José Somoza - El Cebo

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Madrid. Un brutal atentado terrorista. Un futuro desolador.
El Espectador, el mayor y más salvaje homicida de todos los tiempos, anda suelto. La policía va en su búsqueda. Los métodos policiales han cambiado. La tecnología no funciona. Tiene que buscar dentro, en la mente, en los deseos del asesino. Para ello utilizan cebos, expertos en conductas humanas, entrenados para conocer las filias de los delincuentes y manipularlas a través de máscaras. Diana Blanco es la mejor, la más prepaparada, la única que puede atrapar al Espectador.
Cuando la protagonista descubra que su hermana ha sido secuestrada por el asesino, iniciará una carrera contrarreloj para salvarla que la conducirá a la guarida del monstruo.
A partir de este momento se desencadena un trepidante juego de sospechas que llevará a la protagonista a un sorprendente final lleno de acción y erotismo.

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De repente Valle parecía muy serio.

– ¿Desde cuándo me engañas?

– Desde el principio -dije-. En todo caso, desde mucho después de que tú te convirtieras en el Envenenador.

– Yo… no soy…

– Oh, vamos -lo interrumpí-. ¿Qué guardas ahí? Tiene toda la pinta de ser una caja de seguridad con teclado invisible. Estará equipada con bloqueadores de escáner. Una vez cerrada, nadie podría descubrirla. Es un objeto caro. ¿Qué contienen esos viales que es tan valioso, doctor? Apuesto a que un veneno orgánico, de los que no dejan trazas, preparado con las viejas recetas indígenas de las tribus con que conviviste, ¿no?

La disrupción es como un relámpago: violenta, impredecible, a veces mortal, pero igual de fugaz. Atisbé el despuntar de la razón en los ojos de Valle, en el gesto de su ceño, en los parpadeos. Supe que el enganche había pasado. Pero no creí que necesitara engancharlo otra vez.

– No hay ninguna ley que prohíba guardar tóxicos en una consulta -dijo un Valle más racional, mucho más frío, pero no menos indignado-. Quiero llamar a mi abogado. Lo que haces es ilegal. Lo que hacéis los cebos es ilegal…

– No lo es, en cambio, envenenar a pacientes que acuden buscando ayuda.

– Yo no he hecho daño a nadie. -Tras una pausa, agregó-: No pensaba darte eso.

– Ya lo sé. La disrupción te hizo delatar tu pequeño secretito, tan solo.

– No tienes pruebas… No tenéis nada.

Aquel Valle a la defensiva empezó a repelerme. Sin dejar de apuntarle, sonreí.

– Diga más bien que con el hallazgo del veneno, lo tenemos todo, doctor. Los ordenadores habían establecido conexiones con dos o tres médicos y psicólogos a quienes las víctimas podían haber visitado, incluyéndole a usted. Por supuesto, el acceso a Winf-Pat le permitía borrar los datos de los pacientes que acudían por primera vez, ¿verdad? De ese modo era casi imposible saber que todos habían visitado su consulta. Y el efecto del veneno no era inmediato: usted les ofrecía un vaso de agua y los dejaba marchar. ¿Son nanocápsulas? Se liberan al cabo de varias semanas, a veces meses, y no dejan huella… Nadie podía dar con su rastro, y desde luego ningún juez iba a firmar una orden de registro en los domicilios que un ordenador había elegido. Se necesitaban cebos. A mí me destinaron a usted. Cuando pensé en dimitir me ocupaba de dos cacerías: la del asesino de prostitutas y la suya. Aún no estábamos seguros de que usted fuese el Envenenador, pero como yo iba a dejar el trabajo lo visité por última vez. Tenía que despedirme de manera «natural» para cederle el paso al nuevo cebo que me sustituyera. Luego, cuando decidí proseguir, continué de nuevo con ambas cacerías y seguí visitándolo. Lo de hallar mi nombre verdadero en Winf-Pat y usar mis recuerdos y mi identidad real estaba preparado de antemano. Eran el escenario del teatro.

Valle movía la cabeza de un lado a otro, intentando mostrarse sarcástico.

– Es absurdo -estalló entonces-. Tú misma dices que yo era sospechoso, y sin embargo me confesaste toda la verdad sobre ti: que eras un cebo de la policía…

– Era parte de la máscara. Su filia no es la de Presa, como le dije, sino otra similar, aunque bastante más rara: la llaman «de Cebo». El nombre no importa. Lo que importa es que para realizar mi teatro con usted, tenía que contarle la verdad sobre mí. La máscara de Cebo exige que el cebo declare abiertamente que lo es. Yo no podía callar nada sobre mí misma, salvo mis intenciones. Es laboriosa, requiere días para ajustaría. Yo la perfeccionaba con cada visita que le hacía. Hoy decidí que era el momento adecuado para la disrupción.

– Todo lo que has hecho es ilegal -repitió Valle, la frente húmeda de sudor.

– ¿Es más legal envenenar pacientes?

– ¡No los envenenaba! Nunca he dañado a nadie, Diana. Aliviaba su terrible sufrimiento… ¡Estaban prisioneros! ¡Drogados con sus propias obsesiones! Un chico de apenas veinte años, destruido por la heroína… Una mujer de sesenta diagnosticada de cáncer, que contaba los días que le quedaban hasta que los remedios que usaba contra el dolor dejaran de surtir efecto… Un hombre que maltrataba a su esposa una y otra vez, sin importarle la cárcel o las órdenes de alejamiento… Te dije que aprendí cosas viviendo con las tribus del Amazonas. No solo fueron recetas de venenos. ¡Ellos no son como nosotros! ¡No se aferran desesperados a una vida mezquina! ¡Con ellos aprendí a valorar la dignidad! ¡Aprendí que, cuando nuestra vida carece de dignidad, lo deseable es que nos quiten de en medio!

– Es justo lo que pienso yo -le dije, mirándolo a los ojos-. Por eso quiero quitarle de en medio, doctor.

Quedó un instante en silencio, devolviéndome la mirada. Todo lo que había confesado había sido grabado por el pequeño receptor que yo llevaba en la pulsera, y supuse que el juez no tardaría en ordenar el arresto y la policía llegaría en pocos minutos.

Aun así, Valle no capitulaba. Bajó las manos lentamente mientras sonreía, como desafiándome.

– Diana… ¿a qué juegas conmigo? Dices que para engancharme necesitabas contar la verdad sobre ti… pero no solo me has contado tu vida…

– Las manos en la cabeza, doctor.

– No. No voy a obedecer. Prueba a dispararme. -Seguí apuntándolo. Valle sonrió, abriendo los brazos-. No soy un asesino, Diana. Podrás pensar lo que quieras, pero yo sé que he ayudado a la gente. Hace dos años mi mujer me abandonó porque no soportaba mi trabajo. Consideraba que yo estaba demasiado entregado a mis pacientes, que apenas tenía tiempo que dedicarle… Yo la quería, pero lo acepté. Comprendí que mi misión era seguir solo. Y ayudar aún más a los que sufren…

Sabía qué era lo que intentaba: como el Espectador, como Vera, buscaba razonar el psinoma. No eran la soledad ni el deseo de ayudar lo que le llevaban a matar, sino el placer que experimentaba. Pero no quise explicárselo; mi propio placer consistía en haberlo atrapado.

– No vas a hacerme daño, Diana… -prosiguió, ahora con una amplia sonrisa, al comprobar que yo no disparaba-. Me contaste la verdad sobre tus sentimientos… Esas cosas no pueden fingirse. Me has amado, te has abierto a mí… Eso no era teatro…

– Las manos, doctor -advertí de nuevo.

– Esto tampoco es teatro -dijo sin hacerme caso, y presionó un pequeño cajón a su derecha. La pistola que extrajo era mayor que la mía, aunque probablemente igual de mortal a aquella distancia-. Tú no vas a dispararme. Me quieres. Pero yo conozco el valor de mi propia dignidad…

Cuando se llevó el cañón a la boca hice un Telón.

La máscara de Telón es muy útil para detener conductas violentas en filícos de Presa o Cebo. Consiste en expresar intensos contrastes con los gestos y la voz en directa oposición, y de inmediato bloquearlos como si cayese un telón. Me esperaba reacciones así, y mi disfraz -blusa negra, pantalones blancos, botas negras- iba de acuerdo con aquella técnica. Según Gens, sus claves se exponían en Los dos nobles parientes: en la lucha que ambos protagonistas mantienen por la misma mujer. Que Shakespeare hubiese acabado su vida creadora con las claves de la máscara de Telón se le antojaba a Gens una acertada metáfora.

Abrí, cerré las manos, me erguí, gemí en un tono grave y junté los dedos delante de mi rostro, ocultándolo. Fue fácil. Valle se echó hacia atrás temblando. Me entregó la pistola cuando alargué la mano. Y aún se hallaba bajo los efectos del Telón cuando escuché la voz asustada de su secretaria y la puerta de la consulta se abrió para dejar paso a una riada de policías. Mario Valle se dejó esposar sin apartar la vista de mí.

– Eran tus verdaderos sentimientos… -murmuraba-. Solo me mentiste hoy, al contarme tu decisión, pero has usado tus verdaderos sentimientos para engañarme… ¿Te das cuenta, Diana? Toda tu pobre vida es un teatro… ¿Qué queda de ti cuando la función acaba? Me quieres, lo sé… No lo has fingido. ¿Por qué me haces esto?

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