John Connolly - Todo Lo Que Muere

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John Connolly posee todas las cualidades con las que cualquier editor sueña a la hora de dar a conocer a un autor: una primera novela que conmociona, una historia terrorífica muy bien tramada, personajes sólidos y complejos (que además aparecerán en otras entregas), una aguda visión de la sociedad y un gran talento y fuste literarios. Éste es, ni más ni menos, el caso de Todo lo que muere y del escritor irlandés Connolly. Que se preparen los adictos a la buena novela policíaca. Una noche, Charlie «Bird» Parker, inspector del Departamento de Policía de Nueva York, discute por enésima vez con su mujer y sale a tomar unas copas; cuando vuelve a casa, se encuentra a su mujer y a su hija de tres años salvajemente asesinadas. Entre los sospechosos figura el propio Parker, pero el crimen no podrá resolverse. Incapaz de superar los sentimientos de culpabilidad y expulsado del cuerpo de policía, Parker se convierte en un hombre atormentado, violento y deseoso de venganza. Cuando su ex jefe le pide ayuda para resolver el caso de una joven desaparecida, Parker acepta y se embarca en una investigación que le llevará hasta el sur de Estados Unidos, donde se las verá con el crimen organizado, con una extraña anciana que dice oír voces de ultratumba y con el «Viajero», un despiadado asesino en serie.

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Aquel día la vi una segunda vez en el gimnasio de la Asociación de Juventudes Católicas cuando salía de la piscina y entraba en los vestuarios mientras yo intentaba sudar el alcohol en un aparato de remo. Después, durante uno o dos días, tuve la sensación de verla fugazmente por todas partes: en la librería, mirando las cubiertas de los thrillers de abogados; pasando frente a la lavandería con una bolsa de buñuelos; echando un vistazo a través de la cristalera del bar Irish Eyes desde la acera en compañía de una amiga, y, por último, me tropecé con ella una noche en el paseo, de espaldas al ruido de los salones recreativos y con el romper de las olas enfrente.

Estaba sola, absorta en la contemplación del oleaje, que tenía un resplandor blanco en la oscuridad. Poca gente paseaba por la playa para entorpecer la vista, y, en la periferia, lejos de los salones recreativos y los puestos de comida rápida, todo estaba asombrosamente vacío.

Me miró cuando me acerqué a ella. Sonrió.

– ¿Ya te encuentras mejor?

– Un poco. Me pillaste en un mal momento.

– Olí tu mal momento -dijo ella, arrugando la nariz.

– Lo siento. Si hubiera sabido que estarías allí, me habría vestido de etiqueta. -Y no lo decía en broma.

– No pasa nada. Yo también he tenido momentos como ése.

Y así empezó todo. Ella vivía en Nueva Jersey, iba a diario a Manhattan en tren para trabajar en una editorial, y un fin de semana de cada dos visitaba a sus padres en Massachusetts. Nos casamos al cabo de un año y tuvimos a Jennifer un año después. Disfrutamos quizá de tres años buenos juntos antes de que la relación empezara a deteriorarse. La culpa fue mía, creo. Cuando mis padres se casaron, los dos sabían cómo podía afectar a un matrimonio la vida de policía, él porque vivía esa vida y veía sus efectos reflejados en las vidas de quienes lo rodeaban, ella porque su padre había sido ayudante de sheriff en Maine y había dimitido del cargo antes de que le costara demasiado caro. Susan no había pasado por esa experiencia.

Era la menor de cuatro hermanos, sus padres aún vivían y todos la adoraban. Cuajado murió, me retiraron la palabra. Ni siquiera me hablaron ante la tumba. Al desaparecer Susan y Jennifer, fue como si me hubieran apartado de la corriente de la vida y dejado a la deriva en aguas quietas y oscuras.

16

La muerte de Susan y Jennifer atrajo mucha atención, pero por poco tiempo. Los detalles más íntimos del asesinato -el desollamiento, la extracción de los ojos y la piel de la cara- no se hicieron públicos; aun así empezaron a salir tipos raros de vaya usted a saber dónde. Durante un tiempo, los entusiastas de las crónicas negras llegaban en coche hasta la casa y se filmaban unos a otros con sus videocámaras en el jardín. Un agente de policía del barrio sorprendió incluso a una pareja intentando forzar la puerta trasera para entrar y posar en las sillas donde Susan y Jennifer habían muerto. Durante los días posteriores al crimen, llamaba habitualmente por teléfono gente que afirmaba estar casada con el asesino o que tenía la seguridad de haberlo conocido en una vida pasada, o incluso, en una o dos ocasiones, sólo para decir que se alegraban de que mi esposa y mi hija estuvieran muertas. Al final abandoné la casa y permanecí en contacto por teléfono y fax con el abogado en cuyas manos había dejado la venta.

Topé con la comuna en el sur de Maine un día que volvía a Manhattan desde Chicago tras seguir una vez más una pista falsa, un presunto asesino de niños llamado Myron Able, que ya estaba muerto cuando llegué, asesinado en el aparcamiento de un bar después de meterse con unos matones. Quizá también buscaba un poco de paz en algún lugar conocido, pero nunca llegué a la casa de Scarborough, la casa que mi abuelo me había dejado en su testamento.

Por entonces yo estaba muy mal. Cuando la chica me encontró vomitando y llorando ante la puerta cerrada de una tienda de electrónica y me ofreció una cama para pasar la noche, sólo pude asentir. Cuando sus compañeros, unos hombres enormes con las botas embarradas y camisas con olor a sudor y pinaza, me llevaron a rastras a su furgoneta y me echaron en la parte de atrás, en cierto modo albergaba la esperanza de que me mataran. Casi lo hicieron. Cuando dejé la comuna, cerca del lago Sebago, seis semanas más tarde, había perdido más de diez kilos y los músculos del abdomen me sobresalían como las placas dorsales de un caimán. De día trabajaba en la pequeña granja y asistía a sesiones en grupo donde otros como yo intentaban purgarse de sus demonios. Aún ansiaba el alcohol, pero reprimí el deseo como me habían enseñado. Rezábamos por las noches y todos los domingos un pastor pronunciaba un sermón sobre la abstinencia. La tolerancia, la necesidad de que todo hombre y toda mujer hallaran la paz dentro de sí. La comuna se autofinanciaba mediante los productos del campo que vendía, algunos muebles que realizaba, y los donativos de aquellos que habían sacado provecho de sus servicios, algunos hombres y mujeres acaudalados en la actualidad.

Pero yo seguía enfermo, consumido por el deseo de vengarme de quienes me rodeaban. Me sentía atrapado en un limbo: la investigación se encontraba en punto muerto y no avanzaría hasta que se cometiera un crimen similar y pudiera establecerse una pauta de comportamiento.

Alguien me había arrebatado a mi esposa y a mi hija y había quedado impune. En mi interior, el dolor, la rabia y la culpabilidad crecían y se agitaban como una marea roja a punto de desbordarse. Sentía como un dolor físico que me desgarraba la cabeza y me roía el estómago. Me llevó de nuevo a la ciudad, donde torturé y maté a Johnny Friday, un chulo, en los lavabos de una estación de autobuses donde esperaba aprovecharse de los niños sin hogar que llegaban a Nueva York.

Ahora pienso que siempre había tenido intención de matarlo, pero que había mantenido oculto el plan en algún rincón de mi mente. Lo tapé con interesadas justificaciones y excusas, iguales a las que había utilizado durante tanto tiempo cada vez que veía servir un vaso de whisky u oía el estampido gaseoso del tapón de una botella. Paralizado por mi propia incapacidad y la incapacidad de los demás para encontrar al asesino de Susan y Jennifer, vi una oportunidad de arremeter y la aproveché. Desde el instante en que tomé la pistola y los guantes y salí a la estación de autobuses, Johnny Friday era hombre muerto.

Friday era un negro alto y delgado. Con sus trajes oscuros de marca de tres botones y sus camisas sin cuello totalmente abrochadas, parecía un predicador. Repartía pequeñas Biblias y panfletos religiosos entre los recién llegados y les ofrecía caldo en un termo, y cuando los barbitúricos que contenía empezaban a hacer efecto, los llevaba a la parte trasera de una furgoneta que esperaba frente a la estación. Luego desaparecían, como si nunca hubieran llegado, hasta que volvía a vérselos en las calles como drogadictos maltrechos, prostituyéndose por el chute que Johnny les suministraba a precios desmedidos mientras practicaban los juegos que lo enriquecían a él.

El suyo era un negocio descarnado, e incluso en un medio que no se caracterizaba por su humanidad, Johnny Friday era irredimible. Proporcionaba niños a pederastas entregándolos en la puerta de selectos pisos francos, donde los violaban y sodomizaban antes de devolverlos a su propietario. Si los clientes eran lo bastante ricos y depravados, Johnny les permitía acceso al «sótano», en un almacén abandonado de la zona de producción textil. Allí, por un pago en efectivo de diez mil dólares, podían elegir a alguno de los miembros del establo de Johnny, chico o chica, niño o adolescente, al que podían torturar, violar y, si lo deseaban, matar, y Johnny se encargaba del cadáver. En ciertos círculos era conocido por su discreción.

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