«Dios mío, ¿a eso han llegado las mujeres hoy en día?», se preguntó Costa. Aunque dijo:
– ¿Y lo hizo?
– Claro que no. Tampoco era necesario. Franzi ya le había dado dinero para la secretaria. Una monada de veintitrés años. Y un día que Franzi se presentó por sorpresa y no encontró a nadie en la tienda, de pronto oyó muy claramente desde la oficina, donde él estaba con esa chica, que el problema del orgasmo estaba más que solucionado.
– ¿Quiere decir que mantenía relaciones sexuales con la secretaria en la oficina?
Costa se preguntó si era la forma correcta de formularlo, pero le dio la sensación de que la mujer lo había vuelto a catalogar como remilgado.
– Soltaba tales alaridos que al principio Franzi pensó que se había pillado un dedo -dijo Erika Brendel con un tono en el que se mezclaban la diversión y la burla.
– ¿Y qué hizo entonces? -Costa se dio por vencido.
– ¿Qué iba a hacer? ¿Ir a buscar a un médico? Se derrumbó allí mismo. Se fue a dar un largo paseo por las montañas y pensó un par de bajezas.
– ¿Qué, por ejemplo?
– Cómo hacérselo pagar. Por eso se compró ese libro, El asesinato perfecto , y recortó todos esos artículos de periódico. Así, al menos podía dar rienda suelta a sus ansias de venganza. Al final se sintió terriblemente humillada, por haberse creído como una boba todo lo que él le había dicho.
– ¿Conocía o conoce su marido esa relación?
– ¡Por el amor de Dios! ¡De ninguna manera!
– ¿Y no tenía ella miedo de que la señora Scholl o usted pudieran contarle algo?
– Somos amigas. Franzi, como ya le he dicho, estaba completamente hundida cuando llegó a esta isla, pero Ingrid se ocupó muchísimo de ella. Incluso le pidió consejo a Martina para intentar que Franzi volviera a levantar cabeza.
– ¿Cómo quería conseguirlo?
– Bueno, intentaba ayudarla a reforzar su autoestima. Soportaba sus quejas y sus lloros y le decía: «A todo el mundo le caes bien», o: «Estás fantástica». Claro que a veces también le salían ampollas.
– ¿Qué ampollas?
– Me refiero a que a veces Franzi la maltrataba. Compréndalo, Martina es una persona muy diferente, ha recibido una formación de enfermera y masajista. Ayudar a otras personas es su profesión, y eso no es tan fácil de emular. Yo le decía muchas veces a Ingrid: «Eres amiga de Franzi, no su terapeuta». Pero ella no quería escucharme, así que, naturalmente, también había momentos en los que era ella quien atacaba.
– ¿Cuándo sucedió eso por última vez?
– El día antes de que yo me fuera a Mallorca. Franzi nos había invitado a una fondue de queso en su casa. Ingrid empezó a alabar otra vez a los hombres jóvenes y Franzi tuvo muy poco tacto al decir: «Yo que tú me lo pensaría mejor, la diferencia de edad nunca puede ser tan grande». Ingrid dejó el tenedor en la mesa y miró a Franzi con mucha frialdad. Entonces lo supe: «Ya estamos». Cuando Franzi preguntó con voz gélida: «¿No crees, Ingeli, que hay leyes que debemos acatar?», la pelea estuvo servida. Ingrid detestaba que Franzi la llamara «Ingeli», y explotó: «Eres tú la que necesita leyes. Seguro que incluso le suplicaste. Y ¿por qué? ¡Porque eres la autodestrucción personificada! Rolf no ha sido más que tu ejecutor. ¡Tú lo guiaste!». Franzi cada vez estaba más blanca. Pensé: «Ay, Dios mío, le va a dar un paro cardíaco». Pero a Ingrid le daba igual, siguió hablando en el mismo tono: «Todo lo que ha hecho contigo se lo has dictado tú, él no ha sido más que tu instrumento. ¡Pobre Rolf! También habrías podido suicidarte, pero eso no querías hacerlo. Eres sencillamente incapaz de encargarte tú misma porque crees que eso te convertiría en culpable. Prefieres jugar a hacerte la corderita inocente. El malo y el culpable siempre es él. ¡Tú no eres más que la víctima inocente! No te quieres a ti misma y no te soportas. Así que tienes que destruirte, pero no eres capaz. Para eso necesitas a otro. ¡Ese es tu problema!». Franzi se quedó como muerta. Corrió al dormitorio, se encerró allí dentro y no volvió a salir. Nosotras dos seguimos cenando y en algún momento nos fuimos. Ingrid estaba muy exaltada. Tenía las mejillas encendidas, los ojos brillantes.
– ¿Cuánto tiempo estuvieron en el apartamento?
– Hasta que terminamos de cenar. También nos bebimos una botella de vino. ¿Unas dos horas? Ingrid estaba tan furiosa que incluso se acercó a la puerta del dormitorio y le gritó que con el apartamento había sido exactamente igual. «¡Erika lo ha hecho todo por ti!», le soltó. «¡Te ha buscado el apartamento, ha llevado el contrato al notario, ha registrado la escritura! Si no, ni siquiera estarías aquí.» Yo después se lo recriminé bastante.
– ¿Y Franziska Haitinger la perdonó?
– ¡No, de ninguna manera! Aquel numerito fue mucho más que un golpe bajo.
– ¿Cuándo volvieron a verse?
– Al día siguiente. A mediodía comimos en el puerto, en el Mesón Sidrería.
– ¿El miércoles, entonces? ¿El veintiséis de septiembre?
– Sí. Antes de que yo me fuera a Mallorca.
– ¿Y volvieron a discutir?
– No. No hubo ni una mala palabra. Al contrario, Franziska incluso le dedicó cumplidos a Ingeli por lo guapa que estaba.
– Hummm. ¿Y no notó nada extraño en ella?
– Nada. Cero. Así es Franzi. Se ha entrenado durante años con su matrimonio. Pero lo llevaba por dentro. En su interior debe de acumular un odio mortal.
Cuando Costa subió al coche, en sus oídos resonaban las últimas palabras de Erika Brendel sobre odios mortales. Al ir a introducir la llave en el contacto se dio cuenta de que le temblaba la mano. Se reclinó un momento en el respaldo y se sintió agotado y vacío por dentro. ¿Sería que esos viajes en la montaña rusa emocional de las mujeres lo desestabilizaban? A lo mejor era también que esa mañana no había comido más que un cruasán. Ahora que lo pensaba, tenía hambre. Había quedado con Elena en la cárcel a las doce para proseguir con el interrogatorio a la señora
Haitinger, pero decidió que antes iría un momento a San Carlos. En el puente del pueblo había un pequeño local que pertenecía a uno de sus parientes, Toni Masó, y allí hacían los conejos asados más sabrosos de toda la isla. Con una botella de tinto de su espléndida bodega, conseguiría revitalizarlo.
El tráfico de Santa Eulalia, sin embargo, estuvo a punto de impedírselo, así que colocó la luz azul sobre el techo del coche y circuló por el carril contrario. Los vehículos que venían tuvieron que apartarse a la acera o a la gasolinera. En Alemania le habrían abierto un expediente disciplinario por algo así, pero allí sus compañeros sólo se reirían si alguien lo denunciaba.
Cuando consiguió salir de Santa Eulalia y torció por la carretera que llevaba a San Carlos, ya estaba de mejor humor. Llamó a Elena para decirle que se retrasaría un poco. A ella le pareció bien y le preguntó si había sacado algo en claro de la conversación con la señora Brendel. Costa le dijo que algunos aspectos habían tomado una nueva dirección.
– ¿Hacia la clarificación? -preguntó ella.
– No. El caso sigue estando muy oscuro. Me duele la cabeza y no veo claridad por ninguna parte. Ahora no puedo explicártelo. Voy a ver a Toni Masó y después iré a la cárcel.
Ella se limitó a decirle que muy bien y colgó. «Una chica extraña», pensó Costa. Hasta entonces casi no había tenido tiempo de pensar en ella, pero su instinto le decía que en algún lugar se oía el tictac de una bomba de relojería. Y no sólo porque no fuera habitual tener a una mujer en una unidad de homicidios.
Toni estaba sentado en un rincón de su restaurante, jugando al dominó con algunos campesinos. Cuando vio entrar a Costa, se levantó de un salto y se acercó a saludarlo con alegría. Se dieron la mano y Toni le preguntó si quería unirse a ellos, pero Costa estaba desmayado de hambre. Antes tenía que echarse algo entre pecho y espalda. Toni lo sentó a una mesa libre, le puso delante el cestito del pan, les dio la vuelta a las copas y, esbozando ya una sonrisa de satisfacción, le dijo que tenía un vino muy bueno.
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