José Somoza - El Cebo

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Madrid. Un brutal atentado terrorista. Un futuro desolador.
El Espectador, el mayor y más salvaje homicida de todos los tiempos, anda suelto. La policía va en su búsqueda. Los métodos policiales han cambiado. La tecnología no funciona. Tiene que buscar dentro, en la mente, en los deseos del asesino. Para ello utilizan cebos, expertos en conductas humanas, entrenados para conocer las filias de los delincuentes y manipularlas a través de máscaras. Diana Blanco es la mejor, la más prepaparada, la única que puede atrapar al Espectador.
Cuando la protagonista descubra que su hermana ha sido secuestrada por el asesino, iniciará una carrera contrarreloj para salvarla que la conducirá a la guarida del monstruo.
A partir de este momento se desencadena un trepidante juego de sospechas que llevará a la protagonista a un sorprendente final lleno de acción y erotismo.

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– ¡Bien, super-woman! -exclamó-. ¡Así! ¡Levántate!

Me lanzó el puño, pero lo esquivé. Encajé el siguiente golpe, y la sangre me corrió por la barbilla.

– ¡Vamos, muévete, Jirafa! ¡Pégame!

La táctica de Claudia no variaba: esperaba, golpeaba, esperaba. Entonces comprendí por qué. Quería mantenerme a distancia, no pelear. Su propósito no era que perdiese la conciencia, ni siquiera vencerme, sino engancharme de nuevo. Estaba preparándose para una máscara. Ello me llevó a improvisar un plan.

Me había desplazado hacia una esquina, la que se hallaba frente a la salida y el espejo que usábamos en los ensayos. El telón que lo cubría se había desprendido de un lado y colgaba del otro, bloqueándolo parcialmente. Amagué una caída tras un nuevo golpe, para quedar de espaldas a Claudia, muy cerca del espejo y preparé mi propia máscara en cuestión de décimas de segundo.

La filia de Claudia era de Sangre. No tenía nada que ver con los vampiros, sino con la atracción provocada por un cebo que ha inhibido su psinoma en beneficio de un decorado intenso donde predomina el color rojo. Gens la relacionaba con Enrique VIII, una de las últimas obras del dramaturgo, escrita en colaboración con otro supuesto miembro del Círculo Gnóstico, John Fletcher. Las curiosas y abundantes direcciones escénicas y los decorados majestuosos, así como el púrpura del vestuario de personajes como Wolsey, incluso el hecho de que el rey protagonista se hiciera célebre por decapitar a algunas de sus esposas, eran símbolos ocultos de la máscara. Los líquidos rojizos como la propia sangre reforzaban el efecto. Gens nos hacía ensayar la técnica derramándonos una botella de vino sobre la piel desnuda.

Hice un veloz repaso de los elementos: luz -la linterna en manos de Claudia-, disfraz -mi camiseta manchada de sangre- y fondo -el telón rojo ornamentado del espejo-, y decidí que eran ideales. En el siguiente turno de «espera» entre los golpes salté frente al espejo y giré hacia Claudia portando la máscara.

Me salió bastante bien, pero había olvidado un detalle. O dos.

Claudia también era buena.

Y se había vuelto incluso mejor.

Fue como un póquer. Sentí que giraba lanzándole un full, y casi creí ver en su sonrisa la mano que despliega cuatro ases.

Y un comodín al final. El joker de la baraja. Yorick.

Parte de mi mente, la que no quedó nublada por completo en ese instante, comprendió que tenía que tratarse del Yorick, porque la Labor que ejecutó, aunque impecable (abrir los brazos, contraer los bíceps, apuntar con la linterna hacia su vientre), jamás me habría arrebatado de esa forma por sí sola.

Pero el Yorick la convirtió en algo abrumador.

Di un respingo y golpeé contra el espejo, aferrando el telón con ambas manos.

– Ah -dijo Claudia, recobrando el resuello-. Mírala: cautivada.

Así era como me sentía: no estaba poseída aún, pero ya no podía apartar la vista de ella. Todavía era capaz de pensar, de buscar explicaciones, y sin embargo me estaba dejando arrastrar de nuevo por aquel cuerpecito menudo. Era como tragar un cargamento de afrodisíacos y comenzar a percibir los primeros síntomas: calor, pulso acelerado…

– Oh, por favor, Diana. -La pequeña diosa movía la cabeza de cabellos cortos y rubios, en gesto de reproche, frente a mí-. ¿Has intentado atacarme con una máscara? Tienes valor, desde luego… Déjame que te diga algo: llevo preparándome para esto desde hace años. Incluso sin el Yorick podría contigo, Jirafa.

Intenté pensar con claridad. Hablé, jadeante:

– Estás mordiendo el palo… Matarás a los que de verdad te amamos, Claudia…

– ¿Amarme de verdad? -repuso extrañada-. No te entiendo. ¿Quién ama «de verdad»? ¿Mis padres? ¿Gens? ¿Nely? ¿Acaso tú? No existen los sentimientos «de verdad», Jirafa, ¿no lo sabías? Solo hay psinoma. Teatro. Máscaras.

– Yo nunca te he hecho daño, ni Miguel tampoco…

– Ya te expliqué: te necesito para salir bien librada. Y a tu chico lo trajiste tú.

– Estás enferma… Has caído al foso… Necesitas ayuda…

Confiaba en que mis palabras le provocaran rabia, y el afecto controlado con que me sujetaba se debilitara. Fue un error. Claudia lo percibió enseguida y contraatacó a su manera: girando en semiperfil, la rodilla izquierda flexionada y los músculos de sus largos y flacos muslos en tensión, mientras hablaba de manera que su voz parecía brotar con esfuerzo:

– ¿Tú crees? Es posible…

Fue como si una oleada de fiebre me atravesara de pies a cabeza. Casi hubiese sido capaz de dibujar sobre mi cuerpo el trayecto de aquel rayo de placer. Me arqueé, aún aferrando el telón, proyecté las caderas hacia Claudia y emití un gemido prolongado. No pude articular ni una sola palabra más.

Todavía de perfil, Claudia estiró el elástico del tanga y sujetó la linterna entre la cinta y el vientre. La luz, colocada de esa forma, apuntaba hacia su torso y rostro desde abajo, creando insólitos contrastes. Sus músculos a flor de piel quedaban realzados, y hacia ellos se dirigió mi mirada prisionera. Claudia estaba construyendo con su cuerpo y la luz un decorado de Labor tan majestuoso que sentí que la saliva fluía de mi boca abierta. Entonces miró un instante a Miguel y a Vera, sin duda para asegurarse de que esta vez ninguno de los dos la interrumpiría. No parecía probable: Miguel yacía desmayado o muerto junto a la pared opuesta, y la forma de acurrucarse sobre la tarima de Vera hacía pensar que seguía poseída.

Sin apresurarse, Claudia se volvió de nuevo hacia mí. En sus ojos, alrededor de los cuales la linterna creaba un antifaz de sombras, flotaba un brillo burlón.

– Por fin solas, tú y yo. Imagínate el Yorick en este punto, colega. Mientras peleábamos, he seguido cargándolo. Será una experiencia pionera. Nadie ha sentido tanto placer en la puta historia… Te mearás de gusto mientras matas a tu hermana y a Miguel, tía, será la hostia, créeme. Qué lástima que después no recuerdes nada. Luego llamarás al departamento… Voy a hacerte viajar al cielo, Jirafa. Así descubrirás lo que yo supe con Renard: cuánto se parece al infierno. Dos extremos insoportables.

Sabía que no fanfarroneaba. Mientras hablaba, separó las flacas piernas afirmando los pies, las puntas dirigidas hacia mí, y comenzó a alzar los brazos iluminada por la linterna desde abajo. Era como si una luz procedente de sus ingles hiciera resplandecer toda su figura.

Comprendí que en pocos segundos ya no habría vuelta atrás. Los últimos jirones de pensamiento coherente escaparían de mi cabeza como los objetos de la cabina de un avión a gran altura con el fuselaje destrozado.

– Te diré una última cosa -susurró Claudia mientras las sombras de sus manos trepaban como hiedra, a un ritmo preciso, por la pared que tenía detrás-. Nunca fuiste mejor que yo. Eras guapa, chula… Gens te conservó por eso, a él le gustabas. Pero nunca fuiste como yo. -Sus flacos brazos se elevaban como un amanecer: cuando completaran su ascenso, el sol de la máscara me cegaría del todo. Casi podía oír la aplastante llegada del placer, su rumor de pesada maquinaria haciendo vibrar todos mis órganos. Disponía solo de algunos segundos. Pero era preciso calcularlos, y la concentración me costaba cada vez más-. Yo le di el Yorick, Jirafa… -agregó mientras sus brazos casi finalizaban su recorrido; me fijé en las manos, abiertas, girando con la suave exactitud de módulos de nave espacial-. Fui yo quien lo obtuvo, no tú… Recuérdalo para siempre.

– Enhorabuena, Cecé -dije.

Entonces lo hice.

Éramos cebos, éramos tramposas. Esperaba haberla engañado con el intento de máscara que había realizado antes. En realidad, tal como acostumbraba, contaba con un segundo plan, más extraño. Mi propósito había sido colocarme delante del espejo y aferrar el telón que lo cubría por una esquina. En el instante en que Claudia realizaba los gestos finales, hice lo único que se me permitía hacer en el estado en que me encontraba. No podía atacarla, no podía escapar, ni siquiera cerrar los ojos.

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