José Somoza - El Cebo

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Madrid. Un brutal atentado terrorista. Un futuro desolador.
El Espectador, el mayor y más salvaje homicida de todos los tiempos, anda suelto. La policía va en su búsqueda. Los métodos policiales han cambiado. La tecnología no funciona. Tiene que buscar dentro, en la mente, en los deseos del asesino. Para ello utilizan cebos, expertos en conductas humanas, entrenados para conocer las filias de los delincuentes y manipularlas a través de máscaras. Diana Blanco es la mejor, la más prepaparada, la única que puede atrapar al Espectador.
Cuando la protagonista descubra que su hermana ha sido secuestrada por el asesino, iniciará una carrera contrarreloj para salvarla que la conducirá a la guarida del monstruo.
A partir de este momento se desencadena un trepidante juego de sospechas que llevará a la protagonista a un sorprendente final lleno de acción y erotismo.

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– ¿A qué te refieres?

No recordaba haber visto a Miguel nunca tan asustado. Sentí que su pavor me contagiaba, allí, en aquel lóbrego subterráneo, y la piel se me erizó de repente.

– Le he quitado la máscara y el otro guante… Dios, deberías verlo… Tiene toda la cara… Debe de habérselo hecho con sus propias manos antes de que llegáramos, ¿comprendes? Piel, músculos… Se ha escarbado hasta el hueso… -Hizo gestos con la mano izquierda sobre su cara mientras susurraba, asqueado, frenético-: ¡Y ha continuado haciéndolo ahora! Debe de estar poseído, Diana… El también.

– No ha sido Vera -dije, abrazando a mi hermana-. ¡Vera no sabría poseerlo!

– Entonces, ¿quién? ¡Inexperta o no, Vera es un cebo! ¡Y ya estaba aquí!

– Quizá haya alguien más -murmuré.

Era una posibilidad inquietante. Miramos a nuestro alrededor. Bajo la luz de las linternas, los rostros de los maniquíes sonreían burlones.

De repente Vera se deshizo de mi abrazo con violencia, retrocedió de espaldas hasta la pared del espejo y alzó una mano. A juzgar por su rostro desencajado y sus balbuceos de puro terror, bien podía estar contemplando un espectro.

– ¿Qué pasa? -dije.

Su gesto me sorprendió tanto que tardé en percatarme de lo que hacía: estaba señalando algo. Algo que había detrás de nosotros. Era como si quisiera avisarnos, alertarnos de un peligro.

Miguel y yo giramos las linternas al mismo tiempo. Reprimí un grito.

Al fondo, tras la primera hilera de figuras, un maniquí se movía.

Bajaba los brazos con lentitud, avanzaba.

Una figura menuda, grácil, femenina, con un largo vestido apolillado: reconocí el traje estampado de flores que llevaba el maniquí apoyado en el telón, el que me hizo descubrir el túnel. Mantenía la cabeza gacha y yo no lograba verle el rostro, pero distinguí el letrero pegado a su pecho: «Hermione». La esposa de Leontes en Cuento de Invierno, recordé, la mujer que semejaba haber muerto y luego salía de la inmovilidad de una falsa estatua para regresar a la vida.

Hermione, la resucitada. El maniquí encarnado. El muñeco vivo.

Me quedé pensando en eso de forma obsesiva y ni siquiera pestañeé cuando, gesticulando delicadamente, la figura arrebató la pistola a Miguel sin esfuerzo y disparó sobre él a bocajarro; ni cuando, con idéntica facilidad, se apoderó de mi linterna, alzó el rostro y se iluminó a sí misma: torso, cuello, rasgos… Su semblante completo, nacido de las sombras, materializado desde la oscuridad de otra vida, anguloso, risueño.

Hermione, la resucitada.

– Bienvenida a mi muerte, Jirafa -dijo.

III. Final

Mis grandes conjuros funcionan,

y estos, mis enemigos, están todos atados.

La tempestad, III, 3

32

Claudia Cabildo sonrió. Ni siquiera necesitaba usar de nuevo la pistola: los había enganchado fácilmente con un Enigma. Duraría solo unos minutos, pero Miguel ya estaba fuera de combate tras el disparo, agonizando en el suelo. En cuanto a Diana… Bien, no representaba problema alguno.

De hecho, su presencia otorgaba al plan un excitante cambio de rumbo.

La contempló a la luz de la linterna.

– Siempre te has pasado de lista, Jirafa. Es tu gran defecto.

Diana Blanco, la puta afortunada. No sabía, nunca había sabido lo que era sufrir de verdad a manos de alguien. Quizá había llegado el momento de que lo aprendiera.

Oyó gimoteos desde un rincón. La imbécil de Vera seguía temblando, acurrucada sobre la tarima del escenario. Tampoco tenía nada que temer de ella: estaba poseída, y antes había gritado y golpeado la puerta de la celda siguiendo sus instrucciones. Ella controlaba la situación. Los demás solo eran figurantes a su servicio, maniquíes, extras en una obra que ella misma había escrito y ahora protagonizaba.

Retornó a Diana y notó que movía los labios.

– Dime, cariño. -La incitó-. Seguro que tienes muchas preguntas…

– Te suicidaste… Te vi morir, quemarte viva…

Claudia soltó una carcajada.

– Resucitar de verdad es lo único que las máscaras no pueden lograr aún. Todo fue un teatro. Has estado viendo mi guiñol todo el tiempo. Incluso tú misma has sido una excelente marioneta. Llevo dos años creando esta obra. No está mal, ¿eh?

Mientras hablaba, había empezado a quitarse el viejo vestido proveniente, como los demás, de la guardarropía de la granja. Lo hizo descender por las estrechas caderas hasta los tobillos, sacó un pie, luego el otro. Debajo llevaba un mínimo top de tirantes, una pequeña falda fruncida, leotardos hasta las rodillas y tacones, todo en negro. Un vestuario muy apropiado para la Labor, la filia de Diana.

– Claro, no lo he hecho todo yo sola. Padilla colaboró desinteresadamente. Lo poseí hace un año, unos meses después que a Nely. Me resultó muy útil tener en mis manos a nuestro director, Jirafa, toda una pasada, tía. Fue Padilla quien utilizó los protocolos de las reuniones de urgencia, por ejemplo, y citó a Álvarez en un lugar apartado, dentro de un coche, el mismo día en que tú te entrevistabas con Gens en la Zona Cero. Yo estaba esperándolo en el asiento de atrás, hice un Ambiguo en cuanto Álvarez entró y lo programé para que se ahorcara aquí mismo dos días después. Lo suyo fue fácil. Lo de capturar al viejo, algo menos. El viejo no se fiaba de nadie, claro. Yo ya sabía que no había muerto en el jodido balandro, que vivía oculto, incluso contaba con cebos guardaespaldas. Me temía. Intentar que Padilla lo localizase habría sido ponerlo sobre aviso. Pero el propio Padilla me había dicho que tú eras la única a quien Gens había permitido contactar con él. Ignorábamos la clave sobre el «señor Peoples», pero estaba segura de que si se lo pedías tú, el viejo daría un saltito y asomaría la nariz, estuviera donde estuviese. Eso sí, no podía usar máscaras contigo para obligarte a acudir a él, Gens lo habría detectado. El viejo era caza mayor, ya sabes. De modo que usé a tu hermana. La excusa del Espectador era justo la que necesitaba: un psico de los grandes, complejo, un enigma propio para Gens… Toda buena trama necesita excusas. Así que, una noche Nely y yo nos dirigimos al área de caza de Elisa Monasterio, la compañera de Vera, y cuando pasó junto a nuestro coche salí y la poseí. La oculté en el sótano de mi casa y la programé. La policía acabará encontrando su cadáver en el fondo de un embalse al noroeste, donde ella misma se arrojó. De ese modo la conducta de Vera te sonó más lógica. Genial, ¿eh? Cebos que usan a cebos como presas para capturar a otros. Parece una obra de William.

Tras quitarse el sucio vestido, Claudia hizo una pausa y empleó cinco segundos en realizar una Labor. Usó la forma clásica de Gonylov: giró en un ángulo y a una velocidad precisos, llevó las manos a los frunces de la falda y contrajo los músculos de la espalda iluminándolos con la linterna al tiempo que mostraba fugazmente los glúteos. Luego se situó de perfil y pareció meditar. Por último, de frente, piernas rígidas y abiertas. La máscara de Labor se basaba en intensos contrastes: músculos al tiempo que fragilidad, delicadeza versus violencia. Ariel y Calibán, las dos extrañas criaturas que sirven al mago Próspero en La tempestad, eran sus símbolos: espíritu del aire, semidemonio de la tierra. En su última obra escrita en solitario, Shakespeare había querido ofrecer las claves secretas de la Labor. La técnica de Gonylov utilizaba tales contrastes.

El rostro crispado de Diana y la forma en que entreabrió los labios le probaron la fuerza con que la máscara se había abatido sobre su psinoma.

«Enganchada», se dijo. Ahora era cuestión de no soltarla. Continuó:

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