– ¿Puedo hablar? -Levanté el índice mientras sonreía.
– No, no puedes. No quiero oír lo que ya sé. No es necesario. Lo de pedirte que te decidieras fue una reacción adolescente, impropia de… ¿De qué te ríes?
– Me hacéis gracia los psicólogos. De cada tres cosas que decís, dos son un autoanálisis.
– Aquel día, según parece, dije la tercera -replicó Valle, y nos callamos tras breves sonrisas-. Te echaré de menos -agregó después de la pausa, con una voz tan suave que parecía dirigida a sí mismo-. Pero no es preciso que vengas a disculparte por tu elección.
– No he venido a disculparme, Mario.
Valle me observó. Si yo hubiese sido una caja fuerte, su ceño en aquel momento sería el del ladrón experto. Yo también lo miré. Su dulzura, su simpatía, incluso su vanidad de hombre elegante -en aquella ocasión camisa y pantalones verdes y camiseta borgoña-, todo en él parecía estar dirigido a un único fin. Era como si dijera: «Estoy aquí, soy simpático, amable, puedo escucharte, comprenderte». Me agradaba su forma de ser.
Dejé de sonreír, pero no de mirarlo. Inspiré profundamente. Agregué:
– He venido a decirte que te he elegido a ti.
Dos semanas antes no hubiese podido imaginarme a mí misma diciendo eso. Pero, claro está, tenía otras cosas en qué pensar. Y los del equipo de seguridad de mi departamento se habían encargado, como siempre, de hacer que pensar fuese una actividad difícil. Habían irrumpido en el escenario de la granja la noche trágica de Claudia provistos de la parafernalia habitual para cebos peligrosos: visores de deformación de imagen y filtros de sonido, así como pistolas hipodérmicas, aunque sabían que una máscara bien ejecutada hubiese traspasado esas burdas defensas. Yo ya había perdido la conciencia después de que mi hermana disparase sobre Claudia, pero ellos colaboraron desinteresadamente clavándome un dardo en la garganta.
Y tras aquel telón, el Taller. Los enfermeros habituales, la vigilancia habitual. O quizá un poco peor que lo habitual.
Pasé horas sintiéndome como si mi aliento pudiese contagiar un virus hemorrágico. Me mantenían tras unas cortinas semitransparentes y me miraban como a un animal sin catalogar. Me cambiaban de ropa sin previo aviso, y a veces me la quitaban durante varios minutos, de forma que me resultara imposible planear una máscara con un disfraz específico. Por supuesto, hicieron caso omiso a mis ansiosas preguntas, hasta que al fin entró El Que Contestaba, un tipo en mangas de camisa, gafas y aspecto de mirar menos seres humanos que pantallas. Vino rodeado de personal de seguridad.
– Su hermana está fuera de peligro -dijo. Yo había incluido a Miguel en mi pregunta, y el silencio sobre su estado me hizo sentir un viento gélido en la nuca.
El funcionario cruzó los brazos y añadió:
– Laredo perdió mucha sangre, y aún está en Cuidados Intensivos. El proyectil no lesionó el corazón ni los vasos sanguíneos importantes, aunque perforó la parte superior del pulmón izquierdo. Su pronóstico es reservado.
Oír que seguía con vida me alivió tanto que casi deseé saltar. Pero ni siquiera sonreí, fiel a mi entrenamiento como cebo. No pocas veces todo se pierde por la expresión inoportuna de un afecto, lo sabía muy bien.
A cambio de aquella información tuve que ofrecer la mía. Hablé de Claudia, de Gens, de lo que sospechaba que habían hecho y de lo que sabía con certeza que hicieron. También del Yorick, de lo que creía que era y el efecto que producía. Esta última parte de mi declaración fue minuciosa, porque salvo Vera o yo misma, todos los que habían experimentado o ensayado aquella máscara, incluyendo a Claudia y Gens, se habían llevado el secreto a la tumba. Mientras yo hablaba, el hombre escuchaba y asentía. Nadie tomaba apuntes, y me figuré que si mis pensamientos hubiesen sido imágenes, habrían colocado otra cámara más intentando filmarlos.
Y cuando la inquisición acabó, me dejaron visitar a Vera.
Se hallaba en una habitación similar a la mía, pero con vigilantes montando guardia en la puerta. Claro está, no la protegían de lo que pudieran hacerle otros, sino de lo que ella pudiera hacer a los demás. Era una simple muchachita, o eso parecía, pero había sido poseída por el Yorick, y era obvio que el Yorick seguía desconcertándoles. Además, a veces no estaba claro cuándo una máscara había dejado de ser eficaz o, simplemente, fracasaba aunque pudiera ser intentada de nuevo. Sea como fuere, me dejaron pasar, y allí estaba. Con los ojos bajos, modesta, mínima, aparentemente inofensiva.
Me produjo una emoción extraña encontrarme frente a Vera, de esa clase «al borde de todo» -la alegría y la pena, la confianza y la duda, la calma y la inquietud- que, según Gens, emana de las últimas obras de Shakespeare, en las que aquel escritor había intentado superar los límites del teatro y la literatura. Recordé, en concreto, la última en la que había dejado su rastro, en colaboración con Fletcher: Los dos nobles parientes. Y así estábamos Vera y yo, vestidas con idénticas batas de hospital, unidas por nuestro vago pero distinguible parecido físico: parientes nobles o innobles que se reúnen casi por primera vez después de una larga ausencia.
Haciendo honor al lazo familiar, dijimos lo mismo al mismo tiempo:
– ¿Cómo estás?
Y sonreímos, claro, sin saber cómo comenzar aquella escena tragicómica.
– Tú primero -propuse.
– Estoy bien. Me han dicho que duermo casi doce horas todos los días. ¿Y tú?
– Igual. Ya sabes, para vivir el lujo a tope, solo tienes que ponerte mala.
Me encantó encontrar en su rostro la misma risita de siempre.
– Tú no tienes aspecto de estar muy mala -dijo.
– ¿Te refieres a que he engordado?
– No, sigues siendo alta, flaca y…
– Y «desgarbada» -completé, reconociendo una frase en broma que papá solía decirme. Sentí cierto dolorido asombro. Me pregunté, no por primera vez, cuánto recordaba realmente mi hermana de nuestros padres y cuánto era, tan solo, la memoria de lo que yo le narraba sobre ellos-. No creo que engordemos con la comida que dan aquí.
– Desde luego. -Pellizcaba el borde de la sábana con insistencia. Yo no deseaba ponerla más nerviosa hablando de lo ocurrido, pero Vera era mi hermana, y cebo como yo: estábamos acostumbradas a hundir el bisturí en lo más delicado de nuestra conciencia. De modo que me senté a su lado y le acaricié el brazo mientras hablaba.
– Siento lo de Elisa… Lo siento mucho. -Se encogió de hombros, pero reprimió el llanto: parecía intentar demostrar que podía superarlo-. ¿Lo recuerdas todo?
– Sí. -Titubeó-. He fallado…
– No, me salvaste la vida. Y te portaste como una verdadera profesional.
– Me dejé poseer. Caí en la trampa.
– Claudia era demasiado fuerte para todos.
Pero no era ese su pensamiento final, y al intentar reparar los pequeños desperfectos yo estaba descuidando, como una imbécil, la avería mayor.
– ¿Sabes? -musitó entonces-. Al principio, no quería… dispararle… a…
Asentí comprendiendo lo que insinuaba. «No quería dispararle a ella sino a ti», era la frase que no se atrevía a pronunciar. Naturalmente, había tenido otra intención al agacharse y coger la pistola, pero había cambiado de opinión, o se había obligado a hacerlo con un esfuerzo de voluntad, en el último segundo.
– Vera, cariño, cálmate. -La abracé al verla llorar-. Una posesión intensa deja vínculos, no debes sentirte mal por eso… Tu psinoma tendía a protegerla a ella, porque Claudia había sido tu fuente de placer. Pero al final elegiste salvarme a mí, lo cual me prueba que te hago más feliz. -No logré que sonriera, pero al menos su llanto cesó. La besé en el pelo y añadí-: Además, es bueno que hayas experimentado lo que se siente al estar poseída. Todo buen cebo debe probar su propia medicina…
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