Burkhard Driest - Lluvia Roja

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Desde su llegada a Ibiza, la isla en que vivió su infancia, los nubarrones parecen haberse apoderado de la existencia de Toni Costa. Su novia, después de forzarlo a dejar Hamburgo y acompañarla a vivir en el soleado Mediterráneo, amenaza ahora con dejarlo. Por otra parte, como capitán encargado de crear un equipo especializado en homicidios, debe enfrentarse corrun rocambolesco caso que amenaza con destrozar sus curtidos nervios de investigador. Ingrid Scholl, una sexagenaria millonaría ha aparecido brutalmente asesinada, y el crimen parece apuntar a algún tipo de macabro ritual.
En su investigación, Costa descubre que el espantoso asesinato guarda extrañas similitudes con los que en su día cometió un salvaje asesino en serie al que él echó el guante. Su olfato de sabueso le induce a pensar que aquello no era más que él comienzo… y por desgracia parece que está en lo cierto: pronto se suman dos nuevas muertes que hacen pensar que están firmadas por el mismo autor. En todos los casos, las víctimas son mujeres adictas a los tratamientos de belleza, que han convertido sus vidas en una lucha descarnada contra la vejez. Una pista que conducirá a Costa a investigar las aristas más oscuras de la medicina estética.

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– ¿Cómo se produjo la separación?

– Todavía siguen casados, sólo que ya no vive con él.

– ¿Le dio él el dinero para que se comprara una casa aquí y se marchara de Frankfurt?

– El apego entre ellos fue convirtiéndose poco a poco en odio. Él se daba perfecta cuenta, desde luego, y cada vez le quedaban menos ganas de jugar con su muñeca.

– ¿Y entonces…?

– Un hombre así no pone a su mujer de patitas en la calle, sino que la confina a unos aposentos apartados. Y esos aposentos apartados, en este caso, son Vista Mar.

– Pero ¿no le ha costado una fortuna?

– Le sobra el dinero y, además, tampoco lo pierde. No quiere divorciarse, así que, si ella muriera, él heredaría el apartamento.

Se levantó y le sirvió otra taza de café.

«No debe de saber lo del testamento a favor del doctor Schönbach», pensó Costa, de modo que las dos mujeres tampoco debían de ser tan íntimas. Sin embargo, ¿cómo es que le dejaba al cirujano toda su fortuna, si tan mal se había sentido después de la operación?

– Creo que gracias a Ingrid y a mí ha podido recuperarse. También Martina Kluge, nuestra asesora de belleza, ha contribuido mucho a ello. Es masajista y esteticista, sí, casi podría decirse que es una sanadora. Una persona muy especial. Ha cuidado mucho de Franziska.

– Y también de Ingrid Scholl, ¿no?

– Claro. Y de mí.

– ¿Qué clase de persona es Martina Kluge?

– Hay quien dice que está iluminada.

– ¿Qué quiere decir con eso?

Aunque sólo le interesaba saber si la excluía como asesina.

– Tiene una mente muy abierta. Será mejor que se lo explique ella misma.

– ¿Qué relación tiene usted con su amiga Franzi? Puedo considerarla amiga suya, ¿verdad?

– Sí, desde luego. Es amiga mía. -Erika Brendel cogió la servilleta y se enjugó los ojos-. Sobre todo ahora que Ingeli ya no está.

– ¿Cómo es la relación entre ambas?

– Cuando voy con ella a algún sitio, a la playa o a una cafetería, siempre me preocupo por ella, porque a mis ojos está enferma. No me refiero a su corazón, sino a su conducta. A la forma en que ha llevado su vida, a todo lo que ha tolerado. Por eso la trato como a una enferma: con dulzura y cariño. Como mucho le hago alguna insinuación de vez en cuando: «No tendrías que…», pero nada más. Está clarísimo que ha sufrido una barbaridad. Una amiga no tiene que echar más sal en las heridas.

– ¿Siente compasión por ella?

– Por supuesto. Tengo muy claro que no está incapacitada y que puede arreglárselas sola, pero también siento compasión y me digo: Dios mío, cómo ha echado a perder su vida. Además, cuando se es mayor ya no se tienen muchas ocasiones de volver a empezar desde cero.

– ¿Qué habría tenido que hacer? ¿Separarse antes de su marido?

– Tendría que haberle dejado claro que ella tenía sus propias ideas sobre la vida. Pero era demasiado insegura para eso. También es posible que idolatrase a ese hombre y que por eso estuviera tan ciega. Quién sabe…

– Los grandes amores suponen también grandes riesgos -se le escapó a Costa, y entonces se dio cuenta de lo mucho que seguía sufriendo por Karin.

– De todas formas ella era de las que con gusto ceden la responsabilidad a los demás. Sus padres eran gente de dinero. La malcriaron y se lo dieron todo. En Rolf encontró de nuevo algo así como un padre protector. Sólo que no era todo amor como papá, sino más bien una de cal y otra de arena.

– ¿Quiere decir que, en el fondo, su marido era justamente lo que ella buscaba?

– ¡No, no, por el amor de Dios! O sí… pero sin la parte dura.

– ¿Y alguien así no le resultaría demasiado azucarado?

– ¡Que va! ¡Aquí lo había encontrado!

– ¿De verdad?

– ¡Sí! Un chico muy joven.

– ¿De quién se trata?

– Wolfgang Krebs. Tiene una tienda de informática en Santa Eulalia. Franzi quería poner al día su ordenador y él se encargó de todo. -Rió-. Para ello tuvo que explicarle un montón de cosas.

– ¿Y así nació un estrecha relación?

Erika Brendel volvió a levantarse y toqueteó las cortinas.

– Sí.

– ¿Y él la trataba con dulzura?

– Se tomaba muchas molestias por ella. No hacía más que pasarse por aquí casi a diario, qué digo… ¡dos veces al día! Hizo que sintiera que valía mucho como mujer. El golpe no llegó hasta después.

– ¿Qué clase de golpe?

– De eso no quiero hablar.

Volvió a sentarse y se atusó el pelo.

Costa seguía sin encontrar nada que lo llevara a ninguna parte, pero sabía que no podía excluir a un amante de Franziska Haitinger, sobre todo si algo había salido mal con él.

– ¿Qué clase de persona es ese Wolfgang Krebs?

– Un chico mucho más joven que ella. Para él Franzi era una sustituta de la madre, así de simple. La adoraba, le dedicaba cumplidos, hacía todo lo que ella quería. También se había metido en dificultades económicas con la tienda y, desde su punto de vista, Franzi es muy rica. Aunque, claro, él le explicó una historia completamente diferente. Dios mío.

– ¿Qué le explicó?

– Que no le gustaban las mujeres jóvenes, que con ellas no se podía conversar de verdad, bueno, todo lo que se dice para embaucar a una mujer mayor.

– ¿Y eso le bastó a la señora Haitinger como prueba de su amor?

– Usted no debe de entender mucho de mujeres, ¿verdad? ¡Era el primer hombre en toda su vida que se fijaba en lo bien maquillada que iba, en lo bien que le quedaba el pelo y en lo joven que parecía! Desde el principio le dijo que estaba convencido de que no tenía más de treinta y seis años… ¡y no se dejó convencer de lo contrario! Cuántas veces nos reímos de ello Ingrid y yo…

– ¿Llegaron a vivir juntos?

– No, pero se veían mucho, salían cogidos de la mano a dar largos paseos por la playa. A él no le asustaba que la gente pensara: «Ahí va ése con su madre».

– La señora Haitinger me ha dado la sensación de ser una mujer inteligente.

– Eso le decía él también. En su matrimonio el único que hablaba era su marido, aquí era ella quien llevaba la voz cantante. Él siempre le daba la razón. ¡En todo! Para ella fue como un fenómeno de la naturaleza. -Soltó una carcajada-: ¡Como una catarata del Niágara de la autoestima!

– ¿A lo mejor la amaba de verdad?

– ¿Y qué quiere decir amar? Cuando la conoció no tenía a nadie más. Necesitaba dinero. Su tienda de informática, como ya le he dicho, no iba muy bien. Ella le hizo un préstamo y él, con ese dinero, contrató a una secretaria.

– A lo mejor era cierto que sólo le gustaban las mujeres maduras.

Ella le dirigió una mirada provocativa.

– Y a lo mejor esperaba que tuviera mucha experiencia y que pudiera enseñarle algo en cuestión de sexo.

– No parece que llegaran a consumar la relación.

– Al principio ella estaba entusiasmada.

– ¿Porque él entendía mucho de ordenadores?

La mujer lo miró con expresión burlona.

– Porque aguantaba mucho. -Bebió un sorbo de su moca-, Franzi, por primera vez en su vida, tuvo un orgasmo. Pero él no. Ella estaba muy triste porque él nunca conseguía llegar. Al final cada vez tenía más miedo de que sólo se estuviera acostando con ella por hacerle un favor.

La señora Brendel parecía disfrutar explicándole todos esos detalles picantes. ¿Acaso lo consideraba un reprimido? Tenía que impedirlo.

– ¿De manera que no fue un polvo de una noche, si me permite usted la expresión?

La mujer rió.

– No, muy al contrario. Ingeli creía incluso que, al final, esas largas sesiones de ejercicio sacaban de quicio a Franzi. Por eso insistió en que el chico se buscara un terapeuta.

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