– Ya no soy tu paciente -repliqué con cierta rabia-. Me he curado.
– No te hablo como psicólogo, sino como… como el hombre al que besaste la otra noche.
Había dicho aquello en un tono muy bajo, pero aun así con extraordinaria nitidez. Me levanté. Estábamos frente a frente.
– Me he equivocado contigo… -dije, y me pareció que cada palabra me ocasionaba un dolor súbito-. Cuando supiste que no me llamaba Elena, tuve que abandonar… ¡Tuve que salir de tu consulta y no volver a verte! Pero ¿qué hice? ¡Involucrarte cada vez más! -Valle decía que no, pero yo atropellaba su negativa con mis sollozos-. ¡Te he puesto en peligro, hablándote así! ¡Y he seguido haciéndolo! ¡Conozco los riesgos, pero solo pienso en desahogarme!
– Pues desahógate -dijo con suavidad, abriendo los brazos hacia mí.
– ¡Te estoy utilizando… para poder ser yo misma!
– Eso me parece bien…
– ¡Pero te he puesto en peligro! -Me interrumpí y susurré-: Y tú me importas.
– Y tú a mí, Diana.
Me eché en sus brazos, en su afable oscuridad, me tendí sobre él como si su apellido fuese su cuerpo: un valle acogedor y protector, oreado por su respiración. Cerré los ojos, pero mis lágrimas atravesaron los párpados y brotaron como rocío.
– Déjame ayudarte… -murmuraba Mario Valle apretándome contra él, haciéndome daño involuntariamente en mis heridas, pero sin que me molestase-. ¡Por favor, para ya de hacer de padre y madre de ti misma y deja que alguien te ayude alguna vez!
Durante el primer beso apenas pensé en otra cosa que no fuese su boca. Alcé la mano y le quité las gafas como quien despoja a su pareja de una máscara durante un baile. Volvimos a besarnos, y de repente sentí esa inclinación, esa caída acelerada, ese tobogán de la carne por el que, una vez te deslizas sobre él, ya no hay vuelta atrás porque no puedes ni quieres frenar y sigues hasta el final.
Me di cuenta de que aún sostenía sus gafas mientras él me guiaba al dormitorio.
Mario Valle amaba con pasión y delicadeza, con una ternura sorprendente que Miguel no solía entregarme, pero en los momentos finales sus jadeos se convirtieron en sollozos, como si le doliera su propio placer, o el hecho de provocármelo.
Al acabar, ambos boca arriba sobre la cama, buscó mi mano y permanecimos unidos por ellas como si quisiéramos pasear rumbo al techo. El dormitorio era un espacio de luz tenue con paredes de ese color terroso de los ríos que surcaban su Amazonas.
– ¿Has sido… tú? -preguntó de repente, mirándome-. ¿No ha habido… otra cosa?
Al principio no entendí qué quería decir, pero luego caí en la cuenta: seguía pensando en la máscara que yo había hecho en su consulta días atrás. Tenía aquel placer clavado como una espina en su psinoma. Le dije que no había habido nada más que yo.
– Quiero vivir contigo -murmuró.
– Estás loco -repliqué.
– Sí.
Aún en la cama, se ofreció a darme un «masaje curativo indígena». Puso la palma de la mano hacia abajo y me acarició con infinita suavidad los hematomas del vientre. Me dolían, pero no quise decirle nada. Estuvo un rato pasando su mano por mi cuerpo y luego susurró:
– Diana, sé que amas a otro… A un compañero, me dijiste… Escúchame… Solo te pido… una decisión. Tu trabajo, la entrega constante a ese mundo que te está utilizando, o mi mundo y yo tal como eres, sin máscaras. Ambos lucharemos por que se conozca la verdad, encontraremos a tu hermana y llevaremos a los tribunales a toda esa basura… Piénsalo y decide. Si vienes conmigo, será para ser tú misma. No puedo aceptar que sigas sufriendo. No acepto el sufrimiento. Pídeme cualquier cosa, menos eso. Pero si deseas seguir como hasta ahora, entonces… -Enarqué una ceja, y de repente Valle giró hacia mí y me besó-. Entonces, un carajo. No te librarás de mí… -Reí con suavidad-. No, en serio: tú decides. Seguiré ayudándote, sea cual sea tu decisión, pero si optas por seguir tu camino, yo… te juro que no te molestaré nunca…
– Gracias -dije.
– ¿Me prometes que lo pensarás?
– Te lo prometo.
El teléfono fue creado para destrozar momentos así. Sonó el mío entre mi ropa dispersa por el suelo. Imaginé quién podía ser, y cogí el aparato con sensación de vergüenza.
Pero la voz aterrorizada que saltó a mi oído pidiendo ayuda no era la de Miguel.
– ¡No sé qué le pasa! -gimió Nely angustiada, esperándome en la puerta-. ¡Te lo juro! ¡Debería saberlo, pero no lo sé! ¡Lo siento!
– Tranquila, Nely, cariño. -Entré en la casa y fue como hacerlo en una tumba: toda oscuridad y silencio-. ¿Por qué no hay luces?
– ¡No quiere que las encienda! ¡Se pone hecha una fiera! ¡Desde que te fuiste está muy nerviosa, Diana…! -Me guió como una sombra por los pasillos oscuros-. ¡No sé de qué hablasteis, pero no ha vuelto a ser la misma…! No ha querido comer nada, y cuando iba a bañarla esta tarde, se negó… ¡Estoy tan asustada!
– ¿Has llamado a alguien?
– ¡No me deja! -sollozó Nely-. ¡Ni médicos ni a Padilla! ¡Solo repite: «Que venga Diana, llámala, quiero ver a Diana»…! ¡Al principio pensé que podía arreglármelas sola, pero son casi las once de la noche y sigue igual! Siento haberte molestado…
– Has hecho bien, bonita. -Pensé que Mario Valle no opinaría así: me había marchado apresuradamente de su casa y lo había dejado tenso, preocupado.
Nely abrió las puertas dobles que había al fondo del salón. Claudia se hallaba de pie al otro extremo del cuarto, tenuemente iluminada por el resplandor de las farolas que penetraba por la ventana abierta. Llevaba el mismo sencillo vestido turquesa y parecía tan pequeña y delgada que apenas destacaba entre los muebles. Cuando giró el rostro para mirarme percibí su palidez de cadáver.
– He estado… recordando, Jirafa… -dijo nada más verme-. Cosas.
– Cálmate, Cecé, ya estoy aquí… -Hice un gesto a Nely, que retrocedió-. ¿Puedo encender las luces, Cecé?
Ignoró mi pregunta.
– He visto al doctor Gens… Lo he visto, en mi celda. Yo miraba hacia arriba. No era fácil mirar hacia arriba: me dolían hasta los ojos… ¿Te han dolido alguna vez los ojos? No podía hablar, ni moverme, pero miraba y lo veía. A Renard nunca le vi la cara: llevaba una máscara…
– Cecé, escucha…
– Yo no podía hablar ni moverme. No le gustaba que me moviera. No necesitaba atarme: Renard era muy convincente. -Rió con voz ronca-. ¿Sabes lo que hizo una vez? Me empapó de gasolina y me obligó a sostener un fósforo ardiendo con los dientes, mientras él… Bueno, no «me golpeaba», tampoco «me hurgaba»… Todo eso, quizá. Y lo más interesante, como diría Gens, lo más de lo más, era que yo estaba deseando soltar esa cerilla. Deseaba arder como mierda en el campo. -Hizo una mueca, tembló. Ahora que me hallaba más cerca, advertí su locura, que era como un sudor que la empapara, la extrañeza de todo su ser, la lejanía desde la que hablaba como desde el fondo de un pozo-. Morirme mil veces… No, muchas más. ¿Cuántas veces has deseado morirte tú?
– Ya pasó todo, Cecé… -Me acerqué a ella despacio, tendiéndole los brazos.
– Pero no soltaba la cerilla. Prefería vivir como una mierda. El doctor Gens me hizo un gran regalo… Le costó mucho, pero lo consiguió. Al final vomité todo lo que era. Al fin lo supe. Qué era, quiero decir. Por qué quise ser cebo. Lo vomité. Tú no lo sabes, Jirafa: necesitas a Renard para que te haga vomitar… Pero yo sé lo que somos. Arcadas. Ni siquiera bilis. Náusea. Eso es lo que somos, los cebos.
– Sí, Cecé, somos eso… Ahora vas a dejar que te cuidemos, ¿vale? -Miré hacia la sombra encogida de Nely, junto a la puerta-. Nely, llama al departamento y…
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