegrecido. Había tres habitaciones: lo que fue una cocina americana, reconocible por los restos de un hornillo antiguo en el rincón; el dormitorio principal, ahora vacío excepto por un colchón sucio rodeado de preservativos usados, esparcidos como pieles mudadas de serpiente, y una habitación más pequeña, que quizás en otro tiempo fue el cuarto de los niños pero ahora era un amasijo de madera vieja y barras de metal herrumbrosas, junto con botes de pintura dejados allí por alguien demasiado perezoso para llevarlos al vertedero municipal. Las habitaciones olían a madera vieja, fuego sofocado hacía mucho y excrementos humanos.

En un rincón de la cocina había un viejo sofá cuyos muelles asomaban a través de los podridos cojines. Formaba un triángulo con las paredes adyacentes del rincón, a las que se adherían tenazmente los restos de un descolorido papel pintado de flores. Apoyando la mano en el respaldo, enfoqué la linterna por detrás del sofá. Estaba húmedo pero no mojado, ya que parte del tejado lo protegía aún de lo peor de la intemperie.

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