José Somoza - El Cebo

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Madrid. Un brutal atentado terrorista. Un futuro desolador.
El Espectador, el mayor y más salvaje homicida de todos los tiempos, anda suelto. La policía va en su búsqueda. Los métodos policiales han cambiado. La tecnología no funciona. Tiene que buscar dentro, en la mente, en los deseos del asesino. Para ello utilizan cebos, expertos en conductas humanas, entrenados para conocer las filias de los delincuentes y manipularlas a través de máscaras. Diana Blanco es la mejor, la más prepaparada, la única que puede atrapar al Espectador.
Cuando la protagonista descubra que su hermana ha sido secuestrada por el asesino, iniciará una carrera contrarreloj para salvarla que la conducirá a la guarida del monstruo.
A partir de este momento se desencadena un trepidante juego de sospechas que llevará a la protagonista a un sorprendente final lleno de acción y erotismo.

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Sonrió como aguardando alguna reacción por parte de Diana ante aquella noticia, pero comprendió que su esclava ya no podía comportarse racionalmente: acuclillada, la cabeza hacia atrás, se entregaba a Claudia como a un orgasmo inacabable.

– Oh, sí, la máscara Yorick existe, Diana -afirmó-. Gens la arrancó de mí a cambio de hacerme pedazos. Y el propio Gens temía y deseaba al mismo tiempo que yo la mostrara. Por eso se ocultó, pero en Madrid. El viejo brujo esperaba, encerrado en su cueva, protegido por cebos guardaespaldas, a que yo apareciese… Y su pequeño Ariel no le defraudó. No he tenido tiempo de interrogarlo a fondo, pero creo que, de algún modo, supo que el experimento Renard no había sido un fracaso… Quizá lo intuyó en los últimos días, poco antes de que los políticos, escandalizados, le obligaran a interrumpir la prueba y fingieran «rescatarme». En realidad, el Yorick no es otra máscara sino un añadido. Yo lo llamo «el toque especial Claudia». No solo sirve para reforzar hasta límites nunca vistos cualquier tipo de máscara, sino que el placer ocasionado es tal que el psinoma de la víctima se hunde, ¿sabes? Literalmente. Como el libro de Próspero: más hondo de lo que puede alcanzar ninguna sonda… Y a esa profundidad, la expresión del placer se confunde con el dolor o la locura. Ningún ordenador puede rastrearlo. ¿Ventajas? Obvias. ¿Desventajas? Tardas más tiempo en preparar la posesión, pero…

Retrocedió un paso. Fue un movimiento calculado. Su presa gimió frustrada al ver que el intenso objeto de su placer se alejaba unos centímetros. Claudia contaba con eso: incrementaría las ansias de Diana antes del teatro definitivo.

– … pero tengo una noticia mala y otra buena, super-woman. La mala es: ya la he preparado… -Era cierto. La técnica del Yorick consistía en imaginar la máscara con exquisito detalle, como si la estuviese realizando: no solo cada gesto, sino el conjunto percibido por la presa. Cuanto más tiempo pasaba concentrada en ese todo, Claudia notaba que el Yorick se reforzaba más, como si se tratase de una batería recargable conectada a la corriente. Y en aquel momento ya lo tenía a punto-. La buena noticia es todo lo que vas a disfrutar, tía. Casi te envidio. Ríete de los orgasmos. A partir de ahora tu sexualidad consistirá en recordar cómo le volaste la tapa de los sesos a tu herma…

En ese instante algo empujó sus piernas por detrás haciéndola tropezar con el cuerpo arrodillado de su víctima. Casi percibió cómo el fino sedal que la unía al psinoma de Diana se quebraba.

Y, mientras caía al suelo, oyó el agónico grito de Miguel Laredo:

– ¡Diana! ¡Su… pistola!

33

Me hallaba sumergida como en una melaza, densa, empalagosa.

¡Diana…

Los nombres no existían. ¿Qué era un nombre si no una forma de separar? Pero, en mi percepción, un brazo era parte del cuerpo y también del aire en que se movía. Decorado y actores formaban un todo indivisible.

… su…

Ruidos e imágenes se asemejaban a admirar un largo pasillo desde varias perspectivas o las facetas de una gema bajo la luz. La mano izquierda y la mandíbula me dolían, sí, pero se trataba tan solo de un color añadido al fondo, un bordado del ropaje. Mi única sensación importante, o la única que recuerdo, era casi geométrica: como si yo fuese un círculo aún no cerrado, un trazo que esperaba su momento para concluir.

… pistola!

Entonces aquellas huesudas rodillas chocaron contra mí. Hubo un leve cambio de escenario. La luz giró como el foco de un campo de concentración durante una fuga masiva de prisioneros. Y vi público: un nutrido grupo de cadáveres en trajes de época, puestos de pie. Uno se parecía a Ana Bolena, pero aún tenía la cabeza sobre su sitio.

A partir de ese instante la realidad se reanudó.

– Eh, sigues vivo, Miguel… -Escuché.

De repente todo sucedía demasiado rápido, como si alguien hubiese acelerado la imagen de vídeo. Yo me hallaba sentada en el suelo, aún aturdida por el golpe contra Claudia, y cerca de mí había una pistola. La reconocí; era el arma desmontable con que Miguel me había amenazado en casa. Creí recordar que Claudia la sostenía y acababa de caérsele. Miguel quería que yo la cogiese por algún motivo.

Tendí la mano hacia ella, pero la voz de Claudia volvió a sonar:

– Parece que no dediqué suficiente tiempo a mejorar la puntería estos años…

Se había levantado y, aprovechando el impulso, lanzó la pierna derecha contra el cuerpo de Miguel, que continuaba acurrucado en el suelo. Pese a no llevar zapatos, el golpe propinado con el hueso del talón fue brutal. Miguel soltó un gemido y rodó dejando un rastro húmedo y oscuro hasta alcanzar la base de un maniquí, que se desplomó sobre él. Allí se quedaron ambos, muy quietos. Entonces otra mano entró en mi campo visual como un fino tentáculo y atrapó la pistola.

– Pero mi error tiene remedio, ¿no? -dijo Claudia, y apuntó hacia Miguel.

Trae a las niñas, Oksa.

Ver a Claudia golpear a Miguel me hizo reaccionar.

Nada que Claudia me hubiese dicho o hecho hasta ese momento me importaba demasiado. Era consciente de que había estado preposeída y de que Claudia había perdido el control sobre mí debido al empujón de Miguel, que, pese a estar herido, se las había ingeniado para arrastrarse hasta sus piernas mientras ella hablaba. Intervine tan solo porque quería impedir que disparase.

Salté hacia ella en el instante en que, con un sonido de chapa de lata de cerveza, algo mortal e invisible escapaba del pequeño cañón. No llegué a tiempo de tocarla antes de que efectuara el disparo, pero mi ataque la hizo moverse para rechazarlo, con lo cual la bala cambió de rumbo. Mientras la embestía, escuché un impacto, y rogué por que fuese un destrozo inofensivo en la pared.

Ya no podía hacer nada más por Miguel, ahora tenía que preocuparme de mí.

Claudia podía estar delgada, pero era pura fibra, recia como una cuerda marinera, y casi me hice más daño yo al golpear su vientre. Al menos logré desplazarla y nos convertimos en uno de esos artilugios inventados por nuestros ancestros para volar: yo era el motor, Claudia manoteaba. Cruzamos media habitación, y pude apartar a tiempo las manos antes de que se produjese el choque final.

Pero no dimos contra la pared, y lo supe al escuchar el ruido del armazón metálico: era el gran espejo cubierto por el telón. El cristal no parecía haberse roto. Por fortuna, yo tampoco.

La pistola.

Ya he dicho que no soy una luchadora experta. Sin embargo, estaba entrenada en el orden de prioridad básico de cualquier pelea. «Primero desármala.» Aproveché el golpe contra el espejo y agarré la muñeca derecha de Claudia. Tuve que hacerlo con la mano derecha, ya que la izquierda, con el vendaje destrozado, me dolía en exceso. Vi de refilón que Claudia sonreía, sentí su aliento en mi cara como tras un ensayo extenuante en la que ambas nos hubiésemos acariciado. Me dijo algo, pero no la oí. Al fin la pistola saltó de sus dedos y cayó en algún lugar ignoto. Creí comprender lo que había dicho: «¿Quieres quitármela? Ahí va».

Ella misma la había soltado.

Claudia tampoco era una luchadora experta, claro. Éramos cebos, éramos tramposas. No se trataba de ver quién tenía más fuerza sino de quién engañaba mejor. Y mientras atraía mi atención hacia el gesto de soltar el arma, alzó el muslo izquierdo de una forma tal que su cuerpo casi pareció flotar en el aire.

Fui proyectada hacia atrás por la brutal patada. Extendí los brazos y una muchedumbre de fantasmas polvorientos me recibió, brindándome un falso apoyo, como una reina desfallecida ante súbditos aduladores. Intenté agarrarme a ellos, pero lo único que logré fue volcar algunos maniquíes. Creí que Claudia me golpearía de nuevo y procuré levantarme con rapidez, pero no lo hizo.

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