El cansancio se había apoderado gradualmente de mí a lo largo de la mañana y dormí con sueño agitado durante una hora antes de partir hacia Virginia. Al despertar, estaba bañado en sudor y casi deliraba, perturbado por pesadillas de interminables conversaciones con un asesino sin rostro y de imágenes de mi hija previas a la muerte.
Justo antes de despertar, soñé con Catherine Demeter rodeada de oscuridad, llamas y huesos de niños muertos. Y supe que una horrible negrura había caído sobre ella y que debía intentar salvarla, para salvarnos a los dos, de la oscuridad.
Eadem mutata resurgo.
(Aunque cambiado, renaceré)
Epitafio de Jakob Bernoulli,
pionero suizo de la dinámica de fluidos
y el análisis matemático de espirales
Esa tarde viajé en coche a Virginia. Era una distancia larga pero me dije que necesitaba tiempo para darle rodaje al motor, para que se soltara después de tanto tiempo fuera de la carretera. Al volante, intenté analizar lo ocurrido durante los últimos dos días, pero mi mente volvía una y otra vez a los restos de la cara de mi hija en el tarro de formol.
Advertí la presencia del otro coche pasada una hora, un Nissan rojo de tracción en las cuatro ruedas con dos ocupantes. Se mantenían cuatro o cinco vehículos por detrás, pero cuando yo aceleraba también lo hacían ellos. Cuando me rezagaba, procuraban tenerme a la vista durante todo el tiempo posible y luego empezaban a reducir la marcha también. Llevaba las matrículas intencionadamente sucias de barro. Conducía una mujer, con el pelo recogido y los ojos ocultos tras unas gafas de sol. En el asiento contiguo viajaba un hombre de cabello oscuro. Los dos tenían treinta y tantos años, pero no los reconocí.
Si eran federales, cosa poco probable, eran muy torpes. Si se trataba de los asesinos a sueldo de Sonny, se correspondía con su tendencia a contratar el peor servicio. Sólo un payaso utilizaría un 4x4 para seguir a un coche o para intentar sacar de la carretera a otro vehículo. Un 4x4 tiene un centro de gravedad alto y vuelca con más facilidad que un borracho en una pendiente. Quizás era simple paranoia por mi parte, pero lo dudaba.
No intentaron nada y los perdí en las carreteras secundarias entre Warrenton y Culpeper de camino hacia la cordillera del Blue Ridge. Si volvían a aparecer detrás de mí, me daría cuenta: eran tan visibles como una mancha de sangre en la nieve.
Mientras conducía, el sol se filtraba entre los árboles haciendo brillar los capullos en forma de telaraña de las orugas. Sabía que, bajo las hebras, los cuerpos blancos de las larvas se retorcían como víctimas del síndrome de Tourette mientras reducían las hojas a materia muerta de color pardusco. Hacía un tiempo maravilloso y los nombres de los pueblos que bordeaban Shenandoah tenían una sonoridad poética: Wolftown, Quinque, Lydia, Roseland, Sweet Briar, Lovingston, Brightwood. A esa lista podía añadirse el pueblo de Haven, pero sólo si uno decidía no estropear el efecto visitándolo.
Caía una lluvia torrencial cuando llegué a Haven. El pueblo estaba enclavado en un valle al sureste de la cordillera de Blue Ridge, casi en el vértice del triángulo que formaba con Washington y Richmond. En el límite, un letrero rezaba bienvenidos al valle, pero Haven tenía poco de acogedor. Era un pueblo pequeño sobre el que parecía haberse instalado una nube de polvo que ni siquiera la intensa lluvia había podido disipar. Frente a las casas había aparcadas furgonetas herrumbrosas, y aparte de un único local de comida rápida y un pequeño supermercado anexo a una gasolinera, sólo atraían al viajero de paso el débil neón del bar del Welcome Inn y las luces del restaurante de enfrente. Era la clase de sitio donde, una vez al año, los miembros de la Asociación de Veteranos de Guerra se reunían, alquilaban un autobús y se iban a otra parte a rememorar a sus muertos. Tomé una habitación en el motel Haven View, a las afueras del pueblo. Era el único huésped, y un olor a pintura flotaba por los pasillos de lo que en otro tiempo debió de ser una casa de considerable tamaño, transformada ahora en un hotel de tres plantas funcional y vulgar.
– Estamos redecorando el segundo piso -explicó el conserje, que, según me dijo, se llamaba Rudy Fry-. Tengo que darle una habitación arriba, en el último piso. En principio no debería aceptar huéspedes, pero…
Con una sonrisa, me dio a entender que me hacía un gran favor dejándome quedar. Rudy Fry era un cuarentón de baja estatura y exceso de peso. Tenía en las axilas manchas amarillas de sudor seco desde hacía tiempo y olía vagamente a alcohol para friegas.
Eché un vistazo alrededor. El motel Haven View no parecía la clase de establecimiento que invitase a quedarse ni en su mejor momento.
– Sé lo que está pensando -dijo el conserje, y sonrió revelando una reluciente dentadura postiza-. Está pensando: «¿Por qué tirar el dinero decorando un motel en el culo del mundo?». -Me guiñó un ojo y se inclinó por encima del mostrador de recepción con un gesto de complicidad-. Pues se lo diré, caballero. Esto no será el culo del mundo durante mucho más tiempo. Van a venir los japoneses y, cuando vengan, esto se convertirá en una mina de oro. ¿Dónde van a alojarse, si no, por estos alrededores? -Movió la cabeza y se echó a reír-. Joder, vamos a limpiarnos el culo con billetes de dólar. -Me entregó una llave unida mediante una cadena a un pesado bloque de madera-. Habitación veintitrés. Suba por la escalera; el ascensor está averiado.
En la habitación había polvo pero estaba limpia. Una puerta comunicaba con la habitación contigua. Tardé menos de cinco segundos en forzar la cerradura con mi navaja; luego me duché, me cambié y volví al pueblo en coche.
La recesión de los años setenta había causado estragos en Haven y puesto fin a la poca industria existente. El pueblo podría haberse recuperado, podría haber encontrado otro medio para prosperar si su historia hubiese sido distinta, pero los asesinatos la habían empañado y el pueblo había entrado en decadencia. Y por eso, aun después de haber descargado el cielo sobre las tiendas y las calles, sobre la gente y las casas, sobre los árboles, las furgonetas, los coches y el asfalto, nada parecía limpio en Haven. Era como si la propia lluvia se hubiera ensuciado nada más entrar en contacto con el pueblo.
Pasé por la oficina del sheriff, pero ni éste ni Alvin Martin estaban allí. En su lugar, había tras la mesa un ayudante llamado Wallace, que me miró con expresión ceñuda mientras se llevaba a la boca un puñado de Doritos. Decidí esperar a la mañana siguiente con la esperanza de encontrar a alguien más complaciente.
El restaurante ya cerraba cuando crucé el pueblo, con lo que las únicas opciones eran el bar y la hamburguesería. Por dentro, el bar estaba mal iluminado, como si el letrero de neón rosa de fuera consumiese demasiada energía, the welcome inn, decían las rutilantes letras, pero el interior parecía desmentir la supuesta bienvenida.
Por un altavoz sonaba una especie de bluegrass y, sobre la barra, un televisor con el volumen al mínimo transmitía un partido de baloncesto, pero al parecer nadie atendía a la música ni a las imágenes. Habría unas veinte personas en torno a las mesas y ante la larga barra de madera oscura, incluida una pareja de descomunal corpulencia que parecía haber dejado al tercer oso con una canguro. Se oía el rumor de las conversaciones, algunas de las cuales cesaron cuando entré pero pronto se reemprendieron de nuevo.
Cerca de la barra, alrededor de una desastrada mesa de billar, un corrillo de hombres observaba con indolencia a un individuo enorme y robusto de poblada barba oscura jugar con otro de mayor edad que manejaba el taco como un timador. Me lanzaron una ojeada cuando pasé a su lado, pero siguieron jugando. No cruzaban una sola palabra. Obviamente, el billar era un asunto serio en el Welcome Inn.
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