José Somoza - El Cebo

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Madrid. Un brutal atentado terrorista. Un futuro desolador.
El Espectador, el mayor y más salvaje homicida de todos los tiempos, anda suelto. La policía va en su búsqueda. Los métodos policiales han cambiado. La tecnología no funciona. Tiene que buscar dentro, en la mente, en los deseos del asesino. Para ello utilizan cebos, expertos en conductas humanas, entrenados para conocer las filias de los delincuentes y manipularlas a través de máscaras. Diana Blanco es la mejor, la más prepaparada, la única que puede atrapar al Espectador.
Cuando la protagonista descubra que su hermana ha sido secuestrada por el asesino, iniciará una carrera contrarreloj para salvarla que la conducirá a la guarida del monstruo.
A partir de este momento se desencadena un trepidante juego de sospechas que llevará a la protagonista a un sorprendente final lleno de acción y erotismo.

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Pero podía dejar de resistirme, caer a sus pies.

Y eso hice, dejando que el peso de mi cuerpo me arrastrase, como una fan ante su actriz idolatrada. Mis manos, aún aferradas al telón, tiraron de él. Había esperado que bastara aquel impulso para arrancarlo del marco.

El telón cayó conmigo.

No grité al recibir el brutal golpe en las rodillas, y ni siquiera «desperté», como en las fantasías sobre hipnotizados. Pero comprobé que conservaba un reducto de conciencia, de voluntad propia.

Ignoraba si ocurría lo mismo con Claudia.

Seguía inmóvil frente al espejo, donde veía reflejada su propia imagen paralizada en el gesto final de la máscara. Yo había improvisado aquel plan esperando que, al ver su reflejo, Claudia perdiese la concentración y los efectos de la máscara sobre mí se atenuaran, pero el resultado final había superado todas mis expectativas. ¿Qué podía sucederle? No recordaba ningún precedente sobre un cebo poseído por sí mismo.

Me alejé a rastras de ella y quedé durante un rato jadeando en el suelo. El retorno de sensaciones físicas no placenteras -el dolor del muñón, de los golpes- me hizo pensar que el control de Claudia sobre mí se disipaba. Seguía mareada, como bajo los efectos de una fuerte resaca, pero me hallaba libre.

Levanté la cabeza. Claudia continuaba en la misma postura: las piernas separadas, los brazos en alto. No parecía siquiera respirar. Era algo tan extraño, tan horrible, que aparté la vista tras unos instantes de intensa fascinación, evitando mirar su rostro.

En aquel momento no podía pensar en qué hacer con Claudia; otras personas reclamaban mi atención.

Corrí hacia Miguel y respiré aliviada al comprobar que aún tenía pulso, aunque débil. Até de nuevo el vendaje sobre mi mano para poder utilizar los dedos que me quedaban y restañar mi propio sangrado. Encendí la linterna de Miguel y bajo su luz le desabroché la camisa y examiné la herida. La bala había penetrado un poco por debajo de la clavícula izquierda. Seguía vivo de puro milagro. Por fortuna, había recibido un solo disparo, pero la frialdad y el brillo de sudor de su piel me hicieron pensar que estaba entrando en estado de shock. Me fijé en que él mismo había intentado detener la hemorragia con la mano, y lo ayudé usando mi cazadora. Saqué el teléfono móvil, aunque suponía que sería inútil porque Claudia habría conectado inhibidores de llamadas. Sin embargo, la pantalla me informó de que tenía cobertura. Quizá se había sentido muy segura de controlar la situación y había descuidado otras precauciones, o le había desconcertado el hecho de traernos a la granja. Llamé al departamento, que era más rápido que la policía, me identifiqué y expliqué que había un cebo malherido.

Cuando colgué, vi que Miguel giraba la cabeza para mirarme. Me incliné sobre él y le susurré que lo amaba. Lo abracé queriendo cerrar aquella herida con todo mi ser, impedir que su última sangre se perdiera, conservar al menos aquella sangre final. Cerró los ojos, y pareció caer en un sueño profundo. «No voy a dejarte morir», pensé.

Me volví hacia Claudia. No creí que se hubiese movido ni un milímetro. «Tiene que ser el Yorick», supuse. La máscara de Labor que estaba ejecutando nunca habría provocado aquel efecto en ella, pero recordé sus palabras cuando dijo que el Yorick era un «añadido» que aumentaba hasta extremos inconcebibles el placer de cualquier máscara. «Está contemplando el reflejo del Yorick en el espejo, y eso la posee», deduje.

En ese instante oí un gemido desde otro sitio del escenario.

Recordé a mi hermana y apunté la linterna hacia ella: continuaba acurrucada en la tarima, aunque había alzado la cabeza y me miraba directamente. Fue tan maravilloso comprobar cómo sus ojos perdían el velo de confusión que los había cubierto que casi me olvidé de Miguel.

– ¿Diana? -murmuró.

– Sí, soy yo. Calma, todo está bien. -Aparté la linterna para no cegarla.

Me observaba por encima del hombro, temerosa, como si esperase recibir un golpe, pero existía una clara diferencia entre el miedo y la posesión: Vera salía de su particular pozo cada vez más. La vi reaccionar con pánico al descubrir a Claudia.

– ¿Qué… le ocurre?

– Intentó hacer una máscara -expliqué-. Creo que se ha poseído a sí misma.

– ¡Es… es horrible!

– Lo sé. No la mires. Ayúdame a mantener esto apretado contra Miguel, por favor. -Le indiqué el bulto húmedo de mi cazadora. Vera se acercó y colaboró. Sentí que el hecho de poder ser útil la tranquilizaba de alguna forma. Nos miramos y ella empezó a sollozar.

– ¡Claudia quería… quería hacerte daño…! ¡Yo la odiaba, pero debía obedecerla!

– Olvídalo -susurré.

– ¡Yo quería parar! ¡Pero ella insistía y yo tenía que…!

– Ya basta, Vera. Estamos juntas, es lo que importa.

– ¡Yo la odiaba, Diana! ¡La odiaba! ¡La…!

Sabía lo que intentaba: improvisaba burdas explicaciones con el fin de consolarse a sí misma. La única explicación real era el psinoma, pero su mente racional no podía admitir que el placer la hubiese llevado al extremo de perjudicarme.

– Vera. -Cogí su cara entre mis manos-. Mírame. Ya pasó todo, cariño. Claudia ya no es un peligro.

Como si mencionar su nombre hubiese sido una señal, ambas volvimos a mirarla. Desde donde estábamos, agachadas junto a Miguel, veíamos su figura de espaldas, las flacas piernas desnudas hasta el inicio de los leotardos negros, las nalgas como dos cúpulas de músculo a ambos lados del tanga, la espalda con los omoplatos pronunciados como alas atróficas y los brazos en alto. Era como la estatua de una bailarina, uno de aquellos monumentos al «dolor humano» del parque Zona Cero. Pero había algo más ahora. Cambios en su aspecto.

El más llamativo era la piel: la espalda y los muslos estaban como cubiertos por diminutas lentejuelas o escamas de reptil que brillaban a la luz de la linterna. Comprendí que se trataba de sudor. Clónicas, geométricas gotitas, como si todos sus poros hubiesen decidido abrirse al mismo tiempo y expulsar idéntica cantidad de líquido. Entonces me incliné y vi su rostro reflejado en el espejo.

Tuve que morderme el labio para no gritar.

Sus ojos eran dos bolas de piedra pintada sobresaliendo de las órbitas, y creí distinguir que el sudor resbalaba sobre ellos sin que los párpados se cerrasen. La boca, como otra órbita, se hallaba abierta y rígida, la lengua replegada sobre el paladar. Incluso el rostro parecía haberse hecho más afilado. Imaginé que, abrumado de placer, el psinoma, ese rey tirano, no le permitía perderse, siquiera una fracción de segundo, la visión que tanto goce le causaba y reclamaba más, con lo cual la figura se volvía más placentera y a la vez se desgastaba. Era una especie de cortocircuito. La imagen me recordó la de la figura flaca y asexuada del cuadro El grito de Munch. «Es el Yorick», pensé y sentí náuseas. El cráneo del bufón de Hamlet, aquella faz huesuda de boca y órbitas abiertas como fosos, mirando más allá de sí misma y de la realidad. Supuse que a Gens le habría gustado contemplar el resultado final de su horrible experimento.

Pensar en Gens me hizo volver la cabeza hacia la puerta. Alcancé a distinguirlo a la trémula luz del farol de camping en el escenario contiguo: sentado en el mismo sitio, su rostro convertido en una masa coagulada. Aunque en aquel momento lo odiaba más que nunca, deseé con todas mis fuerzas que hubiese muerto ya. Pensé que Víctor Gens había experimentado el infinito dolor, pero acaso el destino de Claudia merecía más compasión, por tratarse del placer infinito; el dolor había reclamado, y obtenido, la muerte como alivio final, pero el placer parecía prolongar la vida en un éxtasis vegetal, paralizado, insoportable. ¿Cómo podemos defendernos de la felicidad eterna? Claudia se equivocaba; el cielo es mucho peor que el infierno. Matarla habría sido un acto piadoso, y sin embargo preferí esperar a que llegara la ayuda.

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