– Escúcheme. Granger ha muerto. Catherine Demeter también. Creo que los mató Hyams.
– ¿Hyams? -repitió Martin casi a voz en grito-. ¿El abogado? Usted ha perdido el juicio.
– Hyams también está muerto. -Aquello empezaba a parecer una broma de mal gusto, salvo que yo no me reía-. Ha intentado matarme en la casa Dane. Los cadáveres de Granger y Catherine Demeter están allí, en el sótano. Los he encontrado y Hyams ha intentado encerrarme dentro. Se ha producido un tiroteo y Hyams ha muerto. Hay otra persona en juego, el individuo que liquidó a la mujer en el centro médico. -No quería dar el nombre de Sciorra, al menos de momento.
Martin permaneció callado por un instante.
– Debe venir aquí. ¿Dónde está?
– Aún no he acabado. Tiene que quitármelos de encima.
– No voy a quitarle a nadie de encima. Este pueblo se está convirtiendo en un depósito de cadáveres por su culpa, y ahora es sospechoso de no sé cuántos asesinatos. Venga aquí. Ya tiene bastantes problemas.
– Lo siento, no puedo. Escúcheme. Hyams mató a Demeter para impedir que se pusiera en contacto con Granger. Creo que Hyams fue el cómplice de Adelaide Modine en los asesinatos de los niños. Si es así, si él escapó impune, también ella podría haber escapado. Hyams podría haber simulado la muerte de Adelaide. Él tenía acceso a sus muestras dentales en la consulta de su padre. Podría haber cambiado su historial por el de otra mujer, quizás una trabajadora inmigrante, quizás una mujer secuestrada en otro pueblo, no lo sé, pero algo movilizó a Catherine Demeter. Algo la impulsó a volver aquí. Sospecho que la vio. Sospecho que vio a Adelaide Modine, porque no tenía ninguna otra razón para volver, para desear ponerse en contacto con Granger después de tantos años.
Al otro lado de la línea se produjo un silencio.
– Ross parece un volcán con traje de hilo. Va tras usted. Ha conseguido la matrícula de su coche a través de la ficha del motel.
– Necesito su ayuda.
– ¿Dice que Hyams estuvo implicado?
– Sí. ¿Por qué?
– He pedido a Burns que examinara nuestros expedientes. No ha llevado tanto tiempo como me temía. Earl Lee tiene…, tenía el expediente relacionado con los asesinatos. Lo consultaba de vez en cuanto. Hyams vino a buscarlo anteayer.
– Presiento que, si lo encuentra, las fotos habrán desaparecido. Es posible que Hyams registrara la casa del sheriff para dar con él. Tenía que eliminar cualquier rastro de Adelaide Modine, cualquier cosa que pudiera vincularla con su nueva identidad.
Desaparecer no es fácil. Desde que nacemos dejamos una estela de papel, de documentos públicos y privados. En la mayoría de los casos definen qué somos ante el Estado, el gobierno, la ley. Pero hay maneras de desaparecer. Uno consigue una partida de nacimiento nueva, quizás a partir de un índice necrológico o utilizando el nombre y la fecha de nacimiento de otra persona, y le da un aspecto antiguo llevándola en el zapato durante una semana. Luego solicita el carnet de socio en una biblioteca y, a partir de ahí, obtiene una tarjeta del censo electoral. Después se dirige a la delegación de tráfico más cercana, enseña la partida de nacimiento y la tarjeta del censo, y con eso basta para tener un carnet de conducir. Es el efecto dominó, donde cada paso se basa en la validez de los documentos obtenidos en el paso previo.
La manera más fácil es adoptar la identidad de otra persona, alguien a quien nadie vaya a echar de menos, alguien con una vida marginal. Mi sospecha era que Adelaide Modine, con ayuda de Hyams, tomó la identidad de la chica que murió quemada en una casa abandonada de Virginia.
– Hay más -dijo Martin-. Existía un expediente aparte sobre los Modine. Ahí las fotos también han desaparecido.
– ¿Podría haber tenido Hyams acceso a esos expedientes?
Oí suspirar a Martin al otro lado de la línea.
– Sin duda -contestó por fin-. Era el abogado del pueblo. Todo el mundo confiaba en él.
– Vuelva a preguntar en los moteles. Estoy seguro de que encontrará los efectos personales de Catherine Demeter en alguno de ellos. Quizá contengan algo de interés.
– Oiga, tiene que volver, tiene que aclarar las cosas. Hay aquí muchos cadáveres, y su nombre está relacionado con todos. Yo ya no puedo hacer más de lo que he hecho.
– Haga lo que pueda. Yo no voy a volver.
Colgué y marqué otro número.
– Sí -contestó una voz.
– Ángel. Soy Bird.
– ¿Dónde coño te has metido? Aquí las cosas van de mal en peor. ¿Estás usando el móvil? Llámame desde un teléfono fijo.
Y volví a telefonearle unos segundos después desde un teléfono instalado junto a un supermercado.
– Unos matones del viejo han atrapado a Pili Pilar. Lo mantienen retenido a la espera de que Bobby Sciorra regrese de un viaje. Es mal asunto. Lo tienen aislado en la casa de Ferrera. A cualquiera que hable con él le pegarán un tiro en la cabeza. Sólo Bobby tiene acceso a él.
– ¿Han encontrado a Sonny?
– No, aún anda suelto por ahí, pero ahora está solo. Va a tener que rendirle cuentas de lo que sea a su viejo.
– Estoy en apuros, Ángel. -Le resumí lo ocurrido-. Voy a volver pero necesito un favor tuyo y de Louis.
– Lo que sea, tío.
Le di la dirección del almacén.
– Vigilad el sitio. Yo me reuniré allí con vosotros lo antes posible.
Ignoraba cuánto tardarían en empezar a seguirme la pista. Fui hasta Richmond y aparqué el Mustang en un garaje. Luego hice unas llamadas. Por mil quinientos dólares compré el silencio y un vuelo en avioneta desde un aeródromo privado hasta la ciudad.
– ¿Seguro que quiere que lo deje aquí? -preguntó el taxista, un hombre corpulento con el pelo lacio a causa del sudor, que le corría por las mejillas y los pliegues de grasa del cuello hasta perderse bajo el mugriento cuello de la camisa. Parecía ocupar toda la parte delantera del taxi y costaba imaginar cómo había entrado por la puerta. Daba la impresión de que había vivido y comido en el taxi durante tanto tiempo que ya no le era posible salir; el taxi era su casa, su castillo, y cabía pensar, a juzgar por el descomunal volumen de su cuerpo, que sería también su tumba.
– Seguro -contesté. -Es un barrio peligroso.
– No se preocupe. Tengo amigos peligrosos.
El almacén de vinos Morelli se encontraba entre los establecimientos de características similares que se sucedían a uno de los lados de una calle larga y mal iluminada al oeste del Northern Boulevard de Flushing. Era un edificio de obra vista, y el nombre se reducía a una sombra blanca y desconchada bajo el alero del tejado. Las ventanas estaban protegidas con tela metálica tanto en la planta baja como en los pisos superiores. No había farolas encendidas y la zona entre la verja y el edificio principal estaba prácticamente a oscuras.
En la otra acera se hallaba la entrada a un extenso apartadero lleno de depósitos de almacenamiento y contenedores ferroviarios. Dentro, el recinto estaba salpicado de charcos de agua inmunda y palés desechados. A la tenue luz de los sucios focos vi tirar de algo a un chucho tan flaco que parecía que las costillas le traspasaban la piel.
Cuando me apeé del taxi, unos faros destellaron por un instante desde el callejón contiguo al almacén. Segundos después, cuando el taxi se alejó, Ángel y Louis salieron de la camioneta Chevy negra, Ángel con una pesada bolsa de deporte a cuestas y Louis impecable con un abrigo negro de piel, un traje negro y un polo negro.
Ángel hizo una mueca al acercarse. No era difícil entender por qué. Yo llevaba el traje roto y manchado de barro y polvo después de mi encuentro con Hyams en la casa Dane. El brazo me sangraba otra vez y tenía el puño de la camisa teñido de rojo. Me dolía todo el cuerpo y estaba cansado de la muerte.
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