John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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De pronto, en un número de noviembre, encontré una alusión a un tal Walt Tyler. Acompañaba al artículo una fotografía de Tyler, un hombre bien parecido que uno de los ayudantes del sheriff llevaba esposado. HOMBRE DETENIDO TRAS AGREDIR AL SHERIFF, rezaba el titular sobre la imagen. El texto daba pocos detalles precisos pero, por lo visto, Tyler había entrado en la oficina del sheriff y empezado a causar destrozos antes de intentar arremeter contra el propio sheriff. La posible razón de la agresión sólo se insinuaba en el último párrafo.

«Tyler se hallaba entre el grupo de negros interrogados por la oficina del sheriff en relación con la desaparición de su hija y otros dos niños. Fue puesto en libertad sin cargos.»

Las fichas de 1970 fueron más productivas. La noche del 8 de febrero de 1970, Amy Demeter desapareció cuando se dirigía a casa de una amiga para entregar un tarro de la mermelada de su madre. Nunca llegó a la casa y, a unos quinientos metros de su domicilio, se encontró el tarro roto en una acera. El artículo incluía una foto de la niña, junto con la descripción detallada de la ropa que llevaba puesta y una breve historia de la familia: el padre, Earl, era contable; la madre, Dorothy, ama de casa y maestra; la hermana menor, Catherine, una niña simpática con cierto talento artístico. La noticia ocupó los titulares del periódico durante varias semanas: continúa la búsqueda de la niña de haven. La policía interroga a otros cinco sospechosos por el misterio demeter y, finalmente, apenas quedan esperanzas para amy.

Repasé el Haven Leader durante otra media hora, pero no salía nada más sobre los asesinatos ni su resolución, si la hubo. La única alusión fue una crónica de la muerte de Adelaide Modine en un incendio cuatro meses después, con una referencia a la muerte de su hermano. No se describían las circunstancias de ninguna de las dos muertes, pero sí aparecía una insinuación, de nuevo, en el último párrafo: «La oficina del sheriff de Haven tenía mucho interés en hablar con Adelaide y William Modine con relación a la investigación que estaban llevando a cabo de la desaparición de Amy Demeter y otros niños».

No hacía falta ser un genio para leer entre líneas y darse cuenta de que Adelaide Modine o su hermano William, o puede que ambos, fueron los principales sospechosos. La prensa local no publica necesariamente todas las noticias; ciertas cosas ya las sabe todo el mundo, y en ocasiones los periódicos se limitan a publicar lo justo para desorientar a los forasteros. La bibliotecaria mayor me estaba echando el mal de ojo, así que acabé de imprimir las copias de los artículos pertinentes, los recogí y me fui.

Un coche patrulla de la oficina del sheriff, un Crown Victoria marrón y amarillo, se hallaba estacionado frente a mi coche y uno de los ayudantes, con el uniforme limpio y bien planchado, me esperaba apoyado en la puerta del conductor de mi Mustang. Cuando me acerqué vi dibujados sus largos músculos bajo la camisa. Tenía los ojos apagados y sin vida, y cara de gilipollas. De gilipollas en forma.

– ¿Este coche es suyo? -preguntó con el dejo de Virginia, los pulgares metidos en el cinturón de la pistolera en el que resplandecían las impolutas herramientas propias de su oficio. En la placa perfectamente prendida del pecho destacaba el apellido «Burns».

– Claro que lo es -respondí, imitando su acento. Era una mala costumbre mía.

Tensó la mandíbula si es que era posible tensarla aún más.

– Me he enterado de que anda buscando unos periódicos antiguos.

– Soy aficionado a los crucigramas. Antes eran mejores.

– ¿Es usted otro de esos escritores?

A juzgar por el tono de su voz, no daba la impresión de que leyera mucho, o como mínimo nada que no contuviera ilustraciones o un mensaje de Dios.

– No -contesté-. ¿Vienen muchos escritores por aquí?

Dudo que creyese que no era escritor. Quizá me veía aspecto de intelectual, o quizá cualquiera a quien no conociese personalmente se convertía de inmediato en sospechoso de inclinaciones literarias encubiertas. La bibliotecaria me había delatado convencida de que no era más que otro escritorzuelo que pretendía embolsarse unos dólares a costa de los fantasmas del pasado de Haven.

– Voy a acompañarlo a la salida del pueblo -anunció-. Tengo su bolsa.

Fue al coche patrulla y sacó mi bolsa de viaje del asiento delantero. El ayudante Burns empezaba a colmar mi paciencia.

– Aún no tengo previsto marcharme -repuse-, así que quizá podría volver a dejarla en mi habitación. A propósito, cuando la deshaga, quiero los calcetines en el lado izquierdo del cajón.

Dejó caer la bolsa en la calle y se dirigió hacia mí.

– Oiga, tengo el carnet. -Me llevé la mano al bolsillo interior de la chaqueta-. Soy…

Fue una estupidez, pero estaba exasperado, harto y cabreado con el ayudante Burns, y no pensaba con claridad. Vio un destello de la culata de mi pistola y al instante empuñó la suya. Burns era rápido. Probablemente se ejercitaba delante del espejo. En cuestión de segundos me encontré contra su coche, desarmado, y con unas resplandecientes esposas cerrándose en mis muñecas.

20

Me dejaron aparcado en una celda durante tres o cuatro horas, según mis cálculos, ya que el concienzudo ayudante Burns me había quitado el reloj junto con la pistola, la cartera y el carnet, mis notas, el cinturón y los cordones de los zapatos, por si decidía ahorcarme en un arrebato de culpabilidad por molestar a las bibliotecarias. Lo había dejado todo al cuidado del ayudante Wallace, quien había mencionado de pasada a Burns mi participación en el incidente de la noche anterior en el bar.

En cualquier caso, la celda era prácticamente la más limpia que había visitado en mi vida; incluso parecía que podía usarse el váter sin necesidad de una dosis de penicilina. Me dediqué a reflexionar sobre lo que había averiguado en las microfichas de la biblioteca e intenté encajar las piezas del rompecabezas para crear una imagen reconocible, a la vez que rechazaba cualquier cosa que me llevara a pensar en el Viajante y lo que pudiera estar haciendo.

Al final se oyó un ruido fuera y la puerta de la celda se abrió. Al alzar la vista, vi a un hombre negro y alto en uniforme que me observaba. Aparentaba cerca de cuarenta años, pero algo en su andar y la luz de la experiencia en su mirada me indicó que era mayor. Habría jurado que antes fue boxeador, con toda probabilidad peso ligero o medio, y caminaba con paso garboso. Parecía más listo que Wallace y Burns juntos, aunque eso no era precisamente una hazaña. Supuse que era Alvin Martin. No tuve prisa en levantarme, por si pensaba que no me gustaba su agradable y limpia celda.

– ¿Va a quedarse ahí otro par de horas, o está esperando que alguien lo saque en brazos? -preguntó. No hablaba con acento sureño; puede que de Detroit, tal vez de Chicago.

Me levanté y se apartó para dejarme paso. Wallace esperaba al final del pasillo, con los dedos metidos en el cinturón para descargar el peso de los hombros.

– Devuélvale las cosas, ayudante Wallace.

– ¿También la pistola? -preguntó Wallace, sin hacer ademán de moverse para obedecer. Wallace tenía una mirada inconfundible, la mirada de un hombre que no estaba acostumbrado a aceptar órdenes de un negro y al que no le gustaba verse obligado a ello. Me dio la impresión de que quizá tuviera más cosas en común con el roedor y sus amigos de lo que convenía a un escrupuloso agente de la ley.

– También la pistola -contestó Martin, sin perder la calma pero hastiado, lanzándole una mirada severa. Wallace se apartó de la pared como un barco especialmente feo al hacerse a la mar y desapareció tras el mostrador echando humo para asomar de nuevo con un sobre marrón y mi pistola. Firmé y Martin me señaló la puerta con la cabeza.

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