John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Johnny Friday y otros como él se ceban en aquellos que viven en la periferia de la sociedad, en aquellos que se han extraviado. Es fácil extraviarse en la oscuridad cuando se vive en los márgenes de la vida moderna, y una vez estamos perdidos y solos, hay cosas que nos aguardan donde no hay luz. Nuestros antepasados no se equivocaban en sus supersticiones: hay motivos para temer la oscuridad.

Y del mismo modo que podía trazarse una línea desde una turbera de Alemania hasta un pantano del sur, yo llegué a creer que también la maldad se remontaba a los orígenes de nuestra especie. Una tradición de maldad discurría bajo toda la existencia humana igual que las cloacas bajo una ciudad, y esa maldad proseguía incluso después de destruirse uno de los elementos que la constituían, porque éste era simplemente una pequeña parte de una totalidad mayor y más siniestra.

Quizás era eso, en parte, lo que me inducía a desear averiguar la verdad sobre Catherine Demeter, ya que, en retrospectiva, me doy cuenta de que la maldad había tocado también su vida y la había contaminado de un modo irremediable. Si no podía luchar contra la maldad transformada en el Viajante, la encontraría en otras formas. Creo lo que digo. Creo en la maldad porque la he tocado, y ella me ha tocado a mí.

17

Cuando telefoneé a la consulta privada de Rachel Wolfe a la mañana siguiente, su secretaria me dijo que estaba dando un seminario en un congreso en la Universidad de Columbia. Tomé el metro en el Village y llegué temprano a la entrada principal del campus. Me paseé un rato por el Barnard Book Forum, zarandeado por los estudiantes que iban y venían mientras curioseaba en la sección de literatura, antes de dirigirme a la entrada de la facultad.

Atravesé el gran patio cuadrado de la universidad, con la biblioteca Butler en un extremo, la administración en el otro y, como una mediadora entre la docencia y la burocracia, la estatua de Alma Mater en el círculo de hierba del centro. Al igual que la mayoría de los habitantes de la ciudad, rara vez iba a Columbia, y siempre me sorprendía esa sensación de tranquilidad y estudio a sólo unos pasos de las bulliciosas calles.

Rachel Wolfe acababa de concluir su clase cuando llegué, así que la esperé fuera de la sala hasta el final de la sesión. Salió hablando con un joven de aspecto serio, pelo rizado y gafas redondas, que la escuchaba con los cinco sentidos. Al verme, se detuvo y lo despidió con una sonrisa. Disgustado, el muchacho pareció dispuesto a quedarse, pero finalmente dio media vuelta y se marchó cabizbajo.

– ¿En qué puedo ayudarle, señor Parker? -preguntó con una expresión de perplejidad pero no por ello carente de interés.

– Ha vuelto.

Fuimos hasta la pastelería húngara de Amsterdam Avenue, donde chicos y chicas tomaban café entregados a la lectura de libros de texto. Rachel Wolfe llevaba unos vaqueros y un grueso jersey de punto con un dibujo en forma de corazón en el pecho.

Pese a todo lo ocurrido la noche anterior, sentía curiosidad por ella. Ninguna mujer me había atraído desde la muerte de Susan, y mi esposa fue la última mujer con quien me había acostado. Rachel Wolfe, con el pelo rojo peinado hacia atrás por encima de las orejas, despertó una sensación de deseo en mí que no era simplemente sexual. Experimenté una profunda soledad y un malestar en el estómago. Me miró con curiosidad.

– Disculpe -dije-. Tenía la cabeza en otra parte.

Ella asintió y alcanzó un bollo con semillas de amapola, del que arrancó un trozo enorme y se lo llevó a la boca dando un suspiro de satisfacción. Debí de observarla con cierto asombro, porque se tapó la boca con la mano y dejó escapar una risa discreta.

– Lo siento, pero estas cosas me vuelven loca. Tiendo a olvidarme de las delicadezas y los buenos modales en la mesa cuando alguien pone delante de mí algo así.

– Conozco la sensación. A mí me pasó eso mismo con los helados Ben & Jerry's hasta que me di cuenta de que empezaba a parecerme a uno de los envases.

Volvió a sonreír y empujó un trozo de bollo que intentaba escapar por la comisura de sus labios. La conversación decayó por un momento.

– Supongo que a sus padres les gustaba el jazz -comentó por fin.

Debí de poner cara de desconcierto, porque sonrió divertida mientras yo intentaba asimilar la pregunta. Me la habían hecho muchas veces antes, pero agradecí que desviara el tema, y creo que ella lo advirtió.

– No, mis padres no sabían nada de jazz -contesté-. Sencillamente a mi padre le gustó el nombre. La primera vez que oyó hablar de Bird Parker fue en la pila bautismal cuando el sacerdote se lo mencionó. Me contaron que el sacerdote era un entusiasta del jazz. Nada le habría alegrado más que mi padre le hubiera anunciado que pondría a sus hijos los nombres de los miembros de la orquesta de Count Basie. A mi padre, en cambio, no le hizo ninguna gracia la idea de poner a su primogénito el nombre de un jazzista negro, pero entonces ya era demasiado tarde para pensar en otra posibilidad.

– ¿Cómo llamó a sus otros hijos?

Me encogí de hombros.

– No tuvo la oportunidad. Mi madre no pudo dar a luz a más hijos después de mí.

– Quizá pensó que ya no podía mejorar el resultado -comentó con una sonrisa.

– No lo creo. De niño no le daba más que problemas. Volvía loco a mi padre.

Noté en su mirada que se disponía a preguntarme por mi padre, pero algo en mi rostro la disuadió. Apretó los labios, apartó el plato vacío y se recostó en la silla.

– ¿Puede contarme lo que ha pasado?

Reproduje los acontecimientos de la noche anterior sin omitir nada. Tenía las palabras del Viajante grabadas a fuego en la memoria.

– ¿Por qué lo llama así?

– Un amigo mío me presentó a una mujer que decía recibir…, esto…, mensajes de una chica muerta. La habían matado igual que a Susan y a Jennifer.

– ¿La encontraron?

– Nadie la buscó. Los mensajes de una vieja vidente no bastan para poner en marcha una investigación.

– Aunque fuese verdad, ¿está seguro de que la mató el mismo hombre?

– Eso creo, sí.

Me dio la impresión de que Wolfe quería seguir preguntando, pero se abstuvo.

– Repita lo que dijo por teléfono ese hombre, el Viajante, esta vez más despacio.

Lo hice hasta que levantó la mano para detenerme.

– Eso es una cita de Joyce: «boca para el beso de la boca de ella». Es la descripción del «pálido vampiro» del Ulises. Se trata de un hombre culto. Y eso sobre los de «nuestro género» parece bíblico; no estoy segura. Tendré que comprobarlo. Dígalo otra vez.

Repetí las palabras lentamente mientras ella las anotaba en un cuaderno de espiral.

– Un amigo mío da clases de teología y estudios bíblicos. Quizá encuentre la fuente. -Cerró el cuaderno-. ¿Sabe que en principio no debería implicarme en este caso?

Contesté que no lo sabía.

– Después de nuestras conversaciones anteriores, alguien se puso en contacto con el comisario. No le gustó que desairaran a su hermano.

– Necesito ayuda con esto. Necesito saber todo lo posible -dije, y de pronto sentí náuseas y, cuando tragué saliva, me dolió la garganta.

– No sé si es muy sensato. Probablemente debería dejar esto en manos de la policía. Sé que no es lo que desea oír, pero, después de todo lo ocurrido, corre el riesgo de hacerse daño. ¿Entiende lo que quiero decir?

Moví la cabeza en un lento gesto de asentimiento. Tenía razón. Una parte de mí deseaba apartarse de aquello. Sumergirse de nuevo en los vaivenes de la vida cotidiana. Deseaba quitarme de encima aquella carga, recuperar cierto parecido con una existencia normal. Deseaba rehacer mi vida pero me sentía paralizado, detenido en el tiempo por lo que había sucedido. Y ahora el Viajante había vuelto, me había arrebatado cualquier opción de normalidad y me había dejado a la vez tan incapacitado para actuar como lo estaba antes.

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