Burkhard Driest - Lluvia Roja

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Desde su llegada a Ibiza, la isla en que vivió su infancia, los nubarrones parecen haberse apoderado de la existencia de Toni Costa. Su novia, después de forzarlo a dejar Hamburgo y acompañarla a vivir en el soleado Mediterráneo, amenaza ahora con dejarlo. Por otra parte, como capitán encargado de crear un equipo especializado en homicidios, debe enfrentarse corrun rocambolesco caso que amenaza con destrozar sus curtidos nervios de investigador. Ingrid Scholl, una sexagenaria millonaría ha aparecido brutalmente asesinada, y el crimen parece apuntar a algún tipo de macabro ritual.
En su investigación, Costa descubre que el espantoso asesinato guarda extrañas similitudes con los que en su día cometió un salvaje asesino en serie al que él echó el guante. Su olfato de sabueso le induce a pensar que aquello no era más que él comienzo… y por desgracia parece que está en lo cierto: pronto se suman dos nuevas muertes que hacen pensar que están firmadas por el mismo autor. En todos los casos, las víctimas son mujeres adictas a los tratamientos de belleza, que han convertido sus vidas en una lucha descarnada contra la vejez. Una pista que conducirá a Costa a investigar las aristas más oscuras de la medicina estética.

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Tenía que admitir que ya no tenía la situación tan controlada. ¿Debía dejar que siguiera Elena con el interrogatorio?

Franziska Haitinger puso las manos en la mesa en actitud desafiante, extendió los dedos y ruego los fue levantando lentamente.

– ¿Sabe? Antes de la operación tuve un miedo espantoso.

Terminó con sus nerviosos juegos de manos y posó los brazos en su regazo.

Puede que hubiera llegado ya el momento de dejar caer la bomba. Costa había estado esperando, pero hasta entonces no se le había presentado una buena oportunidad.

– ¿Por qué nombró al doctor Schönbach como su heredero?

La reacción de la mujer le decepcionó. Permaneció completamente tranquila, incluso más relajada aún, y le dijo en un tono casi soñador que ese hombre la había ayudado mucho. Además, no quería que su marido se quedara con su dinero. Costa pensó en la entrevista que le había hecho Karin a aquel cirujano. Volvió a sentir celos y preguntó entonces en qué había consistido la ayuda de Schönbach.

– Mi marido quería que me implantaran unos gemelos de silicona. Para mí aquello era una perspectiva horrorosa. El doctor Schönbach aceptó mi objeción poco antes de la operación, cuando mi marido no estaba, y lo quitó del programa. Se lo agradecí mucho.

– ¿Eso fue todo?

– Es una persona maravillosa. Una se siente desde el principio muy a gusto en su compañía. Desde que lo conocí, tuve la sensación de que hay algo bueno e intacto en mí.

Costa no pensaba rendirse tan fácilmente.

– ¿De modo que, después de la operación, todo fue bien?

La mujer respiró tan hondo que Costa creyó que pondría fin a la conversación. Empezó a arañar la mesa con una uña, pero después volvió a hablar:

– Sentía que estaba dentro de un cuerpo que no era el mío. Por las noches soñaba incluso que tenía que vivir sin piel. Como esos torsos diseccionados en los que se ven los músculos, de los que tiene por todas partes un cirujano como él. Tenía un miedo espantoso.

– Eso puedo entenderlo, pero no le deja uno toda su fortuna a quien le ha hecho eso. Usted tiene hijos.

Costa calló y esperó. Era evidente que su respuesta resultaba poco convincente y contradictoria.

El color había abandonado el rostro de la señora Haitinger, que lo miraba con ojos vacíos. Él esperó, pero no sucedió nada.

– ¿Y su marido?

La mujer carraspeó. Habló despacio y en voz baja:

– Rolf estaba entusiasmado. Todo le parecía fantástico. Aunque me notara un poco los implantes en estos… globos. -Franziska Haitinger sonrió con cinismo y añadió-: Pero al final también eso consiguió inspirarlo y le ayudó a encontrar el deseado revivir de su sexualidad.

– ¿Lo dice en serio? -preguntó Elena de pronto.

– Conmigo ya se había acabado el sexo.

La respuesta fue concisa y dura.

Costa, avergonzado, consultó el reloj. Era casi la una y media.

– ¿Y entonces se separaron? -preguntó Elena.

– Un día nos habían invitado a una cena y la conversación giró de pronto en torno a los liftings. Yo no quería que se hablara del tema e intenté hacerle una señal a mi marido. Se dio cuenta todo el mundo, menos él. Todos se me quedaron mirando. Sentí que me daban sofocos, se me saltaron las lágrimas. Fue una situación horrorosa. Él la solucionó explicándoles a todos los de la mesa que yo sólo había querido decirle por gestos que no me había operado los ojos, la nariz y las tetas.

De pronto se quedó callada.

Costa oyó a Elena respirar. Quería decir algo, pero no se le ocurría nada. Ese repentino silencio lo aterraba.

– ¿Y después? -preguntó la teniente.

– Después estalló en estruendosas carcajadas -dijo la señora Haitinger con frialdad.

Se abrió la puerta y Rolf Haitinger, a quien Costa reconoció enseguida por las fotografías, irrumpió en la sala. Iba acompañado por los dos abogados a quienes Elena había mencionado ya. Se acercó a su mujer sin saludar a nadie, la agarró del brazo y la levantó de la silla.

– Venga, tesoro, nos vamos de aquí. ¡Tranquila, esta pesadilla se ha acabado!

– ¡Un momento! -exclamó Costa, y se levantó-. Tengo una pregunta más.

– No hay nada más que preguntar -interrumpió Rolf Haitinger mientras tiraba de su mujer-. Pregunte a mis abogados.

Antoni Campaña dio un paso en dirección al capitán Costa y le dijo que Pere Montanya, el juez competente, había levantado la orden de arresto y que ya no había razones legales por las que la señora Haitinger tuviera que pasar ni un momento más allí.

– Esa orden la expidió el fiscal Gómez -repuso Costa, molesto.

Campaña enarcó las cejas y se encogió de hombros.

– Ya lo sé, pero el juez Montanya ha vuelto a levantarla. Sólo hay que saber a quién recurrir -añadió con una sonrisa.

Costa asintió y se dio por vencido, pero Franziska Haitinger se zafó de su marido y se le acercó. Le sonrió a Costa con mucha serenidad y le dijo que preguntara lo que quisiera.

El capitán sacó la fotografía de Ingrid Scholl de su bolsillo, se la enseñó a la mujer y le preguntó si conocía a aquel joven.

– Era el gran amor de Ingrid. Le enviaba flores dos veces por semana, discos y dulces. Ella hablaba continuamente de él y no pasaba un solo día sin que nos confirmara lo mucho que lo quería y lo echaba de menos.

– ¿Tenemos que oír todas estas bobadas? -exclamó Rolf Haitinger de mala manera.

Pero ella lo miró y luego le preguntó a Costa si eso era todo.

– ¿Quién cree usted que la mató de esa forma tan espantosa?

– No lo sé. Pero, si tuviera que aventurar una suposición, diría que su marido. -Apartó entonces la mano de Haitinger de su brazo-. Ya lo intentó una vez después del divorcio.

Haitinger volvió a agarrarla.

– ¡Es más que suficiente!

– Seguro que Erika está mejor enterada, pregúntele a ella por el accidente de coche -logró decir aún, antes de que su marido se la llevara de allí.

Cuando Costa salió de la cárcel con Elena Navarro, le pidió perdón por no haberla informado antes sobre su conversación con Erika Brendel. Seguro que su forma de llevar el interrogatorio no había tenido demasiado sentido para ella.

– Todo esto ha debido de parecerte de lo más extraño -le dijo con inseguridad.

– No -repuso ella con sencillez-. No conozco a nadie que haya obtenido tan buenos resultados en tan poco tiempo. Creo que es bastante improbable que haya sido la señora Haitinger. ¿Qué vamos a hacer ahora?

«A lo mejor le apetecería ir a tomar un café conmigo», pensó Costa, pero tenía que avanzar con el caso como fuera. Si no había sido Haitinger, ya habían perdido bastante el tiempo. Tenía que volver a visitar a la señora Brendel, y le preguntó a Elena si estaba dispuesta a ir a Compu-World para interrogar a Wolfgang Krebs. Erika Brendel había dicho que ese joven iba detrás del dinero de Franziska Haitinger. Tenían que comprobar su coartada cuanto antes. Elena accedió enseguida.

Capítulo 6

– ¡Otra vez usted? -exclamó Erika Brendel al ver a Costa ante su puerta-. ¿Es que no tiene casa?

Costa se habría reído, de no tener tanta hambre. Quería acabar cuanto antes con aquello porque había convocado una reunión a las cuatro para poner en común los últimos acontecimientos. Esperaba tenerlo todo listo antes de las seis, y así tener tiempo para pasar por casa de Karin por la tarde a buscar sus calcetines. Cuando se es pequeño, siempre se quiere ser mayor, pero cuando uno al fin lo consigue, se convierte en una agenda andante.

Le enseñó a Erika Brendel la fotografía de Ingrid Scholl y le preguntó si conocía al hombre que salía en ella. Su respuesta fue un sucinto «no». Costa se dio cuenta de que tendría que tomarse algo más de tiempo. Con prisas no se conseguía nada de esa mujer.

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