José Somoza - El Cebo

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Madrid. Un brutal atentado terrorista. Un futuro desolador.
El Espectador, el mayor y más salvaje homicida de todos los tiempos, anda suelto. La policía va en su búsqueda. Los métodos policiales han cambiado. La tecnología no funciona. Tiene que buscar dentro, en la mente, en los deseos del asesino. Para ello utilizan cebos, expertos en conductas humanas, entrenados para conocer las filias de los delincuentes y manipularlas a través de máscaras. Diana Blanco es la mejor, la más prepaparada, la única que puede atrapar al Espectador.
Cuando la protagonista descubra que su hermana ha sido secuestrada por el asesino, iniciará una carrera contrarreloj para salvarla que la conducirá a la guarida del monstruo.
A partir de este momento se desencadena un trepidante juego de sospechas que llevará a la protagonista a un sorprendente final lleno de acción y erotismo.

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– ¡He caído al foso! -cortó Claudia, chillando. Luego nos miró como asustada de su propio grito-. ¿Y sabes qué es, Diana…? Un espejo enorme. Pero lo más espantoso es que te miras en él y no ves nada…

– Nely -insistí con cuidado-, llama al departamento o deja que lo haga yo…

Al fin Nely se movió. Pero lo que hizo fue sujetarme el brazo.

– Ha sido una mala idea avisarte, ¡se está poniendo peor! -Empezó a tirar de mí-. ¡Vete, Diana! ¡Vete! ¡Me ocuparé de todo! -Yo no deseaba abandonar la habitación, pero me dejé llevar. El estado de Nely, de repente, me parecía casi peor que el de Claudia. Pasamos al salón y la cogí de los hombros.

– ¡Nely, cálmate! ¡Claudia está enferma y nos necesita! ¡Debemos ayudarla!

– ¡No puedo más! -Nely movía la cabeza de un lado a otro. Su manera violenta de sollozar la afeaba horriblemente-. ¡He pasado demasiado tiempo cuidándola, y ya no puedo…! ¡La quiero mucho, pero te juro que ya no puedo…!

La abracé y la dejé llorar en mi hombro. Entonces ambas lo oímos: repiqueteos en la otra habitación, cajones que se abren. Cruzamos las dobles puertas a tiempo de ver cómo Claudia arrojaba al suelo el bote de plástico cuyo contenido había volcado sobre su cabeza. Un olor fuerte y familiar se extendió como un espectro. Durante una fracción de segundo quedé desconcertada, pero de repente supe de dónde procedía aquel líquido. «La cortadora de césped con motor de…»

Al ver la pequeña luz en las manos de Claudia reviví, en un atroz déjà vu, la escena con el hijo del Espectador, dos días atrás. No recuerdo cuántas veces grité su nombre, o escuché a Nely gritarlo, mientras corríamos hacia ella.

Hasta que el estallido cegador en que se convirtió Claudia Cabildo nos detuvo.

28

A veces me ha parecido como si yo no tuviera nada por dentro. Como si fuese solo capas y capas de barro moldeadas como una mujer. Acostumbrada a fingir tantas emociones, a menudo me ha costado averiguar lo que de verdad sentía.

No me ocurrió así en el funeral de Claudia.

Claudia Cabildo no había sido mi amiga. Jamás hubiese ido con ella al cine o a una fiesta, nunca me acordaba de felicitarla en su cumpleaños. Pero era como un símbolo para mí: de nuestra lucha, nuestro sufrimiento, nuestra derrota. Y ahora, también, del engaño en que vivíamos, la terrible farsa en la que nos hacían actuar.

No estaba vacía, en este caso. Tenía cosas dentro: un dolor profundo, aunque no abrumador, que dejaba suficiente espacio para una furia contenida a duras penas. Todo mi cuerpo se hallaba tenso, las lágrimas me quemaban como surgidas de un volcán. Era como si me dispusiera a pelear de nuevo contra el Espectador.

Y mi ánimo solo empeoró ante el ritual que presencié.

El día previo había sido agotador. Después de que los bomberos y el personal sanitario salvaran lo que quedaba de la casa de la calle Teseo en Las Rozas -un cuerpo carbonizado y cuatro paredes ennegrecidas-, vino el extenuante interrogatorio de la policía. No sé cuántas veces conté cómo Claudia se inmolo a lo bonzo, quizá con escalofriante premeditación, tras hurtar el combustible sobrante de una vieja cortadora de césped. O cómo Nely y yo corrimos de un lado a otro intentando vanamente encontrar algo, lo que fuese, para apagar la bola de llamas que se tambaleaba entre aullidos quemándolo todo a su paso y, derrotadas ante lo inevitable, yo decidía sacar a la fuerza a Nely de la casa. Por suerte, Padilla llegó a la comisaría justo a tiempo de tomar el relevo, liberándome de mis responsabilidades como testigo. De regreso a mi apartamento desconecté el teléfono y me eché vestida sobre la cama. A partir de ese punto ya no recuerdo mucho más. Fue como si el lunes hubiera desaparecido de mi calendario.

Por la noche hallé fuerzas para revisar los mensajes, y había uno de Miguel: al día siguiente se celebraría una ceremonia en honor de la que había sido «una de las grandes». En privado, por supuesto, en el tanatorio de Las Columnas, carretera Norte. Estábamos invitados. Decidí acudir, en parte, para poder hablar a solas con Miguel si se presentaba la ocasión. Pero las cosas no salieron como esperaba.

El martes, último día de octubre, no llovía cuando llegué a Las Columnas, aunque las nubes se congregaban, grises, en la gran explanada del cielo. Decir que fue un funeral íntimo sería un eufemismo. Más bien fue clandestino. Cinco años de aberraciones y combates y otros cinco de locura se resumían en dos coches oficiales y una decena de personas: Padilla, Gonzalo Seseña, la subdirectora Olga Campos, los perfiladores Nacho Puentes y Ricardo Montemayor, algunos ex cebos, Miguel y yo. Cosa extraña, también la madre de Claudia, alta, enlutada, de pelo muy corto y gris, a quien yo nunca había visto. Me sorprendió que a Claudia le quedaran seres queridos, y quizá no le quedaban, porque el semblante de aquella mujer no se inmutó en los momentos en que lo volvía hacia mí desde la primera fila de la capilla. Pensé que había venido porque la etiqueta lo exigía, como Padilla y Seseña: cónsules mezclados con la plebe durante el último adiós al soldado.

La capilla era estúpidamente artística, y dentro se oían el estúpido Claro de luna y un estúpido coro infantil. Un cura joven, calvo, bajito como un niño, titubeó al ir a pronunciar el apellido de Claudia e hizo una pausa para leer el guión. El féretro había sido colocado sobre dos soportes que parecían sillas, y antes de la misa Nacho Puentes me había susurrado, para restar gravedad con una broma: «Falta de presupuesto». Pero no me reí. Fue como si de improviso me percatara de lo teatral que era todo.

O casi. Miguel me abrazó y me dedicó un sincero «te amo» en un par de ocasiones. Y hubo un momento de llanto estremecedor procedente de la pobre Nely, que llegó cuando la ceremonia ya había comenzado. Se había recogido el cabello y parecía haber envejecido veinte años. «Ahora también ella necesita que la cuiden», se me ocurrió al verla. El dolor de Nely, sin duda la única verdadera amiga que Claudia había tenido en toda su vida, me impresionó más de lo que esperaba. Tal vez porque la envidiaba. Yo deseaba, como ella, poder expresar lo que sentía ante aquellos políticos, cebos y perfiladores que fingían una pena circunspecta. Paradójicamente, solo Nely, única espectadora entre tanto actor, le daba voz a las emociones.

Nadie salió a hablar como en los funerales americanos. En España no teníamos esa costumbre. Además, no era fácil decir nada sobre Claudia. Su biografía carecía de grandes tragedias familiares, a diferencia de la mayoría de nosotros: padres oriundos de Valencia, separados, algún problema infantil de carácter, poco más. Gens la había elegido para formarla personalmente, eso era lo que importaba.

Y también, por lo que yo creía saber, la había destruido personalmente.

Pero mi furia no solo iba dirigida contra Gens, o contra unas autoridades encubridoras. Sobre todo, me odiaba a mí misma.

Aunque me costase admitirlo, había sido yo quien había resucitado la pesadilla de Claudia tras tres años de olvido. Y no me consolaba pensar que era preferible la verdad, porque la verdad apenas consistía en un miserable ataúd que albergaba los restos retorcidos, y pronto incinerados, de una muchacha traicionada por sus propios mentores («Oh, querida -hubiese dicho Nacho Puentes-: a ti sí que te ha quemado el trabajo»). La conciencia de culpa me resultaba insufrible.

Quizá a ello se debiera lo que después sucedió.

– Amén.

La breve ceremonia concluyó, el cura hizo mutis por un lateral y la primera fila empezó a vaciarse. Padilla, con abrigo y jersey de cuello vuelto negros, flanqueado por Olga Campos y un preparador cuyo nombre no recordaba, pasó junto a mí, me dedicó una mirada fugaz y suspiró.

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