Supongo que pude responderle muchas cosas. Pude decirle que la decisión que tanto me costaba tomar no era, nunca había sido, desde luego, escoger entre Miguel y él, sino entre continuar con mi trabajo o abandonar, como deseaba en un principio. Pude decirle que había optado por seguir, y que cuando Miguel se recuperase del todo intentaría vivir con él y seguir siendo lo que era, lo que había sido siempre por mucho que lo odiara. No servía para otra cosa, nunca había servido para otra cosa. No soñaba, como Víctor Gens o Mario Valle, con el teatro o la dignidad. No mantenía el ideal de creer que el mundo me necesitaba. Era, simplemente, cuestión de aceptar mi destino, de ser fiel a lo que de verdad me daba placer, de no engañarme a mí misma.
Pude decirle tantas cosas… pero solo dije:
– Porque soy un cebo.
La policía llenaba la consulta, y también habían entrado expertos en toxicología. Valle no representaba ya un peligro, ni siquiera para sí mismo: seguía bajo los efectos de la máscara. Ahora les tocaba el turno a jueces y abogados. Mi tarea había concluido.
Di media vuelta y salí de escena, dejando a Valle allí, bajo el Telón.
Hay cosas mayores que sí mismas, cosas que contienen muchas más, casi infinitas: Shakespeare es una de ellas. Es imposible escribir o pensar nada nuevo sobre él. Pese a todo, a la hora de documentarme sobre mi autor favorito para esta novela (cada uno de cuyos capítulos, huelga decir, está dedicado a cada una de sus obras relacionada con una filia o máscara), y aparte de revisar una y otra vez las excepcionales ediciones Arden de su teatro completo en inglés (y de quejarme una y otra vez de la ausencia de una edición total en castellano actual), leí docenas de libros que tratan de decir cosas nuevas, de los cuales resaltaré tres: Shakespeare. The invention of the human, de Harold Bloom (creo que hay versión en castellano de Anagrama) -provocador texto para Bardólatras-, Shadowplay, de Clare Asquith -original ¿fantasía? sobre el significado secreto de sus obras- y Shakespeare and Modern Culture de Marjorie Garber -como su título indica: un canto a la «moda» Shakespeare.
El psinoma es una ficción, Shakespeare quizá también lo sea. Pero hubo quienes me enseñaron el grandioso valor de cualquier ficción. Aunque no consulté directamente con él para esta novela, mi amigo el autor y director teatral Denis Rafter ha estado presente en mi memoria mientras la redactaba. Denis fue el responsable de estrenar mi primera obra dramática, Miguel Will, que también trataba de Shakespeare, y se atrevió incluso a invitarme a sus inteligentes ensayos. De ese modo logré ver la máscara por dentro. Gracias, Denis, y gracias al magnífico equipo de actores que la representó, porque sin ellos ni Miguel Will ni esta novela habrían sido lo que son. Gracias igualmente a todos los amigos con los que hemos celebrado tantas inolvidables «Fiestas Shakespeare» en casa (Denis entre ellos), cuya entrega y pasión me demuestran que es posible divertirse -y mucho- con un autor muerto hace cuatrocientos años. También estoy en deuda con el doctor y amigo Ignacio Sanz, que me asesoró en ciertos aspectos médicos. Gracias, como siempre, a mis editores habituales, David Trías, Emilia Lope y Nuria Tey, por su entusiasmo y confianza, y a mis grandes agentes, Carina Pons, Gloria Gutiérrez, Gloria Masdeu y colaboradores, así como a Carmen, siempre a Carmen Balcells, por su eficacia y ánimo interminables. Por supuesto, nada de esto sería posible sin vosotros, los lectores. Recibid toda mi gratitud.
El resto no es silencio: son mis hijos José y Lázaro y mi mujer María José. Gracias porque lográis dotar a mi mundo de sentido y propósito cuando termino de escribir.
Lo cual, ni siquiera Shakespeare ha conseguido.
JCS
Noviembre de 2009
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