Descubrí la existencia de Johnny Friday buscando al asesino de mi esposa y de mi hija. Por mediación de un antiguo soplón, averigüé que Johnny traficaba a veces con fotos y vídeos de tortura sexual, que era uno de los principales proveedores de esta clase de material, y que cualquiera cuyos gustos fueran en esa dirección entraría en contacto, en algún punto, con Johnny Friday o con alguno de sus representantes.
Así pues, estuve observándolo durante cinco horas desde la cafetería Au Bon Pain de la estación y, cuando fue a los servicios, lo seguí. Éstos se dividían en secciones, la primera con espejos y lavabos, la segunda formada por una hilera de urinarios a lo largo de la pared del fondo, y dos filas de retretes una frente a otra, separadas por un pasillo central. Junto a los lavabos, sentado en un pequeño cubículo de cristal, había un anciano, con un uniforme manchado, totalmente absorto en una revista cuando entré tras Johnny Friday. Había dos hombres lavándose las manos, dos en los urinarios y tres en los retretes, dos en la fila de la izquierda y uno en la de la derecha. Se oía música ambiental, una melodía irreconocible.
Contoneándose, Johnny Friday fue al urinario, del extremo derecho. Yo me coloqué a dos urinarios de él y esperé a que los otros hombres acabaran. En cuanto se fueron, me situé detrás de Johnny Friday, le tapé la boca con la mano y apoyé el cañón de la Smith & Wesson bajo su barbilla. A continuación lo obligué a entrar en el último retrete, el más alejado del otro retrete ocupado de esa fila.
– Eh, no, tío, no -susurró con los ojos abiertos como platos.
Le asesté un rodillazo en la entrepierna y cayó pesadamente de rodillas mientras yo echaba el pestillo a la puerta. Hizo un débil intento de levantarse y le golpeé con fuerza en la cara. Volví a acercar el arma a su cabeza.
– No digas una sola palabra. Date la vuelta.
– Por favor, tío, no.
– Cállate. Date la vuelta.
De rodillas, se volvió poco a poco. Le bajé la chaqueta hasta los brazos y luego lo esposé. Del otro bolsillo saqué un trapo y un rollo de cinta adhesiva. Le metí el trapo en la boca y di dos o tres vueltas con la cinta adhesiva alrededor de su cabeza. Después lo levanté y lo obligué a agacharse sobre el inodoro. Me dio una patada en la espinilla con el pie derecho e intentó erguirse, pero había perdido el equilibrio y lo golpeé otra vez. En esta ocasión permaneció agachado. Sin dejar de encañonarle escuché un momento por si venía alguien a causa del ruido. Sólo se oyó la cadena de un inodoro. Nadie vino.
Le dije a Johnny Friday lo que quería. Entornó los ojos al darse cuenta de quién era yo. El sudor brotó de su frente e intentó quitárselo de los ojos parpadeando. Le sangraba un poco la nariz y un hilillo rojo salía de debajo de la cinta adhesiva y resbalaba hasta el mentón. Las aletas de la nariz se le abrían por el esfuerzo que le costaba respirar.
– Quiero nombres, Johnny. Nombres de clientes. Vas a dármelos.
Lanzó un resoplido de desdén y la sangre borboteó en su nariz. Ahora me miraba con frialdad. Parecía una serpiente larga y negra: con su pelo engominado y peinado con raya y sus ojos de reptil. Cuando le rompí la nariz, los abrió de par en par en una expresión de sorpresa y dolor.
Volví a golpearle, una vez, dos, violentos puñetazos en el estómago y la cabeza. A continuación le arranqué la cinta de un tirón y le saqué el trapo ensangrentado de la boca.
– Dame nombres.
Escupió un diente.
– Jódete -dijo-. Jodeos tú y tus dos putas muertas.
Aún no tengo claro lo que ocurrió entonces. Recuerdo que le golpeé una y otra vez, notando que sus huesos crujían y sus costillas se rompían y viendo cómo se oscurecían mis guantes con su sangre. Una nube negra enturbiaba mi mente y vetas rojas la traspasaban como extraños relámpagos.
Cuando paré, las facciones de Johnny Friday parecían haberse desdibujado. Le sujeté la mandíbula entre las manos mientras la sangre brotaba a borbotones de sus labios.
– Habla -mascullé.
Alzó los ojos hacia mí y, como si estuviera viendo una escarpada entrada al infierno, sus dientes rotos asomaron tras los labios cuando consiguió esbozar una última sonrisa. El cuerpo se le arqueó y lo recorrió un espasmo, y luego otro. De su nariz, su boca y sus oídos manó sangre negra y espesa, y murió.
Me aparté de él respirando entrecortadamente, me enjugué lo mejor que pude las manchas de sangre de la cara y me limpié parte de la sangre de la cazadora, apenas visible en el cuero negro y los vaqueros negros. Me quité los guantes, me los guardé en el bolsillo y tiré de la cadena antes de echar un vistazo afuera con sumo cuidado, salir y cerrar la puerta. La sangre se deslizaba ya fuera del retrete y corría por las junturas de las baldosas.
Me di cuenta de que el ruido de la muerte de Johnny Friday debió de haber resonado en los servicios pero no me importó. Al salir, pasé sólo junto a un negro de avanzada edad de pie ante un urinario, y éste, como buen ciudadano que sabe cuándo ha de ocuparse de sus propios asuntos, ni siquiera me miró. En los lavabos había otros hombres que me lanzaron breves miradas a través de los espejos. Advertí que el anciano de uniforme había abandonado su cubículo de cristal y me escabullí por una sala vacía mientras dos policías corrían hacia los servicios desde el piso superior. Salí a la calle entre las hileras de autobuses aparcados en la estación.
Quizá Johnny Friday mereciese morir. Desde luego nadie lo lamentó y la policía hizo poco más que un somero esfuerzo para encontrar a su asesino. Pero circularon rumores, ya que Walter, creo, los había oído.
Sin embargo, vivo con la muerte de Johnny Friday como vivo con la muerte de Susan y de Jennifer. Si lo merecía, si lo que recibió no fue i, más que su merecido, no me correspondía a mí erigirme en su juez y verdugo. «En la próxima vida obtendremos justicia», escribió alguien. «En ésta tenemos la ley.» En los últimos minutos de Johnny Friday no hubo ley sino sólo una especie de perversa justicia que yo no era quién para administrarle.
No creía que mi esposa y mi hija hubieran sido las primeras en morir a manos del Viajante, si es que él era el asesino. Aún pensaba que en algún lugar de un pantano de Louisiana yacía otra víctima y que su identidad era la clave que me abriría el mundo de este hombre que creía no ser un hombre. Esa chica formaba parte de una tétrica tradición en la historia humana, un desfile de víctimas que se remontaba a tiempos lejanos, hasta Cristo y más allá, hasta una época en que los hombres sacrificaban a quienes tenían alrededor para aplacar a unos dioses que no conocían la misericordia y cuyo carácter creaban y a la vez imitaban en sus acciones.
La chica de Louisiana formaba parte de una sangrienta sucesión, una niña de Windeby moderna, una descendiente de aquella muchacha anónima hallada en los años cincuenta en una tumba a pocos metros de profundidad en una turbera de Alemania, adonde la habían llevado hacía casi dos mil años, desnuda y con los ojos vendados para ahogarla en medio metro de agua. Podía trazarse un camino a lo largo de la historia desde su muerte hasta la muerte de otra muchacha a manos de un hombre que creía que podía apaciguar a sus demonios interiores quitándole la vida, pero que, una vez derramada la sangre y desgarrada la carne, quiso más y asesinó a mi mujer y a mi hija.
Ya no creemos en el mal, sino sólo en actos malvados que pueden explicarse mediante la ciencia de la mente. El mal no existe, y creer en él es sucumbir a la superstición, como cuando uno mira debajo de la cama por la noche o tiene miedo a la oscuridad. Pero hay individuos para quienes no encontramos respuestas fáciles, que hacen el mal porque son así, porque son malvados.
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